El chico de las semillas / Gila Almagor

Se llamaba Aarón, o Abraham o quizás tenía otro nombre, Amrán o Rubén, no recuerdo exactamente. Lo que sí recuerdo perfectamente es el apellido: Semillas.

     Resultaba extraño que alguien se apellidara igual que el negocio de su padre.

     Lo llamábamos «Semillas» porque era el hijo del puestero que vendía semillas.

     Era como si Pini o Tzvika, esos chicos de nuestro barrio, se llamaran «Pini y Tzvika Zapatos» porque el padre era zapatero. O que a Riva Feller la llamaran «Riva Aceros» porque el papá tenía un negocio de perfiles, tornillos, grifos y otros trastos horribles hechos de acero.

     En todo caso, Aarón (o Abraham) Semillas era el hijo del dueño del negocio de semillas: un local enorme, pegado al cine Palace, que daba a la calle principal y que me encantaba visitar. Estaba abierto todos los días, iluminado. Las semillas colmaban los sacos hasta los bordes y algunas caían al piso.

     Solía mirar las semillas dispersas en la entrada del local y pensaba: quizás algún día el chico de las semillas se mueva un poco de ese papel en el que estaba anclado y junte un montón de semillas, blancas o negras, así, gratis, sin pagar, como los pajaritos que aterrizaban entre los sacos y arrebataban en sus picos las semillas del piso. Yo, si hubiera logrado llenarme los bolsillos del pantalón con semillas, hubiera escapado hacia mi escondite en el contenedor de lata del refugio, donde las abriría para mi propio gusto y nadie vendría a pedirme: «¿Me convidas?».

     El chico de las semillas solía estar allí de pie mirando hacia la calle, entre los sacos en los que me hacían guiños los maníes, las almendras y las semillas de girasol. Los transeúntes compraban allí los periódicos, y entonces Aarón o Abraham o como fuera que se llamara les preguntaba «¿Un cono?». Él ya tenía en una mano el cono listo. Tomaba las hojas de los periódicos y con un movimiento de los dedos armaba una especie de embudo que llenaba de semillas.

     El cliente, entre tanto, picoteaba de las bolsas de semillas. Perdía el tiempo adrede, para poder comer gratis un poco más, y de ese modo el cono con las semillas que había comprado llegaría a su casa intacto.

     Aarón (o Abraham) le preguntaba: «¿Así está bien?». Hundía su mano en la montaña de semillas y se oía un murmullo que sólo muchas semillas juntas pueden producir.

     Depositaba de inmediato el dinero obtenido en una caja de lata que estaba junto a su sitio de costumbre.

     Tenían allí otros tesoros, desafiantes y coloridos: enormes frascos de vidrio transparente repletos de caramelos de todos los colores, redondos como globos. También había un gran frasco con paletas rojas, envueltas en papel de celofán. Hasta el frasco parecía rojo y tentador.

     Cada vez que pasaba por allí me detenía por un rato para contemplar con ansias ese gran frasco, pensando y calculando cuándo llegaría a tener el dinero suficiente como para entrar en el local de las semillas y exigir: «¡Quiero una de las paletas de ese frasco!».

     Un día fuimos al puesto de las semillas con Pini, Tzvika y Javi, la hermanita menor que siempre llevaban a la rastra.

     Ellos compraron un cono de semillas y una paleta para Javi. Yo la atravesaba con los ojos mientras ella desenvolvía el celofán y chupeteaba sin pausa la paleta.

     «Ven, te ayudaré», le propuse. Esperaba que me diera la paleta y me dejara arrancar el celofán con los dientes, de modo de poder darle una lamida.

     Pero Javi no me la dio. Decidió hacerlo por sí misma.

     Cuando la paleta quedó desnuda del celofán que la envolvía se la metió en su boca y comenzó a chuparla con lentitud, a pasarla de un lado al otro, y yo le suplicaba: «¡Déjame, una chupadita sola, no te la robo, sólo una chupadita!», y Javi me contestó: «¿Estás loca? No se puede de boca a boca».

     Pini, Tzvika y Javi siguieron su camino y yo me quedé por un instante clavada ahí, en mi sitio, cuando el chico de las semillas me dijo: «Simpática niña, ¿deseas algo? ¿Quieres que te traiga un cono?».

     Yo le respondí: «No quiero un cono. Quiero una paleta. ¡Pero no tengo dinero!», tartamudeé.

     Él, un poco ofendido, alzó la voz para decir: «¿Dinero? ¿Yo te pedí dinero? ¿Quién dijo dinero?».

     Hacía como si le hablara a la gente que pasaba por la calle, a pesar de que no había nadie.

     «Ven», me dijo. «En unos instantes cerraré el negocio. Te daré lo que quieras, el local será todo para ti».

     Me hizo una seña para que entrara. En el momento en que pisé el interior del puesto, bajó la enorme cortina de metal que daba a la calle, con un terrible estruendo. Nunca había visto esa cortina del lado de adentro. Los sábados estaba siempre cerrado, y cuando las cortinas de todos los negocios estaban bajas, no se podía distinguir entre un local y el otro ni se podía saber dónde vendían nada. De repente yo me encontraba del otro lado de la cortina, dentro del local y en la oscuridad.

     Me asusté. Él me dijo: «Ya encenderemos la luz».

     «Pero, ¿dónde está la llave?», pregunté, pues no conocía el lugar.

     Él me tomó de la mano y me llevó hacia adentro, hacia el depósito que estaba al fondo del local. «Te prometí un cono, ¿no es cierto?». «No», contesté, «¡una paleta!», y él dijo: «Está bien, una paleta». Entonces supe que estábamos en el depósito: sacos llenos y vacíos colmaban los estantes, ya repletos con frascos y latas. Había en el aire olor a especias y estaba horriblemente oscuro. Daba miedo. Sólo se filtraba un rayo de luz desde un tragaluz cerca del techo y en la luz vi miles de motas de polvo danzado hasta marearse. Estaba hipnotizada por esa visión. Cuando alcé la vista él me tomó de la cintura, me alzó y me depositó en uno de los estantes superiores, sobre una pila de sacos. «Qué princesita eres», me dijo, «tú eres mi princesita». Se quedó allí, a mis pies, me acariciaba los zapatos y me decía: «Qué lindos zapatitos. ¿Quién te los compró?». Yo sabía que me estaba mintiendo, porque mis zapatos eran asquerosos, ni siquiera eran míos sino de Ruthi, mi prima. Ya desde el primer día en que los recibí me apretaban y mamá los cortó en un extremo, para que mis dedos pudieran asomar. Eran horribles. El barro de principios de invierno se me había pegado a las suelas y eso los volvía aún más feos.

     Esa mañana mamá me había obligado a ponerme justamente esos zapatos. «Ya hace frío», dijo, «quizás llueva, llévate también un suéter». El «suéter» era el chaleco más feo que tenía. Lo había recibido de Débora Sirkin, la hija de Menia Sirkin, que siempre me pasaba sus horribles ropas descoloridas, que nunca eran de mi talla. Yo sabía exactamente cómo me veía: feísima. Y él me decía «¡Qué linda eres, niña bonita, qué hermoso suéter tienes!». Sabía que mentía y que lo decía porque sí. Le pedí que me dejara, porque quería escaparme. Pero el olor de las especias me hacía cosquillas en la nariz y empecé a estornudar.

     «Límpiate la nariz», me dijo, «¡estás moqueando!», pero no tenía con qué limpiarme la nariz y los ojos se me llenaron de lágrimas. Él me preguntó: «¿Qué fue lo que te hice? ¿Acaso te hice algo?», y yo negué con la cabeza y le dije: «Basta, quiero irme a casa, mi mamá va a salir a buscarme». Él dijo: «¿Qué apuro hay? Todavía no te di la paleta». Entonces se puso de pie y se fue hacia el local. Yo trataba de escaparme del lugar en el que me había sentado —el trono del reino de las semillas—, pero apenas pude moverme un poco y él ya estaba de regreso con la paleta. Le sacaba el celofán y me decía: «Quiero ver cómo la chupas, chúpala», pero yo ya no quería la paleta. El gusto amargo de las lágrimas se me mezclaba con lo salado de los mocos que chorreaban de mi nariz. «¡Chúpala!», me ordenaba, «¡quiero ver cómo la chupas!». Su voz había cambiado y me daba miedo. Se abalanzó sobre mí y me levantó la pollera. Sus manos comenzaron a acariciar mis pies y subían hacia mis rodillas. Vi que sus ojos brillaban en la oscuridad y me aterroricé de esa cara, que no se parecía para nada a la cara del chico de las semillas.

