XI Finalista Luvinaria-Ensayo / Breve repaso al bestiario personal

Juan Valdovinos Martínez

CATEGORÍA LUVINARIA

Maestría en Literaturas Interamericanas, CUCSH

A las bestias hay que abrazarlas. Aparecen cuando menos te lo esperas y se instalan casi siempre en la habitación propia. Necesitan cercanía; son como enormes y aterradoras mascotas —espero con ello no alterar la pasividad que han mostrado últimamente—. Pero un día ya no están, se van, dejan apenas el espacio que ocuparon para que después aparezca una mayor.

Hace muchos años me acompañaba una de ellas: bestia oscura, de sempiterna cara al suelo, con los ojos saltados como gotas de un espeso líquido a punto de caer. Su nombre lo conocí en sueños. Después supe que así se instalaba primero en la mente de uno, luego en todo lo demás. Al Sicoterrero lo precedía su olor, como a ropa mal secada y un silbido constante y desentonado, apenas un hilillo de sonido como salido de un minúsculo orificio. Yo era muy joven, no quería ni voltear a verlo. Ahora no recuerdo bien qué hacía, pero según los registros que tengo jugaba malas bromas, movía cosas de su lugar —casi siempre palabras— y provocaba humedad en las paredes. Para deshacerme de él sólo tuve que escribir su nombre y asegurarme de que alguien más lo leyera. Seguro así se convirtió en inquilino de alguien más. Lo siento.

Dos de estos seres son más recientes: el ángel negro y la migala. Menos extraños, lo sé, pero más difíciles de deshacerse de ellos, como plagas comunes.

El ángel oscuro se instala como una curiosidad pequeña en la habitación. Es una presencia incómoda que interroga con su respiración. Te escucha atento y cuando quiere saber más: bufa. Entonces crece, le salen horrorosas plumas negras, sus hombros se ensanchan, los brazos y piernas se le alargan y queda por siempre postrado, sentado como en cuclillas. Crece tanto que ya no hay manera de sacarlo por la ventana, ni por la puerta, ni por ningún lugar. Su respiración no te deja dormir, escucha incluso tus sueños y se interesa por ellos. Se vuelve cada vez más estorboso, más redondo, más ruidoso. Apenas deja espacio para entrar a la habitación y acostarte en la cama. Se vuelve un mueble viejo e inservible que jamás saldrá de tu casa. Hay quien lo llama ángel para un final, para un adiós y dicen que es el más terrible, el implacable, el más feroz.

No se va jamás. Su materia oscura es sólida y dolorosa. Pero hay dos maneras de atenderlo: dejar de alimentar sus respiraciones, no contarle más nada, o abrazarlo y convertirlo de nuevo en un ángel más pequeño, hasta que pase por la puerta, por la ventana, llevarlo al patio, señalarle las estrellas, las galaxias, batir un poco sus entumidas alas y dejar que vuele, que se vaya como una paloma herida a la que atendiste y que con suerte, en algunos de sus alejados vuelos, se cagará encima de alguien más.

La migala, por su parte, no llega sola. Insecto enorme y repulsivo, el ser más grande de los arácnidos: panza de rubí, patas largas y peludas y otras extremidades que parecen colmillos. A la migala te la acercan para que conozcas el infierno de los hombres, ya nos lo han dicho. Hace ruidos toda la noche con sus patas, como si fueran las uñas inquietas e incansables de unas horrorosas manos danzando sobre una superficie dura. Tan venenosa como lenta; paciente, conocedora del terror que impone su presencia. No hay manera de hacer nada con ella.

La migala es una declaración de guerra firmada a ocho patas. Una sentencia ineluctable, irreductible, inenarrable. Hay quienes incendian su hogar para intentar desaparecerla, quienes tapian todas las salidas de la habitación donde se instaló, quienes fumigan con los venenos más poderosos de la antigüedad. Pero es inútil. La migala, una vez vista, parece estar siempre agarrada de la nuca propia, dejando caer poquito veneno de sus colmillos listos para destruirnos de un piquete la mitad de la espina dorsal, ahí donde dicen habita el alma. Sólo se va contigo cuando esa mordida inyecta su ponzoña en tus venas. Por eso, si la ves, intenta agarrar ese rubí en su panza de una buena vez y déjate de remedios infructuosos, porque para eso la depositaron cerca de ti. Es bien sabido que no son animales que busquen el calor del hogar; sólo las viejas hechiceras y los muy oscuros magos pueden meterlas en cajas para después susurrarles tu nombre hasta el hartazgo y nimbarlas con un sólo objetivo: tu alma.

Aquellas son las que he visto, pero ahora percibo una nueva bestia que apenas puedo describir: transparente, espesa e inconmensurable. Casi estoy seguro de que está en todo lugar donde no hay nada, como el aire. Como si fuera una gelatina cuajándose alrededor de ti, en toda tu habitación. Tan cuadrada como las paredes que te rodean. Creo que tiene la capacidad de hacerte ver cosas que no están ahí. Sustituye la realidad con otra muy viscosa; instala un sonido sordo desesperante y tosco, vuelve el tiempo aceitoso y lento. Adora vivir en ese espacio incómodo y busca familiarizarte con ella y con su inasible presencia: te invita a salir a deshoras y caminar hasta donde jamás habías llegado, te cuenta desternillantes historias que después resultan crueles anécdotas. Te obliga a seguir extrañas figuras por las calles, figuras que después se multiplican dejándote con ganas de partirte en dos para continuar la persecución. Coloca sus pesadas manos en tus hombros siempre que estás sentado, provocando la cabeza gacha y dolores de espalda.

Además de viscosa es invasiva y plural. Les cuenta a los demás que estás bien en ella, que hasta la tomas con fruición. Después regresa y te hace creerlo (te lo narra en atractivas lenguas lejanas, con acentos que te derriten y te hace imaginar una seductora boca cuyo labio inferior no deja espacio para la duda). Te lleva a la ventana y te enseña un reloj suyo, el caminar de sus manecillas contrasta con el de la torre de enfrente. El de la bestia es más valioso, más lento, alcanza para todo, coacciona, te hace creerlo, te hace creer todo y todo te convence. Te coquetea con la ilusión de un tiempo elástico, con promesas irrealizables, con una melodía dulzona y afable a tu ritmo, a tu volumen, a tu gusto.

Te hace sonreír pensando en sus defectos, ese es su mayor acierto. Refleja la realidad como el espejo de una academia de ballet: por todos los ángulos pero al revés. Lo sabes porque para encontrarla tienes que abrir la puerta con la llave invertida. Cerrar para abrir, abrir para cerrar. No se puede ver, pero seguramente tiene siempre una sonrisa pintada, porque sabe que tiene la mano ganadora en este juego de dos donde no cabe nadie más, ni para observar. Tiene virtudes, sí, lo sabes porque te lo dice al oído: toda la demás fauna desaparece, acomoda los muebles para que tu espacio luzca aprovechado al máximo, te duerme mirándote a los ojos y te despierta del mismo modo.

Transparente y astuta. Pesada y erótica. Sensual e intuitiva. Recreación ventral, calor de artificio, calma indolente. Bestia sin forma, sin color, sin olor. Sosa y espiral. Provocadora de parrafadas. De esta aún no conozco su cura ni su objetivo.

Comparte este texto: