(Barcelona, 1985). Autor de Tantas cosas dicen (Editorial Comba, 2020).
Como hoy los niños tienen que ponerse el chándal del colegio será todo más fácil, no habrá peleas por la ropa ni tiempo perdido entre su elección y el hecho de ponérsela. A Gloria le gustan los vestidos, Nicolás en cambio se debate entre camisetas de superhéroes y de sus dibujos favoritos. Hoy no hay discusión: dejo a cada uno el chándal a los pies de la cama, les doy un beso de buenos días y voy preparando el desayuno al tiempo que me visto. No hay prisa, me cuesta asimilar eso. Aunque tampoco es cuestión de concederles minutos de más y entretenerse a lo tonto.
—El reloj no da tregua, hijos, luego os quejáis si llegamos tarde.
—Pero papá…
Nuestro orden familiar es fácil, por más que algunos lo consideren forzado, acaso arriesgado, un cuento moderno con todas las papeletas para acabar mal. Tengo que remitirme siempre al chiste ése, el que dice que algunos matrimonios acaban bien y otros duran toda la vida. En serio, piénsenlo. Cuando no estoy con ellos me siento más solo que la una, con el agravante de la pandemia, pero libre de interferencias matrimoniales y de malos humores que por narices deben resolverse fuera de casa.
—Chicos, el desayuno está listo.
Su madre vive dos pisos más abajo, en el mismo edificio, los niños van y vienen si no tenemos ningún compromiso que nos lo impida, y así fue durante el confinamiento, una mínima libertad que tenía su eco en las esporádicas visitas a la azotea, bien fuera conmigo o con su madre, rara vez juntos. Por suerte eso ya pasó. No el virus, sino el confinamiento. De nuevo trabajamos fuera, los niños volvieron al colegio y en los ratos libres podemos asomarnos a los parques. Ayer coincidimos con otros compañeros suyos, de ambos, lo que me permitió relajarme y disfrutar de sus juegos sin estar en ellos más que en su satisfacción, en el recuerdo propio de cuando jugaba yo de niño y no había limitación horaria sino en la caída del sol detrás de los edificios.
Nicolás jugó primero con sus amigos, Gloria con las suyas, hasta que las carreras de unos coincidieron con las de ellas y de pronto se olvidaron de sus dos años de diferencia. No son nada y sin embargo a veces actúan como si hubiera un abismo entre sí. Ayer no, ayer los intereses del grupo de Nicolás se mezclaron con los del grupo de Gloria y echaron a correr en un pillapilla que encontró su tope en el castillo del parque. Fue un amigo de Nico el primero en encastillarse, Nico el siguiente. A los que pillaban eso no les convenía porque, una vez encastillados, se defienden muy bien ahí y es casi imposible pillarlos. Las niñas fueron las que más lo sufrieron. Primero se molestaron y al poco, como quien no quiere la cosa, se escudaron en una indiferencia mucho más efectiva que las piernas más veloces: ellos bajaron y fueron pillados.
—Eso no vale —dijo Nico.
—Pues claro que sí, hijo, así es la vida.
Una madre que vigilaba también los juegos infantiles me contaba que en su casa, cada tres o cuatro días, de forma aleatoria, olían todos vinagre, padres e hijos, pues ésa es la señal más efectiva para detectar la presencia del virus: si falla el olfato, peligro. Pensé que de vuelta lo haría, que mandaría a Gloria y a Nico distinguir también el olor a vinagre —¿hicieron ya el experimento en el colegio?—, pero no me acordé, no pude sacar tiempo para eso. Nico quiso comprar un muñequito en el kiosco, Gloria estaba cansada a rabiar y, nada más subir, los metí en la bañera.
El muñequito que le salió dijo Nico que era repe, aunque daba igual porque un amigo suyo no lo tenía y se lo iba a cambiar por otro que él quería. Le hizo feliz la posibilidad del cambio, el negocio. Gloria se entretenía con una sirenita que tiene en el baño desde hace tiempo y que pronto habrá que cambiar, tiene mal aspecto ya, medio roñosa, aunque para entrar y salir del agua como un delfín y que ella la peine, para eso, digo, todavía sirve. Prefiero evitar el drama de su desaparición. Habrá que encontrar primero otro juguete que la sustituya. El muñeco de Nico era una especie de seta con traje de héroe, ahora dos, dos setas iguales con traje de héroe que metió en la bañera con otros muñecos de su colección. Si por él fuera, todos los días iríamos al kiosco por uno nuevo. Vienen en bolsitas y no se puede saber cuál saldrá, es pura sorpresa, la vida misma, un día distingues el olor a vinagre y al otro no, en fin, esa parte que por viejos y sabios que nos volvamos nunca alcanzamos a controlar. Podemos ignorarla, nada más.
—Mañana la voy a cambiar por el oso panda —me dijo Nico mostrándome la seta.
Gloria ni se inmutó, seguía con su sirena, algo cansada también en sus manos, y yo, viéndolos así, uno a cada lado de la bañera, me pregunté hasta cuándo se podrían bañar juntos. Yo no tuve hermanos, no tengo la experiencia personal, debo apoyarme para estas cosas en su madre o en lo que comentamos con los otros padres a la salida del colegio. Busco los intersticios, una mirada personal que no muestre mi ignorancia ni corrompa la inocencia de los niños. Son pocas las salidas de que dispongo en estos momentos aún tan difíciles, limitada la actividad social a lo básico, limitados los afectos a ese pozo sin fondo que son los teléfonos móviles. Cuánto quisiera yo tener una sirenita o una colección de muñequitos que me elevaran la imaginación. ¿Cuáles fueron mis juguetes favoritos de pequeño? Esta pandemia hizo que me fijara más en mí, en la soledad que siempre defendí y en cuyo rigor ahora me pierdo, confundidos los términos cuando no tienen que ver con los niños.
Lo más sano que hago es desconectar el teléfono móvil, quitármelo de encima en lo que no es estricto horario laboral, para descansar, quedarme en una genuina soledad, más sana que ésa impuesta por los demás. Cuando quiero huir de ella, me pregunto: ¿tiene más que ver con la edad adulta o con un deseo de volver a la infancia, a aquella burbuja única de aire libre? Siento cierta envidia cuando veo jugar a Gloria y a Nico, envidia de un universo ido y que en mí, lo recuerdo, se levantaba con pequeños bloques de construcción.
—Tenemos que estar orgullosos de su felicidad —dice su madre.
Los dejé veinte minutos en la bañera mientras empezaba a preparar la cena y arreglaba sus cosas del colegio. A Nicolás hay que espabilarlo para que sea más constante en eso y tenga cuidado de su mochila, de la que se desentiende no bien entramos en casa. ¿Te mandaron hoy tareas? Claro que es pequeño y quizá debería tener yo más paciencia, aceptar ese fluir de la infancia hacia la responsabilidad con la misma resignación con que aceptamos el avance del virus y su evolución, sin mucho que decir. Todo será en vano. Tampoco él me responde, deja que mis preguntas al respecto se pierdan en el ambiente, como si la cosa no fuera con él.
El estruendo de las setas con traje de héroe y los demás muñecos, junto con el chapoteo de la sirena de Gloria, se superpuso ayer a mis palabras, como si tuviera algún sentido preguntar por las tareas del colegio en medio de sus cuitas. Saqué de las mochilas la funda del desayuno, que Gloria no se había terminado, la cantimplora, el jersey de la mañana. Miré en la agenda de Nicolás si había algo. Era más fácil hacerlo así que volver a preguntárselo, más cómodo. Y al abrirla encontré un papel donde había escrito en letra de palo:
Érase una vez un niño inofensivo al que le encantaban
los osos panda. Iba buscando uno pero en cambio no
le gustaba nada recoger sus juguetes.
Había algunos errores ortográficos que omito porque la infancia no tiene errores, o apenas, no sé, en la medida tan sólo en que nosotros podemos equivocarnos al mostrarles el mundo. Y quizá sea de veras inofensiva, aunque la armemos con superhéroes y villanos y setas que lo mismo pueden ahogar a una sirenita.
—Papá —me llamó Gloria desde la bañera—, estoy cansada, Nico ataca mi sirena con sus muñecos.
—No es verdad —gritó él—, es ella que no me deja espacio.
—Mentira —insistió Gloria—: los muñecos de Nico son malos.
Me había puesto ya a preparar la cena, el texto de Nico al lado, su «niño inofensivo al que no le gustaba nada recoger los juguetes», y ahora es el desayuno, qué más da, pollo rebozado anoche y cereales con leche para empezar el día. Yo acabo por tomar lo mismo que ellos, además del café; me hago a su menú como podría haberme hecho a sus juegos de haber durado unas semanas más el confinamiento absoluto. Podría haber llegado a ser uno de esos padres que suspiran por los juegos infantiles con más ímpetu que sus propios hijos y que se encastillan en el parque como si les moviera un sentimiento de revancha, la necesidad de curar alguna herida demostrándose más hábiles que aquéllos. Conocen las normas del juego, pero no entendieron aún su naturaleza, no entendieron sus límites y que ganar a un niño es asumir una derrota muy profunda. ¿Qué tanto tuvieron que ver en ello los padres de estos padres actuales? Son una especie de pájaros estacionales a los que uno ve como si hubieran perdido el norte, revoloteando en batallas ajenas e incapaces de comprender, por ejemplo, el tipo de relación que mantenemos mi exesposa y yo.
—¿Y los niños? —suelen decir.
—Pues ahí están, en sus cosas de niños, cerca igual de papá
y mamá.
Este tipo de padres debió de pasarlo bien en el confinamiento, con tantas horas infantiles por delante, tanto que hacer para entretenerlos y entretenerse a sí mismos, si es que el trabajo se lo permitía. Las redes sociales iban llenas de historias raras, los móviles echaban humo. Cuando Gloria y Nicolás estaban conmigo, tuve que hacer equilibrios para mantenerlos ocupados y que me dejaran trabajar, misma situación que en casa de su madre, con el premio a media tarde de echar una partida a las cartas, con una baraja infantil de formar familias. Y cada familia en la misma casa, se reía Nicolás. Lo bueno es que Gloria, siendo la más pequeña, sin embargo solía elegir bien sus cartas y formaba más que nosotros.
—¡Gané! —exclamaba.
Esa facilidad suya me resultó al principio muy divertida, luego algo preocupante por Nico porque nunca ganaba y al final respecto a mí. ¿Qué tipo de padre sería yo, negado para el juego frente a mi hija de cinco años? Nicolás decía que era injusto, lo que al fin dicen todos los perdedores, los que no consiguen tomar la delantera, una injusticia que a buen seguro no habría sentido igual de haber sido yo el que ganara. Me preparaba un café, nos sentábamos alrededor de la mesita del salón y repartíamos las cartas. Alguna partida la gané, faltaría más, pero en comparación era Gloria la que conseguía formar más familias y llevarse las partidas. Su madre dijo que esa facultad la había sacado de ella. No se lo negamos, por más que Nico insistiera en que era injusto porque la suerte nunca estaba en su mano. ¿Y qué es la suerte? Lo cierto es que cuando yo ganaba se molestaba menos, se lo tomaba como algo natural y lógico. ¿Qué le voy a decir ahora si usa sus muñecos para crear oleaje e imponerse a la sirenita de su hermana? ¿Que eso no es suerte sino fuerza?
La saqué a ella primero de la bañera y, una vez seca y con el pijama, a él. Tranquilos un momento, les dije, la cena está casi lista. El texto de Nicolás se quedó en la cocina, debajo de un trapo. Lo encontré hoy al preparar el desayuno y se lo dije en cuanto se sentaron a la mesa, ya con el chándal puesto pero la expresión todavía adormilada. Tardan un rato en abrir del todo los ojos, sobre todo Nicolás, muy perezoso y quejica a primera hora, muy dormilón, hasta que le recuerdo que si no espabila va a llegar tarde. Eso lo activa, lo pone en tensión. Debieron de darles un toque en clase, con especial motivo este año, desde que con la pandemia reabrieron los colegios y los grupos entran de forma escalonada. Hay un cuarto de hora entre la entrada de Nicolás y la de Gloria, tiempo que a veces aprovecho para hacerle una coleta y ponerle bien el vestido, las medias… de tan apresurados que andamos algunas mañanas. Las hay en que salimos a la carrera.
Hoy no, hoy íbamos en principio con unos minutos de margen y por eso al sentarme a la mesa con ellos llevé también el papel con el texto de Nicolás.
—Vas a conseguir hoy el oso panda…
—Sí —me dice—. ¿Y de dónde sacaste el papel?
—De tu agenda, se me cayó ayer al retirar las cosas del desayuno y ver si tenías algo anotado.
—Ah… ¿y tenía tareas?
—No, pero no debes esperar a que lo mire yo, tienes que acostumbrarte a hacerlo tú —le digo en un tono de necesaria amonestación que modulo para hablarle de nuevo del oso panda—: ¿Sabes que parecen buenos pero son muy agresivos?
