Zona intermedia / El dilema y la palabra / Silvia Eugenia Castillero

En La verdad de la poesía, Michael Hamburger explica que una de las razones por las que Baudelaire sigue siendo un fenómeno fascinante, a pesar de que mucha de su obra ha perdido el poder de atracción que experimentaron sus lectores del siglo xix, radica en que legó a la posteridad no sólo su poesía, sino también su dilema.

Un dilema existencial agudo, al encontrarse en la encrucijada de la modernidad, en el centro de diversas posibilidades que se convirtieron en el curso de la vida del poeta en dudas sobre su oficio, su persona y su poesía. La transición entre considerar el arte un medio a considerarlo parte esencial de la existencia y del quehacer del hombre, se agolpó en Baudelaire.

Jules Renard escribe en su diario: «La frase pesada y como cargada de fluidos eléctricos de Baudelaire». En ese espacio ilimitado que se abre en su poesía, los versos tienen magnetismo y tienen peso. Peso: volumen, carga, o mejor, el peso definido por Julien Gracq como «esa gravedad característica del fruto maduro que está a punto de desprenderse de la rama a la que obliga a doblarse». Baudelaire busca la profundidad, y escribe desde una plataforma de transposiciones de un registro a otro. Esa transición crea un hueco donde pueden ocurrir o no las cosas. El dilema y con él un silencio que le precede.

María Zambrano argumenta que el lugar de la poesía es el silencio, sólo ella —la poesía— puede nombrar lo que está en las entrañas, lo físico, lo visceral que es del alma, lo muy interno. Sólo la poesía puede tocarlo y transmitirlo. Tal es el caso de Etty Hillesum, quien el 15 de septiembre de 1943 partía en el convoy que la llevaría, junto con su familia, a la muerte anónima en Auschwitz. De veintiocho años, creyó en la palabra como el único puente para trascender su propia humanidad. De 1941 a 1943, en una pequeña habitación de Ámsterdam, escribe un diario en el que da cuenta de su camino espiritual.

Como Rilke, Hillesum dirige la tensión de las palabras que va convirtiendo en relato interior, en posibilidades de ir siendo el ser. Y con él busca la libertad en el propio ser. Ese universo, rilkeano, interiorizado, es el que trabaja para descubrirlo dentro de ella. «Estos últimos meses, escribe, “mamo”, me alimento lentamente de este hombre, de su obra, de su vida: Rilke».

Hillesum se somete a un proceso arduo de escritura, a través del cual intenta encontrar la armonía entre el interior y el exterior: «explicarme conmigo misma». Lee y escribe, pero sobre todo es testigo de las atrocidades a las que es sometido su pueblo y cuya amenaza es cada vez más cercana. Vive todas las prohibiciones a los judíos bajo la ocupación nazi, hasta llegar un momento en que ni siquiera puede ir al barrio de sus padres. Ante ese cercamiento de su ser judío, Etty Hillesum llega a Dios. Dios se le manifiesta como ese gran espacio para realizar su humanidad completa. «Y a este “mí misma”, a este nivel de mi ser, el más profundo y el más rico de todos y en el que me recojo, yo le llamo “Dios”».

El Absoluto al que la joven tiende su espíritu tiene que ver con la afectividad humana, con el amor, en la humildad del verdadero amor. En el amor que María Zambrano define como el sendero de sí hacia el otro para regresar al conocimiento de la propia alma. «El problema —dice— es que el hombre busca espontáneamente a su Dios en la línea del poder». Como Santa Teresa en sus Moradas, Etty Hillesum traza en su diario su trayectoria interior, un viaje que es una vida vivida hasta el fin. Como la santa, su espíritu se nutre de tierra, se aparta de la mezquindad para trepar al cielo y luego bajar, vaivén constante, sístole y diástole. Por eso mismo Etty muere con su pueblo para seguir viviendo. Como los místicos, percibe a un Dios interior dentro de su propia interioridad: «Si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien tenga que ayudar a Dios. Poco a poco, toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo de concentración, y nadie, o casi nadie, podrá quedar fuera de él… No me hago muchas ilusiones sobre la realidad de la situación, y renuncio incluso a pretender ayudar a los demás. Adoptaré como principio el “ayudar a Dios” tanto como sea posible, y si lo consigo, entonces estaré ahí también para los demás».

Su libro de cabecera era la antología de las cartas de Rilke, de él destaca en sus apuntes: «debo recogerme en lo profundo para dar forma a lo que hago». En Rilke aprende a toparse con la muerte al cabo de la transformación de su alma, a realizar la muerte en la vida, a confirmar ésta a partir de la muerte. Sólo aquí cabe ese infinito que comparten la joven y el poeta. Etty declara que su segunda patria es la literatura, pues cobra conciencia de que el hombre no tiene lugar más que en su límite más extremo: la muerte. Y en ese linde sólo la literatura le permite continuar sus exploraciones, sólo ahí encuentra «ese gran espacio interior donde pueda retirarme y volver a mis raíces profundas». La alternativa es entonces la soledad, una gran soledad interior, la única necesaria para llegar a uno mismo. Tanta es su filiación con Rilke, que en el curso de su diario va descubriendo su vocación hacia la ficción, hacia la creación de mundos de significación, pues «sólo el artista puede entregarnos el subsuelo irracional del ser humano». La forma que decide trabajar algún día, cuando su interioridad logre mayor madurez, es la crónica, para dejar testimonio de su vida interior ante un mundo devastado. Así, al igual que su gran educador, como lo define, cree que escribir es una experiencia por la cual la vida se manifiesta, pero para la cual se necesita paciencia y espera. Porque la escritura le interesa en su internarse en el corazón de la realidad, sacarle el alma a las cosas, pero para llegar a eso es necesario describir lo concreto, lo terrestre. Piensa que en el libro abierto del texto de la vida, ella tiene el don de leer muchas historias que algún día contará a esos que no tienen el don de leerlas.

Comparte este texto: