Entre la exhibición de los judíos europeos antes del ascenso del nazismo y la de la Kristallnacht había una barrera de cristal transparente. Esta partición tenía un significado simbólico directo: para los no iniciados, la Europa de antes y la de después de la noche de ese pogromo histórico podían parecer la misma, pero en realidad una y otra eran universos totalmente distintos. Eugene, que caminaba rápido, con su guía jadeante unos pasos detrás, no había notado ni la partición ni el significado simbólico. El choque fue perturbador y doloroso. Un hilo de sangre salía de sus narices. Rachel murmuró que no se veía bien y que tal vez sería bueno que regresaran al hotel, pero él sólo se metió un trozo de papel higiénico en cada fosa nasal y dijo que no era nada y que debían continuar.
—Si no te ponemos hielo se va a hinchar —intentó de nuevo Rachel—. Vamos. No tienes que… —entonces se detuvo a media frase, tomó aire y agregó—: Es tu nariz. Si quieres que sigamos, seguiremos.
Eugene y Rachel alcanzaron al grupo en la esquina que explicaba las leyes raciales. Mientras escuchaba a la guía con su fuerte acento sudafricano, Eugene intentó figurarse qué era lo que Rachel había empezado a decir. «No tienes que convertir todo en un dramón, Eugene. Es muy aburrido». O: «No tienes que hacerlo por mí, corazón. De todos modos te amo». O tal vez simplemente: «No tienes que ponerle hielo, pero tal vez ayude». ¿Cuál de estas frases, si alguna, había empezado a decir? Muchos pensamientos pasaron por la cabeza de Eugene la primera vez que se decidió a sorprender a Rachel con dos boletos a Israel. Él pensaba: Mediterráneo. Pensaba: Desierto. Pensaba: Rachel sonriendo otra vez. Pensaba: Hacer el amor en una suite del hotel mientras el sol empieza a ocultarse más allá de los muros de Jerusalén, tras ellos. Y en este océano de pensamientos no había habido ni el más mínimo sobre sangrados nasales ni sobre Rachel comenzando frases para no terminarlas de ese modo que a él siempre lo volvía loco. De estar en cualquier otro sitio del universo, probablemente habría comenzado a sentir compasión por sí mismo, pero aquí no. La guía sudafricana les mostraba fotos de judíos desnudándose en la nieve a punta de pistola. La temperatura, decía la guía, era de quince grados bajo cero. Un momento después de tomada la foto, la gente —todos y cada uno de ellos, las mujeres, los viejos, los niños— fue obligada a meterse en una zanja excavada en el suelo y fue muerta a tiros. Cuando terminó la frase, lo miró por un momento con una mirada vacía y no dijo más. Eugene no pudo entender por qué lo miraba a él, de entre toda la gente. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que era el único en el grupo que no era judío, pero incluso antes de que ese pensamiento terminara de formarse en su mente él se dio cuenta de que no tenía sentido.
—Tiene sangre en la camisa —dijo la guía con una voz que a Eugene le sonó un poco distante. Él miró la pequeña mancha en su camisa azul claro y luego dirigió la vista de vuelta a la imagen de una pareja de ancianos, desnudos. La mujer se cubría las partes pudendas con la mano derecha, intentando mantener un poco de dignidad. El marido apretaba la mano izquierda de ella con su gran palma. ¿Cómo reaccionarían él y Rachel si los sacaran de su agradable departamento del Upper West Side, los llevaran al parque cercano y les ordenaran desnudarse y meterse en una zanja? ¿También terminarían sus vidas tomados de la mano?
—La sangre, señor —la guía interrumpió su línea de pensamiento—. Sigue goteando —Eugene metió más adentro de sus fosas nasales el papel de baño y trató de mostrar una de esas sonrisas de «Todo está bajo control».
Comenzó junto a una foto muy grande de seis mujeres con las cabezas rapadas. A decir verdad, había comenzado cuatro semanas antes, cuando él había amenazado con demandar al ginecólogo de Rachel. Estaban sentados juntos en el consultorio del viejo doctor, y a la mitad de su monólogo medio amenazante ella le había dicho:
—Eugene, estás gritando.