—Claro, como una que yo me sé…
—No, no es verdad —tercia Gloria al sentirse aludida—. ¿Qué desayuno nos pondrás hoy para el cole, papá?
—Una manzana y galletas —digo, a lo que ella responde con un mohín de desagrado. Los días de fruta no le gustan demasiado, por eso los compenso con unas galletas que, si no, les mezclaría con los cereales y la leche.
—No quiero manzana —dice—. No quiero que Nico cambie su muñeco repetido por el oso panda. Lo quiero yo.
Su hermano tuerce el gesto, yo lo entiendo, me vienen a la mente por un instante las piezas con las que jugaba de pequeño, si bien a mí nadie me las podía quitar. Tomo a Nico de la mano, les digo que desayunen y no se enfaden por esto. Lo quiero, insiste ella. Y le guiño un ojo a él creyendo que se va a olvidar, que después del desayuno Gloria ni se acordará de la seta repetida, como es natural, ella que nunca prestó atención a los muñecos de su hermano y que al fin y al cabo actúa tan sólo por la molestia de tener fruta para el colegio. Eso creo. Pero terminamos de desayunar, les digo que se pongan las zapatillas deportivas, pasen por el baño, lo recojan todo para el colegio, mascarillas incluidas, y en ésas va Nico y recuerda que la seta repetida se la lleva consigo porque tiene muchas ganas de cambiarla por el oso panda.
—Hace tiempo que lo estaba deseando —dice.
—Es para mí —dice ella, a punto de quitársela de un empujón al que él responde del mismo modo.
Quizá sería el momento de hacerles oler el vinagre, no por el virus, no para comprobar nada, más bien como elemento disuasorio, de distracción, ahora que Gloria llora y se exclama y que Nico pone cara de enfado. Tiene el muñequito bien agarrado en la mano. Hace que no con la cabeza ante el llanto de su hermana, tan fuerte ya. Se tira incluso al suelo, en una pataleta que tiene mucho de teatral y que deben de escuchar los vecinos.
—Hija… —digo—, ¿por qué lloras? No será para tanto.
Es inútil, cuanto digo la altera más y empeora la situación. Lo mejor será que vayamos saliendo. Y al abrir la puerta se abre también la de su madre, dos pisos más abajo. Llama a Gloria, pregunta qué le pasa. Ella baja con su escandalera, medio torpona, un drama que sin duda no merece esta seta con traje de superhéroe y ni tan siquiera un oso panda.
Nicolás baja detrás de mí, las manos en los bolsillos y el muñequito en uno de ellos, contrariado, según Gloria se va calmando en brazos de su madre. En la calle él dirá que quiere subir porque no pudo decirle nada a mamá, sólo darle un beso, puesto que al llegar a su piso Gloria ya no lloraba más y bajamos los tres juntos en el ascensor.
—Es tarde, no podemos subir de nuevo —digo—. ¿Qué le quieres decir a mamá?
No lo sabe o no me lo quiere decir. Se queda parado un segundo en la acera, se palpa los bolsillos del chándal. Seguimos. Le pido que me dé la mano pero se la da a su hermana, que a su vez me la da a mí, porque ella se la tiende, le ofrece la mano como pidiendo perdón por el numerito de antes. Le habría gustado a Nicolás que la regañara, que fuera más drástico con ella y no me hubiera limitado a dejarla llorar y darle a él la razón. Ya lo entenderá, esto no es como levantar construcciones de bloques o como recoger los juguetes. Hacen falta auténticas maneras de superhéroe. Nos damos prisa, tirando yo un poco de ellos, Gloria cogida de mi mano derecha y Nico de la suya, tirando como si empezáramos juntos la clase de deporte, para llegar justo en el momento en que está entrando el grupo de Nicolás.
Se enredan entre sí, les digo que ya, venga, no os entretengáis, hijos, y él da un par de zancadas largas que acorta justo al entrar en el colegio, lento entonces como un oso panda. Se hurga de nuevo en los bolsillos, uno y otro, con cara de preocupación. Nos mira. Tiene las manos vacías.
Gloria desvía la mirada a mi lado en un gesto tímido, escondiéndose acaso.
—¿Se lo quitaste? —le reprocho—. Devuélvele en seguida el muñeco seta a tu hermano. Venga va, rápido.