El objetivo del cuento, la novela, es diametralmente opuesto al del ensayo. La novela, el cuento, velan; el ensayo, en cambio, re-vela. La misión del ensayo es exponer el envés de la trama, el otro lado del tapete que compondría idealmente la historia.
Mi amigo Jorge Galindo Monteagudo, que en aquella época estudiaba francés y sociología, tenía la fantasía de poder desprender el cuerpo de su cabeza en el momento de la lectura, para así no tener la incomodidad de tener que decidir dónde poner las manos o los brazos o qué hacer con la joroba del tronco cuando se está leyendo. Ser, decía, una cabeza flotante, que no precisara de sus miembros más que para dar vuelta a las hojas del libro que se está descifrando.
Descifrar, sin embargo, es un término grosero. La mera contemplación de lo incórporeo sería una definición mucho más adecuada a la experiencia de la lectura. Porque la lectura de algunos libros —los libros que te marcan o imprimen una huella profunda— constituyen experiencias intransferibles e inenarrables, como la experiencia de la arena cuando se camina sin chanclas antes o después de salir del agua del mar, o el agua salada en los pulmones cuando la ola te revuelca.
El acto de cortar la cabeza es conocido como decapitación; es decir, amputar la parte más alta e insigne de tu cuerpo, aquella que define el sentido y la proporción respecto de las demás partes constituyentes de un individuo.
El tamaño de mi cabeza, de mis orejas, de mi nariz, los rasgos de mi cara en su conjunto, todo estaba previsto en el plan original de mi persona en el momento de ser concebido. Mi actual derrota, por decirlo así, era algo previsto y contemplado en el espejo en el que me miré por primera vez, siendo niño; lo recuerdo ahora como un momento de infinita conciencia, en el que me vi y me dije: ¡Pero éste soy yo! Quizá no viera tanto al niño que era en ese tiempo sino al adulto que sería después, encadenándolo, ya desde entonces, a una hilera infinita de decepciones.
Cabeza es destino, dice Guy Davenport luego de un recorrido somero por algunas manifestaciones clave de nuestra cultura visual, desde los griegos hasta Picasso, luego de haber pasado por Poe y por Cézanne (Objetos sobre una mesa, 2009). La cabeza como manifestación de lo que está por suceder; la cabeza como definición de lo que no puede ser alterado.
Si a las nociones de historia y de cultura se las entiende como un cuerpo, cercenarles la cabeza sería entonces el equivalente de amputarles el fundamento y el sentido de sus devenires respectivos.
Davenport trata a Poe como si éste fuese más un artista plástico que un escritor, y enfoca la famosa escena en la que Poe describe el escritorio de Roderick Usher como si éste fuera un cuadro de tres dimensiones, es decir, como si hubiese devenir en esas imágenes que se van sucediendo una a otra para dotar de una significación extraordinaria a la imagen que las unifica: una mesa de trabajo con una serie de libros cuyo contenido podemos identificar y relacionar con la historia de su propietario. Uno a uno, Davenport va pasando revista a los libros de Roderick Usher, encontrando huellas imposibles sobre la arena de esa superficie que pudieran llevarnos a crear una imagen más nítida de la sensibilidad de Poe. Usher/Poe, el personaje como trasunto enmascarado de un autor que soñaba con entierros prematuros e incestos entre hermano y hermana, muchos años antes de que estas mismas obsesiones se presentaran, por ejemplo, en Musil.
El incesto en Poe —¿Poe soñaba con la aniquilación de su especie literaria y por eso relacionaba a sus personajes entre sí para anular, con su enlace, la posibilidad de una descendencia futura?
¿Qué sucede, sin embargo, cuando se «pierde» la cabeza a manos de una fuerza superior y extraña a eso que llamamos destino? En el caso de Orfeo, que fue destruido por las mujeres tracias cuando se descubrió el delito de su fascinación por los muchachos, lo único que quedó fue la cabeza; y su cabeza flotó por la corriente del río hasta llegar al sitio señalado por los dioses para la erección de un templo, desde donde la cabeza dictaba su consuetudinaria sentencia.
¿La cabeza, por tanto, más que perderse, se desplaza?
Una cita: «Las distinciones de géneros —novelas e historia, prosa y poesía, ficción y ensayo— son convencionales y no existen más que para la comodidad de los bibliotecarios» (Simon Leys, en La felicidad de los pececillos).
Soñé con Mónica Bellucci. Estábamos en un departamento, en una ciudad que podría haber sido París en la década de 1920. El departamento era amplio, tanto como un laberinto burgués, ordenado, triste. Había un cortejo, una intención de mi parte a la que ella reaccionaba. De manera sutil, con palabras y, de vez en cuando, con el roce consentido de los cuerpos. De pronto, por una de las ventanas del departamento se colaba un torrente de luces que incomodaba a Mónica. Las cortinas de encaje blanco que cubrían las ventanas se agitaban con el vendaval de aquello que parecían ser los flashes de varias cámaras. Me acercaba a la ventana y descorría por completo la cortina, asomándome a la calle. No eran paparazzi, le decía para tranquilizarla, sino la luz de un sol portentoso, que brillaba con la saña de un disco incandescente que había convertido la ciudad en un desierto inhabitable.
La cabeza de Poe era uno de los síntomas distintivos de su genio. Angosta en la parte del mentón y de los labios, coronados por un bigote que delataba su tendencia al histrionismo, y las sienes ensanchadas, dando pie al relieve de sus ojos melancólicos y profundos, que atravesaban la espesura en dirección a un infinito calculado en términos de tiempo y de no-tiempo. Y la melena negra desvaneciéndose, agitada por un viento inexistente.
Para Baudelaire era difícil asemejarse a Poe, con la carencia de esos ojos negros y ya sin melena que agitara el viento inexistente. De ahí que, en francés, se diera a la tarea de crearlo y, de paso, añadirse a sí mismo a la historia de una literatura que desconocía ambas descargas —de violencia y de conciencia— aplicadas a la detonación del edificio del poema. (El poema, en el caso de ambos, Poe y Baudelaire, entendido como su devenir en prosa).
«Es una demostración de que la cabeza lo es todo», decía un conmovido Giovanni Visconti, tras cruzar la meta del Galibier en medio de una espesa neblina en el Giro de Italia (2013).
He podido comprobar que la cabeza crece con la edad. A los diecinueve años mi cabeza nadaba en las gorras que heredé de mi padre. A los cuarenta me ajustaron con relativa perfección. Entonces me convertí en aquello que aborrecía: una imagen elocuente y casi calcada de lo que había sido mi padre en los momentos inmediatamente anteriores a su muerte.
Soñé que era Peter Sagan y debía llegar a tiempo a ganar una carrera. Sin embargo, algo me detenía en las habitaciones de mi hotel, en Versalles. Era necesario llamar al chofer de un automóvil que me llevaría al escenario de la citada carrera. Y por qué no manejar yo un coche, me decía, y llegar de una vez y ganar la carrera. Pero se trataba de un coche específico que sólo respondía a las órdenes de un chofer específico. De pronto, a través de una de las paredes del hotel, que se fragmentó en mil pedazos de cemento, tabique y pintura, irrumpió el autómovil tripulado por el Chofer Específico, que abrió una de las portezuelas del Coche Específico, y la imagen del chofer resultó ser, para mi sorpresa, la de un hombre sin cabeza.
Soñé con amigos de otra época, incluso con amigos que ahora han dejado de ser mis amigos. Victoria era uno de ellos. Victoria custodiaba la reja de una nave industrial abandonaba, donde se llevaban a cabo los rituales de una fiesta de la que sólo podían participar los iniciados. Mi nombre, desde luego, no estaba en la lista. Victoria caminaba a través de un campo yermo y triste hasta llegar a la reja. Recuerdo sus piernas imponentes apostadas enfrente de la reja, asomándose a este y oeste para cerciorarse de que no hubiera nadie. Sus piernas eran el eco preciso de dos torres inmensas, que sobresalían tras la reja de la nave industrial abandonaba. Después de haberse cerciorado de que nadie la seguía, cerraba la reja tras de sí para internarse en la nave a través de las puertas de un portón de madera, que simulaba la fisonomía siniestra y más bien triste de un viejo castillo. Tiempo después, dentro del mismo sueño, Ernesto describía para nosotros algunos de los momentos cumbres de la fiesta. En uno de ellos Victoria había «vaginado». Yo no entendía el término y le pedía a mis amigos que me explicaran. Me tacharon de estúpido e ingenuo, y con cierta sorna uno de ellos dibujó un recinto con el hueco de sus manos, y Ernesto perfiló una cuña con las palmas de sus manos unidas, en un gesto de oración y sosiego. La cuña se introducía en el hueco formado por las manos del otro compañero, y esa imagen explicaba, por partida doble, el sentido de aquel término y las razones por las cuales Victoria había dejado de formar parte de mi vida.
Soñé con Sordo, por primera vez en mucho tiempo, después de su muerte. Sordo parecía desconocer el hecho de haber muerto y, desde su escritorio, me confería nuevamente el puesto de editor de su empresa. Y teníamos una conversación iluminante, como muchas de las que tuvimos hace años, cuando trabajamos juntos en un lugar parecido, en otro tiempo y otro espacio no menos irreales que éste. Me decía que quería tenerme muchos años al frente de su editorial, pero que en su opinión yo debía supervisar los trabajos de su imprenta. El sueldo sería mayor y la responsabilidad iría en proporción directa al salario. Le pregunté la cifra y me la dio: veintinueve mil pesos. (La misma cantidad de dinero que quedó debiéndome, más o menos, al final). Y le pregunté por Fernanda, su hija, que anteriormente había ocupado el mismo cargo; le pregunté si me odiaba, y él respondió: no, incluso estaba dispuesta a viajar con nosotros a Bel Air, pero tú al final cancelaste y finalmente el viaje no se dio.
Ana Rosa hace una observación interesante sobre los enfermos de Alzheimer: «En su mente no existe ayer ni hoy ni mañana; lo mismo da que sea lunes o viernes; lo que para nosotros es un día de veinticuatro horas, para ellos puede ser uno de cuarenta y ocho. Es la mente la que nos da las nociones de tiempo y espacio, que parecen no existir más allá de nosotros». La mente es capaz de fundirse con el todo.
El tiempo y el espacio no parecen existir fuera de nosotros, y nosotros no parecemos existir fuera de ellos: tiempo y espacio. Somos prisioneros de nuestras propias mentes. O, lo que es aún peor: somos prisioneros de nuestras propias invenciones. ¿Será posible que la mente en realidad se abra o se libere? ¿Y hacia dónde o hacia qué podría abrirse o liberarse?
Si nosotros no existimos fuera de nuestras mentes y si nuestras mentes nos ubican en el tiempo y en el espacio, también es cierto que existe un limbo en el que habitan las mentes enfermas o depauperadas de sí mismas, y ese limbo es lo que llamamos «demencia». Pero ¿no será en realidad la demencia esa forma de apertura a regiones de la propia mente donde no existen las nociones precisas o adecuadas de tiempo y espacio, y en donde los días pueden durar eras o segundos, y en donde los valores de la significación y la importancia se encuentran definitivamente en otra cosa?
También se debería envidiar con lucidez y prudencia. Niki Lauda decía haber envidiado a una sola persona, el piloto de la escudería McClaren James Hunt, su némesis. Hunt era lo contrario de Lauda: imprudente, temerario hasta el borde de la imbecilidad, pero moralmente íntegro y honesto en la expresión de su sensibilidad y su ambición. Lauda admiraba en Hunt todo aquello que él no era: un hombre que podría echar por la borda su carrera por considerar que la vida era mucho más importante que un trofeo.
