4.
Incluso en Dinamarca, país de los aerogeneradores, del diseño y de los Lego, los grandes hoteles que ofrecen salas de conferencias para empresas suelen ser todos igual de tristes: alfombra beige, mesas plegables, luz uniforme. Birgit lo sabe, y ahora nota cada detalle: un tapiz con motivo, una lámpara antigua sobre el escritorio de la conferencista, la eficacia del técnico que conecta su computadora al proyector con un cable adaptado y que le dice, sin que tenga que pedírsela, la contraseña del wifi. Hace meses que no vuelve a su casa. Hoy mismo, aunque sólo está a unas decenas de kilómetros de su ciudad natal, dormirá en el hotel.
Cuando presiona la flecha en el control remoto, aparece la anteúltima diapositiva de su PowerPoint. La fuente es sobria —Helvética—; el color de fondo, entre verde suave y aguamarina, probablemente marcado como «Verde 1» en su computadora. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla, el logo de su fundación, «Green Web», no le dejó muchas opciones. Recuerda haber discutido con su asesora de comunicación. ¿No era redundante ese verde pálido? Después de proyectarlo durante horas en esas salas inmensas y lúgubres, ¿no daría una impresión deprimente, cadavérica, zombi? La asesora fue muy clara:
Todos los estudios de psicología del color demuestran que el verde tranquiliza.
Cuando uno habla de ecología, el verde sigue siendo el color de referencia.
Como estábamos hablando de la ecología de la web —concepto que a la fundación de por sí le costaba hacer entender—, era mejor no alejarse de los códigos ya instaurados.
De verde, de rosa, sin importar bajo qué circunstancias, Birgit seguiría siendo extremadamente bella.
Birgit examina a su público. En primera fila, dos señores de traje gris y azul marino visten corbatas de seda del mismo tono ocre. Hace varios minutos que han adoptado posturas similares: pelvis hacia adelante, espalda hundida en el asiento, cuello encorvado, mandíbula floja y dubitativa. No bostezaban, pero Birgit reconocía los signos. Sabía por experiencia que sus palabras ya se iban desdibujando, reemplazadas por las ganas de tomar un aperitivo o comer en familia. Tiene que anticiparse al hastío, así que extiende el brazo hacia la diapositiva proyectada sobre la pantalla a sus espaldas y da un paso al frente para terminar.
—Sé lo que deben estar pensando. Estarán pensando: «Ok, no había visto las cosas desde esa perspectiva, pero ¿qué vamos a hacer? ¿Qué me aporta esta presentación en mi trabajo de todos los días? ¿Tendría que dar nuevas directivas a mi equipo?».
Deja pasar dos segundos en silencio. Sus palabras han hecho que algunos se acomoden en sus asientos, aunque es imposible saber si es porque están impacientes o porque la escuchan con un renovado interés. Luego agrega:
—Si tuviéramos que quedarnos con una sola cifra, sería esta: según el sitio Consoglobe, una hora de intercambio de mails en el mundo consume tanta energía como cuatro mil vuelos ida y vuelta París-Nueva York. Calculen ustedes cuánto consumirá un día entero o una semana, y no necesito recordarles que hay muchos más mails que aviones cruzando el Atlántico. Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Dejar de escribir mails? No, pero podemos plantearnos de otra manera las situaciones que vivimos todos los días. ¿Realmente hace falta poner a todo el personal en copia? ¿Mandar un mail de cinco palabras a la persona que está delante de nosotros para decirle «¿Hacemos una pausa para un café en diez minutos?»? ¿Adjuntar cuatro logos a nuestra firma electrónica? Según el mismo sitio, enviar un mail con un adjunto consume tanta energía como tener encendida una lamparita de bajo consumo durante una hora.
Una mezcla de cansancio y de irritación la obliga a hacer una última pausa y recobrar el aliento.
—Parece que me estoy dejando llevar. Lo que quiero decir es que existen soluciones sencillas para usar internet de manera responsable. Son fáciles de implementar. Empiecen por los mails y después, si les interesa, les puedo dar otras ideas. Muchas gracias por su atención.
Al salir de la sala, la luz pálida de los plafones se ve reemplazada por la blancura natural del invierno danés, que entra horizontalmente al hotel a través de un ventanal enorme. La iluminación se completa con unas pequeñas lámparas amarillas que decoran el hall, donde también está el bar, en un ángulo del edificio. A Birgit le encanta esa estación en su país, esas fragmentaciones rosas y anaranjadas que imitan el alba y se reflejan sobre el mar sombrío, antes de que la luz desaparezca de nuevo por diecisiete horas. No suele volver a su país, pero piensa que estos hoteles para reuniones profesionales están bien hechos, bien mantenidos. Ese barcito acogedor detrás del ventanal es una recompensa: alcohol y una vista excepcional.