La expresión en sus ojos era distante e indiferente. Era una mirada que no había visto antes. Realmente debía de haber estado hablando muy fuerte, porque la recepcionista entró en el consultorio sin llamar y preguntó al doctor si todo estaba bien. Había empezado entonces y las cosas empeoraron aún más mientras estaban ante la foto de las mujeres rapadas. La guía dijo que las mujeres que llegaban a Auschwitz embarazadas debían abortar antes de que comenzara a notarse, porque un embarazo en el campo de concentración significaba, siempre, la muerte. A media explicación, Rachel dio la espalda a la guía y se alejó del grupo. La guía la vio alejarse y entonces miró a Eugene, que balbuceó, casi instintivamente:
—Lo siento. Es que acabamos de perder un bebé.
Lo dijo lo bastante alto como para que la guía lo oyera y lo bastante bajo para que Rachel no. Rachel siguió alejándose del grupo, pero incluso desde lejos Eugene pudo detectar el temblor que corría por su espalda cuando él habló.
El sitio más conmovedor y poderoso del Yad Vashem era el Memorial de los Niños. El techo de esta caverna subterránea estaba repleto de incontables velas memoriales que intentaban —no con mucho éxito— disipar la oscuridad que parecía abrirse camino en todo. En el fondo estaba la banda sonora, recitando los nombres de niños que habían muerto en el Holocausto. La guía dijo que eran tantos que leer todos los nombres tomaba más de un año. El grupo empezó a salir, pero Rachel no se movió. Eugene se quedó de pie tras ella, congelado, escuchando los nombres que alguien leía, uno por uno, monótonamente. Dio una palmada en la espalda de ella, sobre su abrigo. Ella no reaccionó.
—Lo siento —dijo él—. No debí haberlo dicho como lo dije, enfrente de todo el mundo. Es algo privado. Algo sólo de nosotros.
—Eugene —dijo Rachel, y siguió mirando las débiles luces sobre ella—, no perdimos al bebé. Tuve un aborto. No es lo mismo.
—Fue un error terrible —dijo Eugene—. Estabas emocionalmente vulnerable y yo, en vez de tratar de ayudarte, me hundí en mi trabajo. Te abandoné.
Rachel miró a Eugene. Sus ojos se veían como los de alguien que hubiese llorado, pero no había lágrimas.
—Estaba emocionalmente bien —dijo—. Tuve el aborto porque no quería al niño.
La voz en el fondo estaba diciendo «Shoshana Kaufman». Muchos años antes, cuando Eugene estaba en la primaria, había conocido a una niña pequeña y gorda con ese nombre. Sabía que no era la misma, pero la imagen de ella, muerta en la nieve, de cualquier manera apareció ante sus ojos por un segundo.
—Ahora dices cosas que no quieres decir de veras —le dijo a Rachel—. Las dices porque estás pasando por un momento difícil, porque estás deprimida. Nuestra relación no está yendo bien ahora, es cierto, y tengo mucha de la culpa, pero…
—No estoy deprimida, Eugene —lo interrumpió Rachel—. Simplemente no me siento feliz contigo.
Eugene se quedó en silencio. Escucharon algunos nombres más de niños asesinados y entonces Rachel dijo que iba a salir a fumar. El lugar era tan oscuro que era difícil determinar quién estaba allí. Fuera de una mujer mayor, japonesa, de pie muy cerca de él, Eugene no podía ver a nadie. Supo que Rachel había estado embarazada sólo hasta enterarse de que había abortado. Se había puesto furioso. Furioso de que ella no le hubiera dado ni un minuto para imaginar juntos a su bebé. De que no le hubiera dado la oportunidad de poner la cabeza en su vientre suave y tratar de escuchar lo que sucedía adentro. La rabia había sido tan abrumadora, recordó, que le había dado miedo. Rachel le dijo que era la primera vez que lo veía llorar. Si se hubiera quedado unos minutos más, lo habría visto llorar una segunda vez. Sintió una mano tibia en su cuello y cuando alzó la vista vio a la japonesa de pie justo al lado de él. A pesar de la oscuridad y de sus gruesos lentes pudo ver que ella también estaba llorando.
—Es horrible —dijo a Eugene con un espeso acento extranjero—. Es horrible lo que las personas son capaces de hacerse unas a otras.
Traducción de Alberto Chimal,
a partir de la traducción del hebreo
al inglés de Miriam Shlesinger