Vaciar la casa

Care Santos

(Mataró,  España, 1970). Uno de sus libros más recientes es la novela «Todo el bien y todo el mal» (Destino, 2019).

I

Me pasé años buscando una mantequillera. Yo, que siempre dudo de todo, sabía muy bien cómo la quería: de cristal, no de plástico; resistente, ni enorme ni diminuta, con tapa lisa o decorada (me gustan más con dibujos), con cierre hermético o sólo sin él (ninguna preferencia clara). Me la imaginé mil veces sobre la mesa del desayuno que dispongo los domingos, que yo vivo como un tributo a la familia y al tiempo que compartimos. Aquella escena dominical con mantequillera daba importancia al objeto y multiplicaba la urgencia de encontrarlo.

Pero no había forma. Un vendedor con corbata de la planta de menaje del hogar de unos grandes almacenes me sugirió que metiera la mantequilla en otra parte y renunciara a mi capricho. Me enseñó cajas, fiambreras, boles, platos… todos podían servir, según dijo. Me aseguró que hoy día nadie tiene cuidado de dónde mete la mantequilla, porque nadie tiene tiempo de desayunar con calma. Al fin, sentenció:

—Ese cachivache que buscas es un animal extinto.

Hace poco tuve que vaciar la casa de mi madre, que acababa de morir. En uno de los gigantescos armarios de la cocina encontré tres mantequilleras de cristal, decoradas, con tapa, robustas y del tamaño exacto que yo buscaba. Cualquiera de las tres cumplía mis expectativas sobre cómo debe ser una mantequillera. Las tres habrían completado la escena de la mesa dominical del desayuno. Si no fuera que sólo unos meses antes, cuando comenzaba a dar el asunto por imposible, encontré una mantequillera de mi agrado en un bazar de barrio.

Así fue mi relación con mi madre. Ella siempre tuvo aquello que yo buscaba con afán, pero nunca supo cómo dármelo. O tal vez yo no supe cómo pedírselo y ella nunca fue muy ducha en las sutilezas de la generosidad. Mi madre tenía un egocéntrico sentido de la propiedad, que la llevaba a reclamar regalos que ya te había hecho o a enojarse al recibir un regalo que no le satisfacía lo bastante. Además, las mantequilleras eran suyas, podía hacer con ellas lo que le viniera en gana, ya fuera tenerlas todas en uso al mismo tiempo o dejar que acumularan polvo amontonadas en un armario. Acaso sea hora de admitir que si me hubiera regalado la mantequillera yo le habría asegurado que no me hacía falta o que no me agradaba. En cambio, desde que está muerta me gusta cada plato y cada cucharita, cada libro y cada pañuelo, porque son bonitos, pero sobre todo porque eran suyos. Las cosas diminutas y sin valor más que las grandes y valiosas, ése es mi patrimonio, el que estimo y ambiciono. Ése es, y también lo que nunca le dije, como que buscaba una mantequillera de cristal con tapa y dibujos.

Ésta es la verdad: mamá tenía tres mantequilleras exactamente iguales a la que yo deseaba. Nuestros gustos son parecidos. Otras cosas también. Por mucho que haya querido negarlo durante tanto tiempo, me parezco a ella en un sinfín de cosas, insignificantes o importantes. Sólo ahora que lleva unos cuantos meses muerta estoy dispuesta a admitirlo. Tal vez por eso escribo estas líneas. La mantequillera al fin y al cabo es la evidencia primera de una historia de amor y de familia que no sé si alguna vez sabré o me atreveré a escribir. Una historia que duele y que no termina bien.

II

Los lugares son como las personas que los han construido. El piso de mi madre tenía una personalidad fuerte. Era cabezota, elegante, barroco, imprevisible. En los primeros días tras su muerte me dolía imaginarlo: una escenografía vacía y sin sentido. La ropa dentro de la lavadora, los tarros de caldo del congelador, la cama aún desecha, la botellita de agua a medio beber —a medio beber para siempre— sobre la mesa de la salita. Cuando la vida se detiene deja a su paso un montón de naderías que no sabes cómo resolver.

Lo primero, pensé que debía hacer la cama. No me atreví (todavía) a deshacerla. Me esforcé mucho. Alisé con cuidado la sábana bajera, hasta dejarla tensa y sin una arruga, como a mi madre le gustaba (ella hacía la cama con rigor científico). Lo mismo con la sábana encimera —el doblez, sobre todo, debía quedar simétrico y como planchado— y con el cobertor y la mantita de lana que siempre tenía a sus pies. Los almohadones, tres, los sacudí antes de dejarlos de nuevo en su lugar. Como si aún la esperaran. Ahora sé que quien aún la esperaba era yo.

Después, la invasión de extraños. Compradores de Wallapop que se sentaban en las butacas y abrían los cajones arrugando el ceño. Los operarios del servicio de recogida de trastos viejos del ayuntamiento que protestaban porque había más muebles de los que les habíamos dicho. Anticuarios que negaban con la cabeza y decían: Esto no tiene ninguna salida, no lo va a querer nadie.