Se sube a un taburete alto de cuero, apoya la mano sobre la barra de madera antigua. La madera siempre la reconforta. Examina las botellas de whisky en el mostrador y elige un Laphroag de catorce años. El barman se lo sirve en una tulipa de cristal, acompañada de un bol dividido en dos, con maní de un lado y aceitunas verdes del otro. Birgit suspira audiblemente. Siente que la tela de la blusa le ciñe el contorno de los pechos, que la falda se le pega a los muslos como un pantalón. Se lleva el vaso de whisky a la nariz y huele el contenido, imaginando el placer que sentirá al sacarse la ropa.
El hombre que tiene sentado al lado es discreto, y no tan zalamero como los que, después de este tipo de conferencias, aprovechan para encararla. Sin mirarla siquiera, le empieza a hablar:
—Creo que no le cae bien a todo el mundo.
Ese modo de empezar la conversación la sorprende, algo que ella aprecia. Gira el taburete hacia su interlocutor y apoya un codo sobre la barra, obligándolo a mirarla, antes de responder:
—Estoy acostumbrada a caer más que bien… Pero entiendo lo que quiere decir.
—Sus propuestas, el trabajo de su ong… ¿Le dice eso a todo el mundo? ¿Por qué aceptan recibirla las empresas? ¿Ve que haya cambiado algo?
—Difícil decirlo. Mi objetivo es la concientización más que el cambio, y quiero creer que algún día lo primero llevará a lo segundo. Pero tiene razón. Las empresas me reciben más que nada para quedar bien.
—Dice «mi objetivo», pero no está sola, ¿no?
—No, claro. Pero, así y todo, es una ong pequeña. Soy la directora, y no tenemos a nadie más que pueda dar este tipo de conferencias.
—Viaja constantemente, ¿no?
—Sí. En coche, en tren, en avión. ¡Uso todas las redes para recomendar que usen menos las redes! Espero que sea una contradicción que algún día pueda resolver. Aquí, por ejemplo, estoy tratando de llegar a las empresas chinas. ¡Toda una historia!
—¿Para proteger el medio ambiente?
—En un sentido, sí. China produce la mayor parte de la materia prima usada para nuestros celulares, y hasta las usadas por todo tipo de tecnologías «verdes». —Birgit entrecomilla la palabra con los dedos—. Necesito conocer el recorrido que hace toda esa materia prima para entender dónde se produce la contaminación y se malgasta energía.
El teléfono de Birgit vibra dos veces, las suficientes como para llamarle la atención. Después de acomodarse ligeramente hacia un costado para alcanzar el bolsillo trasero de la falda, mira la pantalla y le dice al hombre:
—Perdón.
—No hay problema. Hay que tener coraje para hacer un trabajo como el suyo, le deseo buena suerte.
Cuando el hombre desaparece al final del pasillo, Birgit se pregunta si hizo bien en dejarlo ir. En la pantalla de su celular, las dos vibraciones dejaron dos simbolitos; uno anunciaba que ya podía hacer el check-in para el vuelo del día siguiente, y el otro le proponía un match con un hombre que aparentemente se encontraba en el hotel de enfrente. El hombre le escribió:
Última noche en Copenhague.
Estoy solo en mi habitación.
¿No querrías venir?
A Birgit le gusta ese poema anónimo, esa frialdad sincera de las noches solitarias. En su foto de perfil, el hombre tiene puesto un traje elegante, está sonriendo, el bronceado le colorea las mejillas, parece un poco más joven que ella, unos treinta y cinco, seguramente. Relee varias veces el mensaje, duda. Los tragos de whisky se deslizan en su boca, quemándola con una cierta dulzura. Guarda el celular. Hace horas que decidió cómo terminaría esta velada.
Pasa su tarjeta magnética delante de la cerradura, donde de inmediato suena un bip y se enciende una lucecita. Le recuerda a todas esas habitaciones parecidas, todas esas toallas blancas apiladas por tamaño, todas esas cortinas pesadas que ocultan la ciudad, el exterior, delimitando un espacio cerrado. A Birgit le gustan esas recurrencias, en última instancia, reconfortantes; el reconocimiento y la repetición de saber dónde uno está parado son un placer. Tira los zapatos de taco alto en un rincón y se acuesta en la cama.
[Fragmento]
Une toile large comme le monde (Zoé, 2017)
Traducción del francés de Matías Battistón