XI Finalista Luvinaria-Cuento / Búmeran

Gladys Esmeralda Vega Sierra

CATEGORÍA LUVINARIA

Licenciatura en Negocios Internacionales, CUCEA

Mónica se despertó con el grito de una persona al otro lado de la calle.

Bajó las escaleras como todas las mañanas. Prestó atención a la cocina. Sam se había hecho el desayuno. La cocina estaba hecha un desastre: la bolsa del pan estaba abierta, así como la mermelada de duraznos y la leche. Dio una mirada rápida hacia la sala. Tampoco estaba su mochila. 

Miró su reloj. Era tardísimo. Salió para tomar el autobús al trabajo. Era empleada en una biblioteca. Eso no la hacía feliz, pero le permitía vivir tranquila. Solo le pedían trabajar seis horas diarias y que fuera callada. No había sido problema, aunque, a decir verdad, odiaba su trabajo. Su única felicidad eran los niños. Había sido niñera desde que perdió a su primer hijo y su esposo decidió dejarla a su suerte. Mónica se dedicó a trabajar con infantes. Hasta que Sam llegó a su vida.

Esa mañana tenía un gusto extraño. El ambiente era frío, de ese frio que rasga la piel y los pulmones. Algo le oprimía el pecho como si fuera a dejarla sin aire. 

De regreso a casa, Mónica miró por la ventana. Comenzó a oscurecer.

Cuando entró a la casa, el ambiente era frio. Las ventanas estaban abiertas y el aire entraba, adueñándose de toda la casa.

—¿Sam? —, llamó. No hubo respuesta.

—¡¿Sam?! —, llamo aún más fuerte. Le pareció muy extraño que no contestara. Su hijo siempre estaba en casa antes que ella llegara.

La cocina seguía igual como la había dejado. La bolsa de pan abierta, el único cambio eran las hormigas invadiendo la mermelada.

Llamó varias veces, pero no hubo respuesta. Sintió que la sangre se le agolpaba en los pies. Corrió a su cuarto con el anhelo de encontrarlo ahí. Nada. Lo buscó en el jardín, en el patio, en la cochera, debajo de las camas. Buscó en todos los rincones de la casa. No había rastro.

Sam no estaba en la casa.

Esa noche Mónica no durmió. Ni siquiera tuvo el valor de salir a la calle a buscarlo. No podía. Simplemente no podía. Estuvo horas de rodillas pensando que hacer, llorando.

Pensó en todo. Pensó en la primera vez que tuvo a Sam en sus brazos. Era tan frágil y tan pequeño. También recordó cuando lo llevó a casa y cómo cuando se mudaron, buscó un pueblo tranquilo, lejos de la ciudad. Recordó cuando Sam comenzó a llamarle mamá. Y lloró.

La luz del sol entró por la ventana iluminándole el iris de Mónica que se había inundado durante la noche y secado durante el alba. Amanecía y Sam no estaba con ella. 

Sonó el timbre muy temprano y atendió sin percatarse de nada. Era un mensajero, dejó una caja. Ella firmó de recibido. En la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín.

Mónica lo entendió. Fue curioso porque lo entendió muy rápido. ¿Cómo la habían encontrado?

Cuando Mónica se robó a Sam de la casa de los Castillo, juró que nunca la iban a encontrar. Les dejó en la cuna un frasco con un caracol dentro para suplantar al hijo robado. Más que una burla, era un sustituto ideal para aquella familia. Metió al insecto en el frasco y lo arropó para mantenerlo caliente. ¿Hay lugar más seguro para un insecto que un bote de cristal? No se puede escapar, comida y protección no le faltaría. Ella se encargó de que con Samuel pasara lo mismo.

Sam tenía un año cuando Mónica se lo llevó para darle una vida mejor, o eso fue lo que pensó mientras iba en el autobús. Se había mudado, y había hecho pasar a Sam como su hijo ante todos, incluso en la escuela. Sam siempre la había visto como su madre. Pero ahora se lo habían arrebatado sin que ella se diera cuenta.

Los Castillo se habían reclamado silenciosamente lo que era suyo. O eso pensó ella. 

Horas después, alguien tocó a la puerta. Mónica ya sabía quiénes eran. Se paró y cerro la bolsa del pan mientras escuchaba gritos fuera de su casa. Metió la mermelada al bote de basura y finalmente abrió.

— ¿Es usted Mónica Vélez?

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