(Guadalajara, 2004). Estudiante de la Preparatoria Regional de Tonalá Norte y ganadora del XII Concurso Literario Luvina Joven en la categoría Luvina Joven.
1
Lo llamaría un día normal. Las horas habituales de contemplación, donde me acerco, me delimito, reconozco aquel ser que me devuelve las formas, los movimientos duplicados, la dualidad exacta. Es como Narciso en el lago, una copia que disfruto, algo de lo que espero la noble caricia. Un ente que me envía un abrazo amoroso y me acoge entre nuestras similitudes al reconocernos como iguales.
Se trata del momento en que paseo la mirada por mi reflejo y me siento querida entre mi finitud. Así que creo un culto a mí misma. Amo desde la lejanía la carne y lo que no perdura. Glorifico el hecho de encontrar la juventud en mis mejillas, en el cabello resistente, en la piel caoba que todavía no se arruga o cae ante el peso de la vida.
Es algo que me recuerda a las viejas religiones, las cuales predican sobre ideales que se desvanecen cada vez más. La sentencia de desmoronarse ante la historia, ante los días y años. Entonces lo sé con certeza, mi culto será efímero, colapsará igual que el rosáceo de mi rostro, se caerá junto con mi cabello, relucirá entre estrías. Por eso me aferro a lo que observo, utilizando toda mi atención para contemplar los límites, imaginar el paso del tiempo sobre el reflejo es una extraña forma de vaticinar el destino, la condena que algún día caerá sobre ese reflejo. Entonces lo deformo en mi mente, lo amplío, lo alejo, juego con él. Lo bordeo con una mano y con la otra sostengo una cámara.
Es un objeto milenario capaz de inmortalizar, de preservar cada relieve, mantener estáticos los cambios, proteger a quien soy de quien seré; también de encontrar entre los pixeles las verdades de mis lunares, formar con ellos constelaciones y conservar el sideral corpóreo.
Mantengo en mi mano el artefacto enemigo del tiempo y cómplice de mis adoraciones de cada tarde, compañero de crimen cada día que observo vehemente mi duplicado en el espejo. La cámara y yo conformamos la rutina de la desesperación, donde se evidencian los cambios nimios, los estragos dispuestos a acumularse hasta que tenga ochenta y no reconozca al ser que algún día me meció entre su belleza.
En ese momento la frustración me invade, me genera un apuro incesante, es la espera de un condenado a que la silla funcione, a percibir el instante de electricidad entre su cuerpo y la muerte. Y de igual forma surge el anhelo, la reserva de ser absuelto de los cargos, de que las imágenes conserven mejor que mi memoria los vestigios. Por eso levanto la cámara y enfoco, veo mi cuerpo desnudo frente al espejo. Lo fotografío. No necesitaba adelgazar para tomarme fotos sin ropa. Lo he hecho siempre, pero ahora las fotos me salen como quiero usando menos tomas. He perdido alrededor de treinta kilos casi como efecto secundario e inesperado de moverme tanto.1 De seguir corriendo entre las ilusiones y los fastidios cotidianos. Emprender un maratón contra la vida y sólo responder al trascurso cotidiano. Sentir que me voy perdiendo entre sus líneas.
2
La noche habitual es otra rutina, la consecuencia de mis angustiantes sesiones fotográficas, un requisito que debo marcar de forma inexorable al iniciar con lo anterior. Así que entro al cuarto oscuro y revelo las fotos, desaparezco en el infrarrojo y me asomo lentamente como un astro rojizo, un amanecer granate plasmado en película. Me encuentro satisfecha con el resultado, con la puesta de sol que conformo, con el hecho de que ahora soy papel y eternidad.
Después me sabe amargo cuando comparo las fotos con mis treinta kilos más o mis cinco años menos, cuando la imagen desvela alteraciones que mi mente pasó por alto, demostrándome el castigo de la mortalidad, la fragilidad de la carne, la debilidad de los seres que todavía corremos, incapaces de defender aquello que nos pertenece y que mengua entre la violencia azotadora de la cronología.
