(Ciudad de Panamá, 1971). Este cuento forma parte de la colección de historias Un alemán en la flor de la vida, que mereció el tercer lugar del Premio Ignacio Valdés 2021.
En lo profundo de la selva del Darién habita un hombre que visualiza e interpreta sueños. Tongueros, les llaman. Vive en un caserío en el que hay al menos cien hombres, mujeres y niños, que le respetan hasta la veneración. No convive mucho con ellos, sin embargo. Para mantener su don en inmejorables condiciones, se aísla frecuentemente y reflexiona sobre lo que hay en su mente y en su corazón.
Quien le enseñó a ser tonguero, su padre, le advirtió que no se sumergiera más de la cuenta en sí mismo, que esto podría enredarlo. Pero soñar le deja tan buen sabor de boca que ignora la advertencia frecuentemente.
La mayoría de los hombres del pueblo sostienen a sus familias con la pesca. El pescado no sólo complementa la dieta de verduras, tubérculos y frutas, sino que puede venderse con facilidad y dejar dólares suficientes para hacer compras en la ciudad. Pero el tonguero no se entrega a esta actividad provechosa. Su única ocupación es conocer e interpretar sus propios sueños y los de los demás. Si come algún pescado es porque lo recibe como agradecimiento por sus interpretaciones.
Desde hace algunos años, es pareja de una mujer llamada Waní. Con ella tuvo dos hijos, que aún viven con ellos y contribuyen con tareas cotidianas a la familia. A diferencia de él, ella es una mujer terrenal y meticulosa. Se pasa los días llevando a cabo labores precisas e invariables. Prepara comidas a base de plátano y maíz; va al río a lavar la ropa; mantiene ordenada la choza de barro y pencas que unos pocos pilotes pulidos sostienen. Ella es muy previsible, pero eso no quiere decir que carezca de una voluntad fuerte y orgullosa.
Un día él, en sueños, visita la ciudad de Tokio. Nunca estuvo en ese espacio urbano y ajeno, pero dormido se impresiona tanto que, al despertar, puede describir calles completas exactamente. Su gozo puede palparse. Había visto antes, admirado, estampas de Japón, pero ahora eran los mismísimos vericuetos del barrio Minato Ku los visitados. Incluso entra a un templo sintoísta cercano a la boca de una estación del metro.
Entusiasmado, cuenta el sueño a su esposa. Sin darle tiempo a que reaccione, sale de la choza y congrega a sus vecinos. Ellos se sientan al pie de la vivienda para escucharlo. Waní sigue el relato alegremente hasta que oye hablar de una tal Chiasa.
—La conocí caminando por Ueno Park. Cruzó mi camino como una estela de luz.
Las vecinas piden con miradas una reacción de Waní. No es bien visto que un hombre hable con tantos bríos de una mujer que no es la suya. Se considera una velada traición. El silencio se clava como el filo de un machete y se va ensanchando. El tonguero entiende lo que pasa y se defiende.
—No se falta el respeto a la mujer si lo que nos embruja es un sueño.
Esto apaga las llamaradas de suspicacia y reaviva el interés por el relato.
—¿Ueno Park? —pregunta un vecino.
—Sí, Ueno Park. En el sueño, entiendo japonés perfectamente.
Aunque sonríe, Waní sigue perturbada por la tal Chiasa.
El suplicio no termina hasta que la historia acaba y el grupo se deshace. Cada uno enrumba hacia su propia vivienda.
A la mañana siguiente, eltonguero se despierta tan feliz como el día anterior.
—Waní, mujer, ¿a que no adivinas qué soñé?
—Soñaste que estabas en Tokio —dice Waní con cansancio.
—Así es. ¿Y con quién crees que paseé, mujer?
—Con Chiasa —murmura Waní entre dientes.
—¡Sí! —exclama el tonguero.
Pero, de inmediato, se calla. No es su intención lastimar a la madre de sus hijos y es obvio que sus comentarios la lastimaron.