No siempre gana el mejor. Cuando era niño y practicaba el ciclismo con una pasión desconocida para mí hasta entonces, donde realmente se demostraba mi amor por la bicicleta y mi talento —si acaso tenía alguno— no era en las carreras sino en las prácticas. En los entrenamientos podía ser el mejor ciclista del mundo, pero algo me atenazaba las piernas en carrera que me impedía incluso el más mínimo despegue. Me abrumaban la competencia y la rivalidad, pero amaba la soledad del autódromo en los días en que iba con mi padre a mis prácticas tres o cuatro veces por semana.
Se vive, en todo caso, para adentro; y en una minoría de casos, para afuera.
Me sorprende la manera degradada en que se manifiesta la vocación de un escritor. Una persona que comienza a publicar, incluso en una edad considerable como «madura», se degrada y se mezcla en los lodazales de la «cultura» con la misma fruición con la que un cerdo se regodearía en su propio excremento. Como si la cultura del libro tuviera como premisa la degradación del individuo antes que la salvación del raciocinio y sus valores.
La prosa ha dejado de ser un acontecimiento vulgar para convertirse en un terreno —fértil para la siembra de objetos muy similares a las detonaciones de un azar que está muy lejos de ser calculado.
A la primera mujer a la que uno tiene que renunciar es a la propia madre. Desde ese momento, uno intuye que la vida está hecha de restricciones que se encuentran basadas en un inconsciente colectivo indescrifrable.
Cuando he vivido, la vida no me ha decepcionado.
Acabo de leer unos versos (cuatro) de Emily Dickinson: los autores incluidos en la lista de los libros del año no se le comparan ni le llegan al dedo gordo del pie.
Aquí los copio, a sabiendas de que mi traducción es imperfecta:
1163
Dios no hizo acto sin una causa,
Ni corazón sin un propósito,
Nuestra inferencia es prematura,
Nuestras premisas culpables.
Los primeros versos son perfectamente legibles, desde el punto de vista lógico o teológico; sin embargo, ¿qué significan los dos últimos? La poesía se alberga en su misterio y se compone precisamente de ello: una materia oscura que la vuelve pensamiento en el oído, por estar dirigida al corazón de nuestro intelecto. O a esa forma de intelecto que se aloja en nuestro corazón.
Porque los dos primeros versos contradicen a los dos últimos, negando acaso la existencia de Dios como entidad misteriosa y omniabarcante que controla y regula todo lo que es según su arbitrio o su capricho.
Dios no entendido como todo lo que es, en el sentido panteísta, sino como aquello que regula y que prohíbe, por ejemplo, que una mujer como Dickinson averigüe hasta qué punto puede crecer la raíz de su intelecto. Dios se asemeja, en su poesía, a la figura masculina que controla y que cobija, y más allá de cuya sombra es imposible existir. La Naturaleza vendría siendo entonces lo contrario de la idea de Dios: Dios controla todo aquello que la Naturaleza permite, en esta especulación sobre el deseo donde no existe ningún destinatario visible.
Una mujer sola, enclaustrada en la casa paterna, ajena por completo a la noción de publicidad y competencia que gobierna y amarga nuestras vidas.
Una mujer que se dirige a sí misma, en una especulación constante sobre el deseo, de donde las nociones de amante o amorío se han cercenado por completo. Una especulación deseante en sí misma, sin Dios y con la Naturaleza como único testigo.
Son muy pocas las personas que se quedan en nosotros a lo largo de la vida. De la mayoría, sus huellas se desvanecen con el paso del tiempo, sin importar la impresión aparentemente honda que pudieron haber causado en un principio. Pero de muy pocas, sus huellas permanecen.