     Entonces metió su cara entre mis rodillas. Yo retraje mis pies —con los zapatos de Ruthi— y lo pateé en el rostro. Cayó hacia atrás y comenzó a gritar: «¡Voy a matarte, perra, hija de puta, voy a matarte!». Yo caí de la pila de sacos de semillas. Escapé de allí como pude mientras gritaba: «¡Socorro, socorro, señores, el chico de las semillas se cayó!». La calle estaba ya oscura y yo corría tanto como me daban los pies. Cerca de casa me tropecé y caí de bruces, me lastimé la cara y las rodillas. Cuando entré en mi casa mi mamá me reprendió: «¿Dónde estuviste? Ya estaba pensando qué pudo haberte pasado…». No me preguntó si me dolía algo, sólo me gritaba cuánto se había preocupado y que me había portado mal.

     No le conté que el chico de las semillas me había atemorizado, ni que lo pateé en la cara y se había caído.

     Esa noche le tuve miedo a ella. Odiaba irme a la cama cuando mamá se enojaba conmigo.

    

    

     Nunca volví a pasar por el local de las semillas. Evitaba el lugar, elegía otro camino: lo principal era no toparme con él, con Aarón o Abraham o como fuera que se llamase. Pasaron unos días. Mamá y yo salimos juntas a hacer algunos trámites y compras. Ella se empecinó en pasar por allí, nada menos. Vi que él se había puesto una gran venda que le cubría la nariz y casi toda la cara.

     «¿Has visto al chico de las semillas?», preguntó mamá, «da miedo así, ¿no?». Yo me callé y no le dije que más miedo daba sin la venda ni que fui yo quien le había pateado la cara. Supe en ese momento que yo era una niña fuerte y que nadie, jamás, me haría nada que yo no quisiera. Yo les devolvería una por una, no me daría por vencida.

     Por muchos años me alejé de Petaj Tikva.[1] Desde que mi madre falleció no tuve nada que buscar allí. En una de mis últimas visitas pasé, por casualidad, por el puesto de las semillas. Tenía un gran cartel: «Local en venta». El hombre sentado en la silla, con el rostro hacia la calle, era Aarón o Abraham o como fuera que se llamara. El chico de las semillas. Ahora era un señor mayor, un viejo. Ya no me daba miedo. Me detuve, lo miré directamente a sus acuosos ojos y le dije: «Quiero una paleta. ¿Tiene?». Él me respondió: «Paletas, hace tiempo que ya no me quedan. ¿De dónde sacó eso? Las paletas son de hace mil años. ¿Quiere un cono?». Yo me aclaré un poco la garganta y paseé mis ojos por su cara en busca de una cicatriz o de alguna marca. No había nada. «No, no quiero un cono. ¡Quería una paleta!». Bajé la vista, contemplé sus venosas y seniles manos y recordé el toque repulsivo y rugoso de esas manos en mis rodillas, el brillo de sus ojos en la oscuridad y mis piececitos que golpeaban en su cara, esa cara que ahora estaba surcada por arrugas. Él seguía allí, sentado en su reino de semillas, solo, abandonado. Ni siquiera tenía ya aquellas paletas rojas que agregaban un poco de color a la grisura del local. Quise preguntarle cómo se llamaba en realidad: Aarón o Abraham o Rubén o Amram, y si se apellidaba «Semillas». Pero de pronto él me dijo: «Señora, va a comprar algo o sólo vino a molestar. ¡Usted está molestando!».

     Ya no quise comprar nada, ni molestarlo. Ni siquiera quise recordar. Y me fui.

    

     Traducción del hebreo de Gerardo Lewin


[1]
[1] Una de las primeras ciudades judías, fundada en 1878 (N. del T.).

 

 

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