A mediados del año pasado emprendí el proyecto de hacer un libro con la pintora Penélope Downes. El tema que elegimos —las sensaciones y vislumbres que se presentan en el momento de despertar— me hizo llevar durante algunas semanas una suerte de diario que luego de rigurosos ajustes formó parte de Canijos canes. El libro, bellamente diseñado y manufacturado por Penélope, contiene un poema suyo e imágenes de su obra plástica, mis apuntes y algunas fotografías que tomé entonces. Ofrezco aquí el conjunto de lo que escribí.
29.5.13
Cada mañana, al despertar, iniciamos un viaje de regreso. En mi caso resulta, casi siempre, un brusco desembarco en una tierra que me resulta familiar y a la vez desconocida. Cierta luz, algunos sonidos. El rumor del amanecer hecho de cosas, más que de personas, nos trae de vuelta al mundo de la vigilia, ¿a la realidad del vigilante? No de inmediato. Sin embargo, esta mañana, al despertarme con el inevitable ladrar de los perros vecinos, me vino de golpe, a la todavía débil conciencia, la frase una geometría de perros bárbaros, que anoté, mientras calentaba el agua del café, en una hojita. Pensé luego, ya con los primeros sorbos, en el despertar de Penélope, mi cómplice a distancia en la realización de este libro, allá en su casa de la calle Prosperidad. «Penélope-Prosperidad», pronuncié, como para mandarle el mejor deseo. Imaginé entonces la luz que ella debió de estar mirando, en una hora mucho más temprana, y recordé la que se dibujó durante unos minutos en la pared de mi habitación del hotel en Palizada, en plena selva de Campeche, al filtrarse por un tragaluz. Busqué la fotografía y al mirarla de nuevo recordé esa misteriosa frase con la que concluye un poema de Rimbaud, ¿por qué algo parecido a un tragaluz palidecería en el rincón de la bóveda? Y los perros ladrando por todo el vecindario. Canijos canes. Todo despertar es siempre un viaje de regreso.
30.5.13
Camino a la orilla de un mar muy azul, en aparente calma. Pero lo que escucho es el sonido furioso del viento. Y no hay viento. ¿Es una premonición de la tormenta que se avecina? Al despertar me entero de que el viento de mi sueño era producido por una de esas máquinas absurdas que usan hoy en día los jardineros para «barrer» las hojas y los restos del césped recién cortado. Abandonada en algún rincón, la tradicional escoba de popotillo es cosa del pasado. La civilización del ruido se impone voraz, maléfica. Suenan motores, alarmas, celulares, localizadores. El vendedor de pitayas y el comprador de fierros viejos no se quedan atrás: recorren en pesados carromatos las calles del vecindario anunciándose a través de gigantescos altavoces. ¿Cómo serán los ruidos de la calle Prosperidad? Adiós al ritmo acompasado de la escoba, a su sonido de viento suave arrastrando las hojas. Welcome to the machine. Aunque quiero pensar que ninguna bruja, orgullosa de serlo, cambiaría su volátil escoba por una de esas pesadas, estúpidas máquinas sopladoras, incapaces de emprender vuelo alguno. Yo le deseo a Penélope un cielo despejado y un día sin ruidos.
31.5.13
Despierto de pronto y es todavía de noche. Debo de haber dormido apenas unas horas, pero estoy extrañamente despejado. Un solo sonido se impone en el silencio de la madrugada, se trata del canto de un pájaro que anticipa, quizás, la llegada del alba. Lo escucho con atención: lanza cinco notas brevísimas, hace una pausa, repite la cantaleta; a la quinta vuelta remata con dos notas que imitan a la perfección el clásico silbido del piropo. Pero, ¿es el pájaro quien imita o fuimos nosotros quienes tomamos de él la musiquita? Misterio. Pienso en ese canto del pájaro solitario convertido en música humana por la mano maestra de Olivier Messiaen. Y en Rilke, quien advertía que los pájaros no cantan para el mundo sino desde el mundo. Una sutil, capital diferencia. Tendría que hacer mención de ello en el taller que impartiré la próxima semana en La Paz, en la Península de Baja California. Me gusta la posibilidad de estar pronto cerca del mar y el sonido de la palabra península, «casi una isla». Ya va el pensamiento a la deriva. El pájaro sigue cantando. A través de la ventana, tras las hojas del limonero, se ha fugado la noche y en su lugar hace su entrada un cielo color azul añil. Lentamente vuelvo a sumergirme en las aguas del sueño…
3.6.13
A través de la ventana entreveo un trozo de mar. Es color azul bermejo, el Mar de Cortés, entre las dos orillas, la de la península y la del continente. Pienso en el «mar color de vino» e, inevitablemente, en the face that launched a thousand ships. El Hotel Perla, donde me encuentro desde ayer, situado frente al malecón, es uno de los más antiguos de La Paz. Por la noche, al bajar a cenar, me distrajo una colección de fotografías en una pared del lobby. Entre ellas rescato la imagen ya muy deslavada de un avioncito en pleno vuelo —el diminutivo es exacto— y la leyenda al calce que señala: «Llegando a La Paz, Territorio de la Baja California Sur. Teniente P. A. José Ramón Pardo Atriztaín. Mecánico Jorge García Calderón. 18 de diciembre de 1941. 11:27 hrs.». En otra, un delgadísimo Javier Solís rodeado por sus admiradores nos lanza una mirada más bien triste. Pero quizá la que llama más poderosamente mi atención es la del cantinero que tras la barra de un bar desierto sirve una copa mientras nos dirige un rostro fantasmal. Nueva asociación inevitable con el imposible barman de The Shining, sirviéndole un trago tras otro a un Jack Nicholson ya perdido en el laberinto de sus alucinaciones. Azul bermejo, pienso, mientras miro el mar desde la ventana. «Bermejo», «rojizo». Como la sangre, como el vino.
5.6.13
«Una novia radiante», pienso al despertar con los rumores y la luz del amanecer frente al mar de la península. ¿Revivía en mi sueño la reciente boda de Natalia? Lo cierto es que la ceremonia judía, la primera a la que asisto, me dejó una profunda impresión. La sinagoga, decorada con sobria elegancia, el afable discurso del rabino, los cánticos que, aun tratándose de una celebración, parecían surgidos de un tiempo otro, desde una inalcanzable lejanía. Y el vaso de vidrio que, envuelto en un pañuelo, rompe de un pisotón el novio en un acto que presentifica ¿la destrucción del Templo de Jerusalén? ¿La diáspora? ¿El origen dividido de las almas que han de volver a unirse, que se están reuniendo ya mediante el ritual de las nupcias? La ceremonia me dejó un nudo en la garganta. Una creciente melancolía que ni siquiera el whisky o el barullo de la fiesta consiguieron disipar. Como si estuviera inmerso en un déjà vu que de manera inexplicable se prolongó toda esa noche. Extrañas, insondables emociones. Que nada empañe la felicidad de Natalia, ni la sonrisa de Myriam. Caminos de leche y miel…
7.6.13
Estamos estudiando un pasaje de la Divina Comedia. No distingo los rostros huidizos de los alumnos que parecen disolverse en la luz que entra por un amplio ventanal. Sin embargo puedo leer con claridad la frase que nos ha hecho detenernos e iniciar una desmadejada reflexión: «Quien se interna en el territorio de los sueños lo hace también en el territorio de los muertos». Despierto a medias y como un autómata localizo mi ejemplar del Dante publicado por la bac —un tomo de pastas verdes ya muy luidas que hace muchos años perdió su camisilla. Antes de abrirlo, me espabilo un poco y estoy cierto de que esa frase no puede pertenecer al poeta florentino, ni a sus comentaristas. ¿De dónde vino entonces? Del sueño mismo, autor de representaciones, como bien sabemos.