XI Finalista Luvinaria-Cuento / El mal agüero

Frida Margarita Tejeda Navarro

CATEGORÍA LUVINARIA

Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH

Mi abuela se llamaba Altagracia Mendieta. Era una mujer especial, muy conocida en el pueblo. Era extremadamente supersticiosa, cargaba collares de ojo de venado y escapularios de muchos santos. Sus muñecas estaban adornadas por hilos rojos trenzados como pulseras y en el monedero diario traía una patita de conejo. Cuando yo era apenas una chamaca, siempre me decía que confiara en mi instinto, que en la vida había gente muy mala, gente tocada por el diablo y que debía alejarme de lo que sabía que me haría daño.

Doña Altagracia era famosa por quitar los males, los que la conocían, la visitaban cuando algo no les estaba yendo bien. Mi abuela no era bruja, más bien era santa, se la pasaba rezando por todos los que recurrían a ella y por nosotros, su familia. Cuando era niña crecí a su lado, porque a mi abuela nunca le cayó bien mi papá. Ella decía que mi padre era un hombre de mala sangre y que por eso mi mamá había muerto al darme a luz. Encomendaba sus oraciones a mi madre y lloraba a veces al verme, sin decirlo sabía que la llenaba de una gran tristeza. Pero secaba sus lágrimas y me persignaba luego con mucha devoción. Aún recuerdo con calidez los días que llegaba de la primaria y me tenía ya servido un plato de mi mole favorito o cuando íbamos al tianguis y me compraba aquellos mangos enormes que me encantaban.

En sus últimos días de vida se le olvidaban muchas cosas, pero seguía repitiendo sus oraciones de protección de forma casi inconsciente, como en automático. El día en que murió sucedieron cosas extrañas, recuerdo que sonó el timbre muy temprano, era un mensajero, dejó una caja, ella firmó de recibido, en la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín. La vi revisar el paquete con una lucidez que ya no tenía desde hacía tiempo, y a pesar de haberle preguntado por el contenido de este, ignoró mis cuestionamientos y regresó al estado de disociación en el que antes se hallaba. Sin hacerme mucho caso, murmuraba sus rezos y acomodaba sus frascos junto a otros que almacenaba en una alacena que cerraba con llave. Recuerdo que después de lo del paquete me fui a la secundaria y al salir de clases me encontré con mi abuela esperándome en la plaza.

-¡Ay Altagracia! ¿Qué andas haciendo acá sola?-  le dije sorprendida.

Ella se limitó a mirarme con esa tristeza con la que a veces me veía y me tomó de la mano para caminar hasta la casa. Mientras caminábamos, su mano acariciaba a la mía con angustia. Sus ojos miraban a la nada mientras reflejaban preocupación y sus labios pronunciaban rápidamente palabras ininteligibles. Yo estuve ahí a su lado cuando ella se fue de este mundo; cuando sintió que la muerte le respiraba en las orejas, se despidió de mí acercándose a mi rostro con ansiedad para advertirme de algo que no pude entender, su voz fue como un suspiro. Apenas alcanzó a quitarse sus amuletos para entregármelos apresurada, cuando vi que la luz de sus ojos se apagó.

Los años después de su muerte fueron como humo espeso, los días eran borrosos. La vida con mi papá era extraña a pesar de que casi nunca nos veíamos porque él salía a diario del pueblo. Todo me parecía intrascendente, los recuerdos del día a día parecían estar cubiertos con un velo finísimo de olvido. Como si una capa delgada de paño los envolviera e hiciera que el tiempo fuera estático. A veces me veía a mí misma como un objeto inerte en medio del desierto, acumulando arena que lentamente me sepultaba. Esos años me recordaban a cuando de niña sufría de fiebres y tenía alucinaciones en las que las horas se disolvían sin sentido. Pero hoy todo eso cambió. Me desperté bañada de sudor luego de tener una pesadilla horrenda. En mi sueño veía a mi abuela, me observaba petrificada, como si me tuviera miedo, la oscuridad nos rodeaba y sólo su rostro era visible entre la negrura. Un sentimiento de frustración me llenaba el pecho al querer hablarle y no poder emitir sonido alguno. Mi abuela me miraba y lloraba con desesperación, lamentándose una y otra vez. Después de eso, una luz cegadora se hizo de repente y la imagen de ella desapareció. Solo estaba yo en medio de la extrema blanquitud, con el cuerpo ardiendo, cubierta de sangre.

Al abrir los ojos y despertar pude sentir que finalmente el entumecimiento de los años se me había quitado de encima. Vi el calendario que colgaba de una de las paredes y el reloj despertador junto a mi cama. Sentí el peso de la realidad y algo dentro de mi se liberó.

