Música / ¡Gracias, Bowie! / J. Audirac

El tiempo y la música siempre estarán ligados, no existe ninguna fuerza que pueda desvincularlos, la vigencia, la duración de las piezas, la métrica…

Alguien que pudo jactarse de ser llamado «atemporal» es el recién finado David Robert Jones, mejor conocido como David Bowie. Cincuenta años de carrera, constantes mutaciones, renovaciones, aleaciones… Los últimos 25 años de mi vida me ha acompañado, en diversas circunstancias, en risas y dolor; como cita obligada, siempre sale a colación un tema suyo, una frase al menos. Reinventor de su persona en incontables ocasiones: Ziggy Stardust, The Thin White Duke, Nathan Adler, incluso Major Tom, pero ese mote insulso de «El Camaleón», jamás para él.

Como agradecimiento póstumo, dos capítulos que unen mi destino y el suyo:

 

i. La aventura Tin Machine

Ya lo decía en la radio hace unas semanas, a propósito de un especial de despedida: una de las etapas de lucidez más ignoradas de David fue su paso por el explosivo Tin Machine, que aportó dos sólidos álbumes que muestran su fascinación por el rock arriesgado, y por vez primera asumiendo el rol de miembro-de-la-banda, ya que en todo momento evitó ser el foco de atención y la prensa era cubierta en forma equitativa por los cuatro integrantes.

Históricamente el grupo nace al término del fallido tour Glass Spider, que promocionaba el patético Never Let me Down (1987) —su peor larga duración, por mucho. La publicista le presentó a Reeves Gabrels, un joven guitarrista neoyorquino, con quien reversionó su tema «Look Back in Anger» para un asunto benéfico; fue tal la afinidad que de inmediato Bowie buscó a los hermanos Tony (bajo) y Hunt Sales (batería), a quienes conocía tras la grabación del álbum Lust for Life (1977), de Iggy Pop.

Su primera entrega, Tin Machine (1989), da un revés a cualquier expectativa: sonido crudo sin permisiones, fresco, contemporáneo, la feliz despedida de los ochenta. Las ventas estuvieron muy por debajo de la expectativa de la disquera emi, con la que terminó la relación laboral.

De este álbum se desprenden verdaderas joyas: «I Can’t Read» —que después siguió formando parte de su repertorio en versión serenada— muestra hostilidad y repudio hacia su reciente pasado mainstream; «Pretty Thing» y la descarga de adrenalina, potentes riffs, y contundente base, concesiones al carajo; «Heaven’s in Here» y la excursión al blues; «Under the God» denuncia el racismo crudamente, y la desgarradora power ballad «Prisoner of Love». Sin más flores, una obra redonda, que evidenciaba lo que vendría a continuación.

El Tin Machine ii (1991) es sólido, recio, contundente, estupendo, desde la concepción del arte de la tapa, la censura a las cuatro estatuas de Kouroi, transformadas en eunucos. Las composiciones denotan madurez: «Baby Universal» abre el banquete, explosivo, de esos tracks que al terminar se antoja darles play una vez más. «You Belong in Rock and Roll», visionario e hipnótico, un pequeño adelanto de cómo sonarían las bandas del tan sobado indie rock diez años después. «Amlapura», el viaje al folk ácido, la voz de Bowie plena y persuasiva. «Stateside», con Hunt Sales en la voz principal, la faceta más ríspida del blues, la pista sonora ideal para un bar en medio de la nada que escenifica una brutal batalla campal. «Shopping for Girls» predice el reposado sonido que adoptaría Mr. Jones en el álbum Hours (1999), las guitarras de Gabrels rayando en la excelsitud. «A Big Hurt», el momento más tosco del sumario, se vale jugar al headbanging. Si en su álbum epónimo sobresale una balada, aquí no podían dejarla a un lado: «Sorry», H. Sales de nueva cuenta en la voz, una desgarradora súplica contrita, no recomendada para escuchas con tendencias suicidas.

Comercialmente no sucedió nada con esta joya; de hecho, sólo se tiraron unos cuantos ejemplares en cinta y disco compacto, que hoy día se cotizan bien en el mercado. Después de un flojo álbum en directo, Oy Vey, Baby (1992), Bowie ya estaba embarcado en la grabación de su siguiente material solista, Black Tie, White Noise (1993). La máquina de hojalata se consumaría, sin esperanza alguna de reunión: notas sensacionalistas culpan a Tony Sales como responsable por sus excesos. Reeves Gabrels sería compañero de una longeva travesía, que caracterizaría el renovado sonido del Duque Blanco hasta el fin de milenio: para muestras, 1.Outside (1995) y Earthling (1997).

 

ii. El concierto en México

Todavía hay varios, jóvenes sobre todo, que dudan respecto al concierto que ocurrió en octubre de1997 en el Autódromo Hermanos Rodríguez de la Ciudad de México; los niveles de fanatismo y adoración hacia el susodicho hacen que les resulte increíble tal suceso.

Con cincuenta años a cuestas, cuya celebración en el Madison Square Garden, de Nueva York, es uno de los eventos más recordados por los férreos fanáticos, el desfile de personalidades: Lou Reed, Robert Smith, Sonic Youth, Frank Black, Billy Corgan…

Earthling Tour, boletos de cien pesos, un mar de gente, y 7 pm puntuales, sale Control Machete al escenario, sonido sólo en monitores, aunque la entrega fue indudable, el propio Bowie dio su voto de confianza. El segundo plato fue el dueto Erasure —que no sé qué estaba haciendo ahí—, la ovación y los abucheos fueron proporcionales, algunos coreaban sus comerciales temas, pero poco a poco la rechifla, el vituperio y los insultos hacia el vocalista por su excesiva feminidad dominaron el ambiente, quince minutos más, y ellos ya no estaban.

Se escuchan los primeros acordes, un sobrio Duque Blanco en escena ostentando una guitarra de doce cuerdas. «Quicksand» rompió todo paradigma personal respecto al llanto, la emoción fue inmensa, el público en la bolsa en menos de dos minutos, la primera estampa concluyó con la incorporación oportuna del quinteto acompañante: Gail Ann Dorsey (bajo), Mike Garson (teclados), Reeves Gabrels (guitarra), Zachary Alford (batería).

Inmediatamente la adrenalina comenzó a correr: «The Jean Geanie» y «I’m Afraid of Americans», contundentes jabs a la zona blanda, los parlantes a un sonido considerable, y la masa desbordada. Comenzaron los espontáneos a gritar los nombres de sus temas predilectos, pero esa noche no era un live by request, aunque varios temas clásicos salieron de la chistera: «Look Back in Anger», con una potentísima intervención de Gabrels, quien asumió el rol de guía en el escenario; hipnóticos movimientos, presencia enérgica ataviado cual soldado escocés, y constantes descargas; «Panic in Detroit», «Stay», «Scary Monsters (and Super Creeps)» dieron la cara por la vieja guardia, aunque el momento más álgido se vivió con «I’m Waiting for the Man»: The Velvet Underground ¡presente!. El repaso minucioso de los dos más recientes discos también al margen: «Seven Years in Tibet», «Hearts Filthy Lesson», «Halo Spaceboy».

«Little Wonder» y «Moonage Daydream» dieron el cerrojazo, pero ante un banquete de este calibre nunca es suficiente, carretadas de aplausos, música de viento, ¡eeeeoooo, eeeeooo, culeeeeoooo, culeeeeeroooos!, y el encore ocurrió: «Fame» en una revolucionada versión que desembocaría en la vertiginosa «Dead Man Walking»; un par de tributos más: «White Light / White Heat», de los Velvet, y «O Superman», de Laurie Anderson, en la que Dorsey se fajó como las grandes en la voz principal. Como cierre, mejor imposible: «All the Young Dudes», ese glorioso himno que alguna vez salvara la carrera de Mott the Hoople.

Luces encendidas, y encontrar el camino hacia la estación del metro en silencio, abriendo paso entre el mar de gente. Consumatum est!

Comparte este texto: