ZONA INTERMEDIA / El amor materno: punto de ausencia o de don / Silvia Eugenia Castillero

«Durante mucho tiempo, me iba a dormir temprano»: es la primera frase de En busca del tiempo perdido, de Proust. De ahí continúa el protagonista, acostado en la cama, bajo ese estado de duermevela que permite pasar del sueño al tiempo presente y conectar momentos remotos con las circunstancias. Así es como llega a sensaciones y sentimientos de la infancia, cuando esperaba una demostración de amor de su madre; al tiempo que la escuchaba charlar con amigos, gente de la burguesía a quienes sus padres invitaban con frecuencia a cenar. En la novela va quedando de relieve esa necesidad del protagonista de tener a su madre cerca de él, de recibir de ella al menos un gesto de cariño. Los biógrafos del escritor han asentado que la madre de Proust era controladora y manipuladora, llena de amor por su hijo, pero quería decidir todo por él, decirle con quién tenía que relacionarse, autorizarle y prohibirle cosas: lo quería dependiente y manipulable. A la madre la genialidad del hijo la asustaba, esa originalidad y agudeza trató de aniquilarlas y volverlo un joven «normal». A lo largo de toda su infancia, Marcel Proust no pudo conciliar el sueño sin el beso de buenas noches de su madre. Más tarde, ya adulto, en cuanto muere ésta, Proust se decide a explorar —a través de la literatura— el mundo que el amor materno le había robado.
     De los amores, el amor materno es el más complejo, por no decir el más difícil. Como seres eyectos que somos —expulsados del paraíso—, la figura de la madre es indispensable ante la necesidad del niño de ser socorrido frente a la urgencia vital de supervivencia. Según Freud, la madre es quien prodiga al pequeño ser recién nacido la primera e irremplazable experiencia de satisfacción. De ahí que todos los placeres venideros no sean sino sucedáneos de ese placer «originario». Ese primer Otro —la madre— que moldea las experiencias futuras es el pilar de la seguridad y éxito de esa persona cuya vida comienza. Para Donald Winnicott, la madre constituye un espejo que permite al infante tener una imagen de sí, sin la cual no podría ser él mismo. La madre, entonces, se vuelve un espacio transicional; los cuidados del inicio, esos «buenos cuidados, o malos cuidados», son definitorios de la figura que pueda tener el sujeto de su propia persona. María Zambrano precisa esta transición: «Sólo al verme en otro me veo en realidad, sólo en el espejo de otra vida semejante a la mía adquiero certidumbre de mi realidad». Ver al otro implica la interioridad. «Para ver al semejante nos adentramos. Y hay grados diferentes en este adentramiento. Si para percibir y conocer lo no semejante realizamos un movimiento de salida, como si quisiéramos llegar hasta los linderos de nuestro ser, asomarnos hasta nuestros propios límites, para ver y percibir al prójimo contrariamente nos hundimos en nosotros mismos y desde este dentro de nuestra vida lo sentimos y percibimos».
     La violencia pasional del deseo materno favorece el surgimiento de la figura paterna. En la teoría lacaniana, la madre deviene el nombre del deseo puro. Según Winnicott, hay un punto en que el niño recibe y corta ese suministro afectivo a través de la presencia del padre. Si el don maternal es bien recibido, el camino por recorrer en la vida es más amable; si hay ausencia, tanto de la madre como, posteriormente, del padre, los senderos se vuelven complicados y tortuosos. En este punto de ausencia o de don es donde se sitúa la obra literaria como reencuentro simbólico con eso que de la madre pudo faltar, después de haberlo recibido. Este camino, ya transfigurado a través de la literatura, es el camino de la metáfora, pues la metáfora abre las posibilidades del lenguaje, lo conduce desde su origen hacia su finalidad, que consiste en evidenciar —como ausencia— una ausencia, para de esa manera presentárnosla, colmándonos de ella. Toda creación es huella de algo que falta, presencia de lo que, faltando, nos trasciende.
     Franz Kafka tuvo una madre comprensiva pero impotente frente al poder irracional del padre. En El castillo define la figura de la madre —en el seno de la familia decrépita de Barnabás— como la que lleva su propia pena y la pena de cada uno de los elementos de la familia. Una madre generosa pero débil e incapaz. Y un hijo cuyo miedo a la autoridad convierte al protagonista de La metamorfosis en un escarabajo. Por el contrario, Rimbaud tuvo una madre dura y brutal; Yves Bonnefoy la describe como «un ser lleno de ambición, una mujer arrogante, testaruda, y de un odio soterrado y una sequedad obstinada. Para el joven, que se sentía huérfano, la relación con su madre se convirtió en odio y fascinación». Y su obra es un modo de liberación de la cárcel materna, aunque abandona muy pronto la escritura literaria para volverse comerciante y satisfacer de modo indirecto las aspiraciones de su madre.
     El concepto de la madre es, las más de las veces, polisémico y contradictorio. Puede ejercer en las hijas y los hijos sentimientos de atracción, de ternura, de rechazo y frustración, de pleno odio. Y toma sentido en el contexto de la experiencia. Los límites de la experiencia —nos dice Giorgio Agamben— son la infancia y la muerte. Baudelaire y Rimbaud confiaron a lo inexperimentable la nueva experiencia de la humanidad, que oscila suspendida entre dos mundos contradictorios: por una parte una figura angelical o infantil liberada por completo de toda experiencia, y, por la otra, la evocación nostálgica de las cosas en las cuales se acumula lo humano.
     Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo, escribe Roberto Calasso. Siguiendo esta idea, Baudelaire concibe a su madre como una musa, ella le inspira el ideal de belleza femenino que define en Spleen de Paris, en el poema «Les veuves»: «Era una mujer alta, majestuosa, y tan noble en toda su apariencia, que no tengo un recuerdo de haber visto alguna parecida en las colecciones de bellezas aristócratas del pasado. Un perfume de soberbia virtud emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y adelgazado, estaba en perfecta concordancia con el duelo que la embargaba. Ella también, como la plebe con la cual se había mezclado y a la que no veía, miraba el mundo luminoso con un ojo profundo, y escuchaba asintiendo dulcemente con la cabeza». Ella misma fue muy pronto viuda y el poeta vivió una estrecha relación con su madre, ambos solos y desprotegidos. Cuando se casa con un general del ejército, Baudelaire busca y recrea la falta de la madre a través de su poesía.
     En tanto seres inacabados, estamos ávidos de amor; la avidez —según Zambrano— «es propia de algo que necesita crecer; crecer o transformarse, dejar de ser lo que es, algo que se encuentra en estado transitorio. No tiene avidez aquello que puede ya permanecer en sí mismo, lo que tiene entidad y reposo». Avidez propiamente humana, pues, a diferencia de lo que ocurre con los demás seres vivientes, la vida humana se configura en argumento, «un acontecer que está necesitado de un futuro para desarrollarse no sólo como suceso sino como cumplimiento y manifestación de un sentido… Sentido que procede de ser el hombre persona, es decir, un ser no sólo dotado de finalidad, sino construido esencialmente por ella».

 

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