No tardé mucho tiempo en notar que las cosas no iban bien. Después de despertar de mi ausencia, me di cuenta de que mi padre pasaba cada vez más tiempo en casa conmigo. Éramos como dos extraños, observándonos de reojo desde los extremos de las habitaciones. Apenas cruzábamos algunas palabras y tanto mi presencia como la de él era notablemente incómoda para ambos. Pensé que me acostumbraría a ello, y que tal vez podríamos llegar a llevarnos de forma normal, pero nada me preparó para lo que sucedería después. Primero dejó de salir a trabajar, y salía de casa solo lo estrictamente necesario. Aunque procuraba no hacerlo evidente, tampoco quería que yo saliera. Él ni siquiera hacía el intento por conversar conmigo o tratarme como a su hija, me veía dubitativo, extrañado. A veces su mirada reflejaba asco.

Una mañana desperté apabullada por un olor fétido que llenaba mi cuarto, mis movimientos eran lentos, el sopor y las náuseas me impedían localizar de donde provenía el olor. Primero busqué en la cocina. Nada. Era olor a comida podrida, a animal muerto. Después de buscar por un rato seguí el olor hasta mi cuarto, donde impregnaba por completo el ambiente. Con temor asomé la cabeza por debajo de la cama, y ahí frente a mis ojos estaban todos los frascos de mi abuela, llenos de líquido, comida rancia e insectos. Sentí mi vomito subir por la garganta, ¿qué carajo hacían esos frascos ahí? si mi abuelita los guardaba bajo llave en la alacena. No entendía nada. Hasta que de repente pensé en él, en mi papá. De seguro había sido él, nadie más entraba a la casa, pero… ¿por qué? ¿Qué sentido tenía? mi abuela siempre le había tenido mala idea, pero yo pensaba que eran cuentos de ella, hasta que supe que no era así. Ese día él no estuvo en casa, regresó hasta las tres de la madrugada cuando yo aun no podía conciliar el sueño. Lo escuché entrar y el cuerpo se me heló, me hice un ovillo bajo mis sábanas y de repente caí en un sueño profundo. La misma pesadilla.

No tenía duda de que él me acechaba, temía su presencia. Una tarde sentí un extraño cansancio y perdí el sentido de mí. Para cuando recobré la razón él estaba parado en el umbral de mi cuarto, observandome con un cuchillo en mano y los dedos cubiertos de sangre. Solté un chillido de terror y como niña me metí bajo la cama. Al día siguiente cuando tuve el valor de salir, al caminar lento por la casa para ver si él estaba, noté en el patio una figura extraña. En el tronco de un árbol cortado estaba un cordero desollado, la sangre seca que lo cubría era como alquitrán, los ojos le habían sido arrancados. No pude evitar sentir arcadas al verlo, entonces corrí a mi cuarto sin saber a dónde más ir. Un día de estos él me mataría a mí también… 

Las noches después de eso se volvieron un martirio, me sumía en sueños vividos y profundos. En ellos había rituales alrededor de una hoguera, personas sin rostro me rodeaban y sentía el calor quemándome los huesos. Voces coreaban mi nombre y clamaban mi sangre. Y sentía miedo, pero a la vez una extraña tranquilidad. Al despertar los días se volvían a desdibujar y una voz en mí se intensificaba y me exigía violentamente deshacerme de él. El miedo cada vez era menos y en su lugar crecía una poderosa ira inexplicable. Había en mí un resentimiento desconocido, una sombra ajena lentamente se apoderaba de mi cuerpo, y se regodeaba maliciosa entre mis recuerdos más luminosos. Una noche finalmente no quedó nada de lo que solía pensar que era yo y cedí ante las tinieblas, ellas me pedían un sacrificio, y a cambio les entregué a él.

Huele a sangre, pienso mientras intento ver algo entre la tela del saco que me cubre la cabeza. Nada. Solo oscuridad y sangre. Mis manos y pies están atados, en menos de un minuto tomo consciencia del dolor. Todo me duele. Sé en dónde estoy. Sé que este es mi fin. Ya de nada sirve llorar ni gritar. Ella siempre me lo advirtió, desde que era niña me decía lo que iba a pasar y a pesar de todo, nada sirvió. Ni los amuletos, ni los frascos con  menjurjes, ni las oraciones de protección.

-Esto es ave de mal agüero- dijo desde el día en que nació. Y el amarre duró unos años, pero el mal presagio había de cumplirse. Hice todo lo que ella me dijo, estuve lejos, y la dejé bajo su cuidado pero me advirtió que su día ya estaba llegando. El día en que se murió me fue a buscar y con mucha tristeza me confesó haber visto mi fatal augurio y yo con miedo y todo lo acepté. Me dio más instrucciones y se fue. Una mañana las cosas cambiaron y supe que mis días ya estaban contados, pero con fe seguía cumpliendo lo que me había dicho, hasta que un día regresé a la casa y la vi. Estaba toda llena de sangre, hincada frente al borrego que teníamos en el patio, le había quitado la piel y los ojos y estaba como en un trance poseída. Le quité el cuchillo sin esfuerzo y lleno de odio pensé en matarla ahí mismo. Por mí y por su madre había venido al mundo, ya marcada por el diablo, bien hacía si la mataba. Pero fui cobarde… y eso me trajo aquí, hasta mi anticipado destino.

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