La realidad me desmorona, me hace tambalear hasta el sillón, todavía desnuda, todavía finita. Me estremezco experimentando el frío en pleno mayo, sintiendo la glacial verdad asentarse en mi corazón. Mis brazos se adormecen, pierdo vitalidad en las piernas y la mortalidad me sabe agria en los labios. El imperio ha caído, mi religión deja de predicarse y todo se vuelve un vestigio.
Me levanto, guardo las fotografías en el cajón más lejano, asegurándome de poner distancia entre la tentación de revisar una vez más y yo, con la seguridad de que al día siguiente volveré por la cámara y reiniciaré la secuencia, con aun más cadencia y mayor expectativa que la imposibilidad.
3
Decido no esperar el alba, agitada entre sueños me pude ver disminuida, presencié un sol eclipsado por la gélida luna. Aquel gigante fue superado, como en los cuentos heroicos en los que el poderoso hechicero cae ante el humilde guerrero. Entonces el sobresalto fue demasiado. Me levanté de golpe esperando ver cincuenta años más en mis facciones; sin embargo, mi imagen todavía era similar a las fotografías del cajón excepto por un reflejo, el destello marfil entre negrura sempiterna, un pelo plateado entre la vivaz cabellera. Así fue como confirmé mis miedos y me acerqué verazmente hacia ellos, indefensa.
Por eso ahora busco protegerme, me tiro al piso, suplico, ruego a los segundos por un poco de compasión, pero no dejan de contar, no me perdonan todavía y no lo harán, decididos a sentenciar a todos. Entonces lloro, arrugo la piel que añoro proteger, superada por la intensidad del castigo, más allá de la compulsión que vive en mi rutina, que reside en la cámara y las fotos o en los hábitos feroces que adquiero en contra del envejecimiento. Lagrimeo como los soldados derrotados en batalla, me veo en todos ellos, en las ánimas que rezan por la mejor de las crueldades, por obtener paz en su fracaso, por evitar la tortura del enemigo.
Y la realidad es que yo no he evitado el castigo fatal, soy el recluta agonizante. Lo seguiré siendo a cada momento. Las canas, várices, lonjas sólo serán el constante recordatorio y eso me sobrepasa, me convierte en angustia.
Así que vuelvo a contemplarme, decidida a conservarme en imagen, detener mi reflejo en el instante. Regreso a la cámara. Erijo nuevos templos dónde conservar mi culto, me transformo en el mejor de los súbditos, un devoto dispuesto a rezar con el empeño de una civilización. Me confieso ante mí misma y me perdono con benevolencia. Vuelvo a ser capaz de fotografiarme, de posar y sonreír, de esperar un resultado diferente en las fotos. Ya no puedo discernir si es autoengaño u obstinación, pero me afirmo que esta vez será diferente y tomo una última foto.
Deseo con ímpetu observar las líneas sobre el papel, reconocer los matices de mi cuerpo en aquel recuadro; sin embargo, la fotografía está vacía, es un cuarto frío con adornos pretenciosos, sin rastro de humanidad en el reflejo. Eso me desmorona, lloro nuevamente, acaricio aquella derrota y susurro una plegaria, la promesa de entregarme.
Regreso mi mano a la imagen, hundo los dedos en la nada, después el brazo, la mitad del cuerpo; entro por completo en aquel papel. Me arrastro en el otro plano, me muevo en la atemporalidad que impera en esa dimensión. Y cuando estoy dentro adquiero la pose que me pertenecerá por la eternidad. Ahora completo el retrato vacío, ahora soy mi reflejo. Miro hacia fuera de la foto, donde el mundo sigue moviéndose, donde en unos días reportarán mi desaparición, para jamás encontrar un cuerpo, sólo una cámara en el piso y una última foto