Madame Lazare

Tadhg Mac Dhonnagáin

(Aghamore, Irlanda, 1961). Éste es un fragmento de  su novela «Madame Lazare»  (Barzaz, 2021).

Hana, París, 1995

Aunque había tranquilidad durante el día mientras Levana estaba en el colegio, la cosa empeoró en lo relativo al sueño de Hana por la noche. Un par de semanas después de que Levana volviera a la escuela, Hana tuvo una pesadilla que le dio un susto tremendo. La trasladó en el tiempo a un momento en el que aún no vivía en Francia, mucho antes de que nadie la llamara Hana. La imagen que recuperó era muy vívida y clara, cada piedra y cada brizna de hierba tan limpia y brillante, cada extensión de musgo de color tan abigarrado, cada destello de sol sobre la mar tan vivo, tan vívido que quedó completamente conmocionada durante días.

Estaba en Aran, en la playa de Cill Mhuirbhigh. Era un día luminoso de verano y la playa se veía tan grande, tan larga y tan ancha como jamás la había visto.

Estaba acompañada. Bid estaba a su lado, a los ocho o nueve años de edad.

Era extraño que Bid estuviese en la playa. Ella no era de playas, ni conchas, ni pájaros, ni nada por el estilo.

Pero las dos estaban allí de pie, hombro con hombro. Las dos hermanas, Bid y Muraed, como si nunca hubieran abandonado el lugar. Sus pies descalzos acariciados por la arena de Cill Mhuirbhigh, mirando al este a través de la Bahía de Galway, hacia la isla principal de Irlanda. No había más que una flor blanca en el jardín del pescador. El agua azul era una tabla lisa que llegaba hasta la costa de Conemara. El olor salobre y el olor a algas estimulaba sus fosas nasales.

En brinco de algún ser a través de la arena, un pequeño pájaro corriendo a toda velocidad cerca de donde estaba plantada una gran gaviota argéntea. Una de las alas le colgaba del costado.

—¡Mira, Bid! —gritó ella—. ¡Un chorlitejo!

Deduciendo que el pajarito tenía rota el ala, trató de explicárselo a Bid, la gaviota. La gran gaviota hambrienta que perseguía al chorlitejo con avidez que ardía en sus ojos amarillos. Temía el chorlitejito que la gaviota fuera adonde estaban sus huevos. Por eso usaba la artimaña del ala. Trataba de engatusar al ave grande para que fuera donde ella, tan lejos como fuera posible de sus huevos.

—¿Huevos? —dijo Bid, la glotonería inundaba ahora sus ojos azules—. ¿Qué huevos?

Se dio cuenta de que Bid era más peligrosa que cualquier gaviota. Pero en el sueño no tuvo más remedio que obedecer. No pudo evitar dar una respuesta honrada.

—Están un poco más allá —dijo, siguiendo el camino emprendido por el chorlitejo, que corría en dirección oeste por la playa. Bid la siguió.

En medio de las piedras que se alzaban sobre la playa se detuvieron. Se agacharon. Había cuatro huevos, del mismo color gris moteado que las piedras lisas que tenían a su alrededor. Se puso en cuclillas para verlos bien. Eran preciosos.

—No pasará mucho tiempo antes de que los pollos rompan la cáscara desde dentro —dijo con un susurro, mirando a Bid.

Su hermana hizo una mueca.

—Mira —dijo—. ¡Otro huevo!

Bid se inclinó y agarró una guija. Le encantaban las guijas. Las recogía de la playa y se las llevaba a casa para jugar con ellas. Ésta que Bid tenía ahora era bonita, jaspeada con pequeñas marcas resplandecientes.

Bid estaba ahora sobre el nido del chorlitejo. Extendió las dos manos, con la piedra pesada descansando sobre sus palmas.

—Llévatela —dijo.

En ese momento Muraed supo demasiado bien lo que iba a suceder. No quería tener parte en ello. Sea como fuere, no tenía elección. Agarró la piedra con sus propias manos y estiró sus extremidades, la masa lisa suspensa sobre el nido del chorlitejo.

—¡Suéltala! —exclamó Bid.

Dejó de agarrar la piedra. Notó que la superficie frotaba sus dos manos y cómo el duro bulto empezaba a caer.

Entonces, se diría que Dios había puesto su mano sobre el mundo de alguna manera, como si quisiera retardarlo todo durante unos instantes. La piedra siguió cayendo, pero despacio, despacio, dando ahora vueltas en el aire a mitad de camino entre las manos de Muraed y el suelo a sus pies. Se diría que la piedra se pasó todo el día haciendo ese trecho, sin prisa, apuntando a su destino. Muraed vio de nuevo que el atisbo de una sonrisa se extendía por la cara de Bid, como un parche de oscuridad que se viese cernir tras una colina, un día soleado.

Finalmente, la piedra golpeó el nido del chorlitejo. Las paredes moteadas de los huevos cedieron lentamente a la presión repentina. Estallaron la yema y la clara y los añicos de la cáscara saltaron por todas partes, volando en todas direcciones. Un salpicón viscoso le impactó en la falda, goteando en el suelo la yema embadurnándolo.

Se despertó de un sobresalto. Se enderezó en la cama, su pulso como si fuera un tambor en el oído. Samuel se movió a su lado y se apartó de ella.

Volvió a tenderse lenta y morosamente sobre la columna vertebral. Escuchó su propia respiración al inhalar aire, al exhalarlo. Trató de acompasarse a ese ritmo. Fuera, dentro, fuera, dentro. Inhalar, exhalar. Como harían las olas sobre la arena.

Sobre la playa de Cill Mhuirbigh.

Volvió a dar un respingo.

A un lado de la calle un coche bajaba murmurando la Rue du Chemin Vert. El corazón de ella golpeaba su caja torácica. Se levantó y se dirigió a la cocina.

La luz iluminaba la sala y la puerta del dormitorio de Levana, abierto de par en par. Fue hacia ella, pacíficamente acostada hecha un ovillo, exactamente igual a como su madre había descansado en esa habitación cuarenta años antes que ella.

Hana entró en la cocina.

Abrió la nevera y sacó un cartón de leche. Llenó una taza y la metió en el microondas.

Entonces se le ocurrió una cosa: la gente acude a una en sueños para pedir que rece por ella. Bueno, al menos así venían los habitantes de Aran hacía mucho, si necesitaban auxilio para abandonar el Purgatorio y poder entrar en el Paraíso.

¿Siempre vendrían de noche? Hana no había escuchado nunca que los habitantes de París regresaran a los suyos para hacerles peticiones de esa clase. Pero nunca tuvo mucho trato con los católicos de París.

Sacó la leche caliente y fue con ella a la mesa. Si Bid buscara oraciones, eso sería porque estaba perdida. ¿Pero había muerto recientemente? Su hermana le llevaba dos años, lo que significaba que cumpliría sesenta y nueve en septiembre. No era mucha edad, especialmente en América, un lugar en el que todo el mundo vivía muchos años. Ojalá.

¿Pero vendría Bid a ella nuevamente, a rogarle que dijera una oración por su alma? Se imaginó haciendo esa pregunta en voz alta entre los amigos de Samuel en la sinagoga.

Si aquello era malo, las cosas que turbaban de noche su sueño todavía podían empeorar. Y eso era algo que iba a suceder. Si Bid estaba regresando de algún rincón oscuro en el fondo de su cabeza, también lo haría Páraic tarde o temprano

Traducción del irlandés de Antonio Rivero Taravillo.

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