(Guadalajara, 1976). Es autora de Un gris casi verde (Paraíso Perdido, 2018).
Desde la ventana de mi estudio alcanzo a ver un pequeño parque. En estos días de pandemia esta vista me alivia y reconforta, quizá por eso no entiendo por qué se prohíbe el tránsito en los parques durante el botón rojo.
Mi parque tiene bancas de concreto y varios caminitos que los paseantes trazaron en el pasto para cruzarlo más rápido. Pero, sobre todo, tiene muchos, muchos árboles: cedros blancos, cipreses, ahuehuetes, tabachines y eucaliptos, que durante el invierno se ven desnudos y en primavera florecen o reverdecen. Cuando hay viento se mueven todos a un ritmo uniforme y cuando tiran sus hojas los vecinos las recogen y las ponen en muchas enormes bolsas negras. Alrededor de mi parque, antes de la pandemia, todos caminábamos, vuelta y vuelta con perro, audífonos, bolsas, carriolas, llaves, niños, o dando el brazo al abuelito.
Hace poco pregunté a un arquitecto cómo se hacían los parques: si sólo se bordeaba el espacio con banquetas, como yo suponía, o si se complica la labor al talar árboles, trazar un parque y volver a plantar nuevos árboles. La respuesta tuvo algo de lógica: seguramente antes del parque existía otra cosa que no era un parque, quizás un pastizal o algo más. Aunque soñemos que los parques son esos espacios donde la naturaleza ha continuado su curso, la realidad es que no son más que construcciones igual de planeadas y realizadas que el fraccionamiento, que el edificio de departamentos, que nuestro baño.
Que los parques no sean esos árboles que siempre han estado allí, antes de nosotros, antes de nuestros padres y abuelos, me resultó decepcionante. Los árboles del parque detrás de mi edificio de departamentos no son esos testigos eternos del tiempo, símbolos de la resistencia de la naturaleza o recordatorios de la fortaleza inquebrantable de los fenómenos naturales, sino meros vecinos creados por el urbanista, el arquitecto y el albañil que se decidieron por ese ahuehuete de la misma manera que se escogió el tipo de piso de mi cocina o el nombre de mi calle: avenida Rosario Castellanos.
¿Cómo se hace un parque? Podría parecer una cuestión muy inocente e ingenua. ¿A quién se le ocurriría pensar que el parque más cercano a su casa siempre ha estado allí? Aquí la pregunta de fondo es: ¿qué tan natural es un parque hecho por la Constructora San Carlos a finales de los años setenta? ¿Con qué tipo de «naturaleza» convivimos en nuestros parques? ¿Se le podría aún llamar naturaleza?
En Nueva York hay otro parque y otra respuesta. Desde 1978, Alan Sonfist ha mantenido Time Landscape, de apenas ocho por doce metros, considerado no sólo un parque sino también una de las más reconocidas obras de arte del Land Art de los setenta, hoy llamado también arte medioambiental. A diferencia de la tapatía Constructora San Carlos, Sonfist se dio a la tarea, desde 1965, de investigar la botánica, la geología y la historia de Nueva York antes de que fuera Nueva York: la región llamada Sapokanikan por los indígenas canarsee y hoy Greenwich Village.
En 1978 comenzó la plantación de este parque, también considerado una cápsula del tiempo. Hoy en día es administrado por el departamento de parques y jardines de la ciudad. Justo en la esquina de La Guardia Place y West Houston Street crecen abedules, avellanos, flores silvestres, hayas, cedros rojos, cerezos negros y robles, como si se viera el paisaje de antes de la civilización, ese paisaje que «siempre» ha estado allí aunque apenas cumpla cuarenta y tres años.
Time Landscape es ese parque que nos imaginamos cuando pensamos en un parque, aunque sea un terreno que antes era bosque, después algo que se derrumbó para terminar en un baldío que un artista decidió convertir en el primer bosque que habitaba allí.
El parque neoyorquino está cercado y alrededor también hay bancas y banquetas de concreto. Se puede cruzar mediante un caminito, también pavimentado, quizás producto de quienes lo cruzaban, quién sabe. Desde Time Landscape se observan muchas ventanas de departamentos de neoyorquinos, hoy también encerrados por la pandemia.
«Mi escultura en la ciudad de Nueva York requirió cinco años de investigación. Descubrí la historia de la zona mirando los registros holandeses de sus suministros de madera y los relatos de sus caminatas hasta su arroyo favorito para pescar truchas», explicó Alan Sonfist en una entrevista. Al parecer, los colonos holandeses y los indígenas canarsee también caminaban, vuelta y vuelta. Antes de la llegada de los españoles ya había ahuehuetes en lo que ahora se conoce como Guadalajara, ciudad que cambió varias veces de domicilio porque los fundadores no encontraban esos ahuehuetes que la Constructora San Carlos taló para plantar otro ahuehuete en el parque que estaría detrás de mi edificio de departamentos. Árbol que observo ahorita. Vista que me alivia en tiempos de pandemia