Así como existe la deep web, así también existe la corriente secreta de nuestro propio pensamiento. En ella se localiza la fidelidad de nuestros odios y el ardor en permanente ebullición de nuestras pasiones más sinceras y más bajas. Es decir, todo aquello que no nos atrevemos a confesarnos ni siquiera a nosotros mismos.
Un amigo ha incluido entre sus propósitos de año nuevo el esmero en ser una mejor persona para sus enemigos. Creo que tiene razón: uno debería esmerarse en ese sentido antes que en ningún otro. No se le debe más respeto a quien te obliga a poner todo tu empeño en ser una persona mejor de la que ya eres.
En Facebook había la foto de unos Salvavidas (caramelos de los tiempos en que éramos niños), y al lado una serie de historias. Una de ellas llamó mi atención por su carácter proustiano. Un muchacho había encontrado unos Salvavidas en un puesto afuera del metro. Lo remitió de inmediato a una serie de recuerdos de infancia que había compartido con su hermano ya muerto. Justo como la magdalena de Proust remojada en la taza de té, que le permitió encontrar la clave (en el sentido musical del término) para acometer la empresa de su vida, el libro que le estaba predestinado desde un principio.
Mi amigo Ernesto, en el colmo de la ebriedad, que es también el colmo de la agudeza: «Hasta cuando uno está escribiendo pendejadas le cuesta trabajo».
(Todo esto vino a cuento porque una persona me conminó a escribir primero un best-seller, para después entregarme a la escritura de lo que me diera la gana. Como si lo primero —e incluso lo segundo— fuera tan fácil).
Le digo a Ernesto que quiero presentarle a un amigo, Ángel Mellado. ¿Qué Ángel Mellado no es personaje de uno de tus libros?, me responde, y me recuerda la respuesta de Picasso cuando le preguntaron si sabía quién era el papa Inocencio X. ¡¿Qué no es un cuadro de Velázquez?!, respondió.
Mi madre decía que la cabeza pesaba más que todo el cuerpo. Esto le preocupaba sobre todo cuando, siendo niños, asomábamos la cabeza por la ventana para dialogar con un hermano que se encontraba en el patio. ¡Mete esa cabeza, pedazo de alcornoque, decía, no ves que la cabeza pesa más que todo el cuerpo! Siempre creí que exageraba, hasta que se produjo uno de los hechos más dolorosos y cruciales de mi vida adolescente. Mi padre llevaba años enfermo de un cáncer que le había costado numerosas operaciones y malestares. En el colmo de la enfermedad, cuando se le había diagnosticado metástasis ósea y por lo tanto los doctores ya no tenían —literalmente— más cuerpo de dónde cortar, la carne de mi padre había enflaquecido tanto como la de un judío en tiempos de Auschwitz. Estaba sentado en un sillón frente a su cama, seguramente descansando de las llagas que le provocaba en el cuerpo estar acostando tanto tiempo, y yo no soportaba la visión de esa estampa cruel: el hombre que había sido un gigante de obcecación y fortaleza en otro tiempo, ahora estaba reducido a una piltrafa. Al pasar por la puerta de su cuarto lo vi de reojo y pasé de largo, sintiendo una profunda tristeza, la misma que hace presa de ciertos adolescentes incapaces de comunicar a los demás sus sentimientos. Llegué a la cocina, donde se encontraba mi hermano, preparándose algo, y en ese momento escuchamos uno de los ruidos más aterradores que habríamos escuchado hasta entonces: un golpe seco en el cemento del techo, como un martillo de Thor que hubiera viajado desde una galaxia remota para incrustarse justo ahí, en medio de la habitación de mis padres. Mi padre había caído al piso, lo había vencido el peso de su propia cabeza… un grito de dolor y angustia… el grito de un hombre que de pronto encontraba su voz reducida a la fracción de un niño… Con mucho dolor en nuestras almas, mi hermano y yo no tuvimos más remedio que correr para ayudar a levantarlo y colocarlo nuevamente en su sillón, sin encontrar, para ello, ninguna otra forma de explicación o consuelo.