No hay nada peor que enfrentarse a las pertenencias de un muerto, dice Paul Auster en La invención de la soledad. Y añade que la muerte es una evasión, la última huida. Del mismo modo, un piso es una metáfora de la vida de quien lo ha habitado. Una especie de resumen de todo. Un retrato.

La casa de mi madre opuso mucha resistencia y dio muchas sorpresas. Siempre quedaba un armario por mirar, un altillo por abrir, un estante por investigar. Y todo estaba lleno hasta el extremo. Un sinfín de naderías por resolver: la vida.

Hasta que un día, de súbito, fui consciente de que empezaba a estar vacío y que me quedaba poco trabajo. En las habitaciones donde crecí había ecos. Los muebles habían dejado sombras como fantasmas en las paredes. Una de las últimas cosas que se llevaron los muchachos del ayuntamiento —sólo porque hasta el último instante estuve intentando regalársela a alguien que la apreciara— fue la Gran Enciclopedia Espasa, el orgullo del salón, ciento dos volúmenes de ostentosos lomos dorados que pesaban como un mundo. Mamá la había comprado, ya viuda, y la había pagado a plazos durante muchos años. Cada vez que llegaba un tomo nuevo con una actualización —eran otros tiempos— lo celebraba con alegría.

La misma noche en que se llevaron la enciclopedia soñé con mi madre. Paseaba por las estancias vacías de su casa, estaba muy enfadada.

—Quiero que me devuelvas todas mis cosas —dijo, y a continuación reparó en las estanterías del salón e inquirió—. ¿Dónde está la Espasa?

Ni siquiera en sueños me atreví a confesárselo.

III

De pronto, un cajón lleno de gafas. Las hay de pasta, doradas, amplias como pantallas, con vidrios de fondo de botella, ahumadas, horrorosas, aprovechables, pasadas de moda. Los cajones de casa de mi madre son como los almacenes de un gran museo: aquello que esconden es tan importante o puede que más que lo conocido y mostrado. Reconozco las manías y las convicciones de mi madre hasta tal extremo que me parece normal que mamá guardara las gafas de todos. De todos los que se iban muriendo, quiero decir.

Las gafas me observan. Treinta pares de miradas esperando a que haga algo. Lo hago: me entretengo en identificarlas. Una por una. Las del abuelo, que murió cuando yo tenía cuatro años, las del hermano que no debería haber muerto tan joven, las últimas que llevó mi madre —las añado a la colección, las conmino a mirar a las otras— y, claro, las de papá. Varias: mi padre era miope y para él las gafas, como me pasó a mí cuando heredé sus dioptrías, eran una necesidad de la que nunca pudo desprenderse.

Busco las fotografías familiares. Es raro tener frente a mí este fragmento de la fisiología de tanta gente querida. La montura dorada de las gafas de papá la reconozco enseguida en una foto que se repite sobre los muebles del piso vacío. Muestra a mi padre con una expresión tan severa que parece enfadado. Me parece curioso que mamá, que pasó toda la juventud regañando a mi padre porque no sabía sonreír en las fotos, escogiera justamente ésta para recordarle. Es una imagen con su propia historia: formó parte de un cartel electoral de ucd aquel año en que mi padre decidió presentarse en las listas municipales. La democracia era nueva a estrenar y él tenía casi cincuenta años. ucd no ganó y todo se quedó como estaba.

Salvo la foto. A mi padre le divertía ver su cara colgada por los muros de nuestra ciudad. En algunos carteles alguien le había pintado bigotes retorcidos, barbas de profeta o un parche de pirata. Los señalaba y se reía. Le divertían aquellas transformaciones. Cuando ahora veo su rostro tan serio me entran ganas también de pintarle bigotes, barbas o complementos de pirata. Para reírme y para verlo reír.

Algunas gafas, a pesar de mis esfuerzos, permanecen anónimas. Por más que busco entre las fotografías no sé a quiénes pertenecieron. Gente que no se dejó retratar o que llegó demasiado pronto a los tiempos de la imagen. Son las primeras que echo a la basura. Lo hago con convicción. Prefiero la memoria a los cachivaches. He decidido escribir para retener. Pienso todo esto mientras lleno de gafas una bolsa de basura que huele a lavanda. Debería regalarlas a alguna ONG de esas que envían material óptico a quien lo necesita, pero no me gusta la idea de que las expresiones de mis parientes se instalen en otros rostros, por lejanos que estén. Hago mal siguiendo el imperativo de los sentimientos. Hoy mis sentimientos me ordenan deshacerme de todo.

Las últimas que introduzco en la bolsa son las de mi padre y mi madre. Por un instante me planteo conservarlas. Me las pruebo ante el espejo, un par detrás de otro. Me observo con cuidado, me interrogo. No sé qué esperaba, pero no ocurre nada. Sólo soy yo con las gafas de mi padre y de mi madre. Y las dos me quedan fatal

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