Waní se da cuenta del silencio que provoca. No quiere que su esposo guarde secretos. Prefiere ser aguijoneada por los celos a que se vuelvan seres extraños.
—Sigue —le ordena—. Cuéntame.
El tonguero le hace caso, pero se cubre las espaldas con una explicación.
—Recuerda que los sueños son un eco de este mundo. Chiasa no es exactamente real. Es un símbolo de lo real. No te enojes por lo que yo diga de ella.
A Waní la enoja más que la trate con condescendencia. Cree que el tonguero oculta mal su egoísta regocijo. Pero el deseo de saber lo que su esposo ha soñado puede más que cualquier desagrado.
—Cuéntame.
—Chiasa y yo nos casamos. Ofició la ceremonia un monje budista y muchos parientes asistieron engalanados.
—¡¿Has desposado a otra mujer?!
—Pero, Waní, ya te he dicho que el mundo de los sueños llega como un grito que apenas se oye. No es lo mismo.
Ella decide guardarse la rabia. Prefiere saber. Prefiere oír lo que su esposo sueña, aunque se sienta herida. Lo escucha describir la casa de pilares monumentales en que vive con Chiasa…
Pero, desde ese día, Waní no puede dormir bien. No soporta la idea de que, cuando su hombre se acomoda entre las mantas, otra mujer se mete en sus pensamientos.
El tonguero se sumerge cada vez más en sí mismo. Algunos días pierde la conciencia acostado bajo la sombra de un árbol. O se duerme muy temprano en la choza. Esto ha hecho que sea más distraído. Camina por el pueblo sin prestar atención a los demás. Ya no comprende bien qué es real y qué no.
Para Waní, el colmo de los tormentos es cuando el tonguero le habla de su otra familia. Varios años pasaron en pocas noches.
—A diferencia de nosotros, que tenemos una hembrita y un macho, allá soy padre de dos niños.
Esto acaba provocando en Waní un insomnio interminable. Y escuchar los ronquidos del tonguero no mejora la situación. En ocasiones, cuando lo sabe profundamente dormido, le da fuertes codazos para alejarlo, dice ella, de Chiasa. Siendo un hombre tan respetado en la comunidad, ella no encuentra a alguien que comparta su reprobación por la doble vida.
Llega el día en que los hombres se van a pescar y quedan las mujeres a sus anchas, con los hijos. El tonguero aprovecha para internarse en la selva y soñar bajo árboles frondosos. No es nada fuera de lo común.
Cuando el sol ha comenzado a ocultarse, el tonguero regresa lentamente a su choza. No tarda mucho en llegar al tronco cortado en escalones que permite alcanzar la puerta. Sube y, antes de trasponer el umbral, escucha quejas. Son quejas, pero de placer. Pronto se da cuenta de que Waní está haciendo el amor. Cruza la entrada.
Hay un hombre blanco y larguísimo, barbado como los conquistadores españoles del siglo xv. Sí, como de otro mundo. Está desnudo y está tendido sobre Waní, quien se mueve con ojos cerrados. Un sombrero de paja, bluyín y botas de caucho están regados en el piso, pero el extraño no se parece a ningún agrónomo que frecuente la zona.
—¡Qué es esto, mujer! —exclama el tonguero enloquecido por lo que a todas vistas es una flagrante traición.
Los cuerpos que estaban trenzados se desprenden uno del otro, de golpe, como un nudo falso al que le halan un extremo de su cinta. Aparecen miradas de ojos desorbitados.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Waní
—¡¿En nuestra choza?!
—Me refiero a qué haces en mi sueño.
El tonguero mira a su alrededor con incredulidad.
—¿Es un sueño? —murmura como hablándose a sí mismo.
—Por supuesto. Vamos, vete. Sal.
El tonguero, aturdido, obedece la orden. Sale de la choza y comienza a bajar uno a uno los escalones del tronco.
¿Qué pudo ser aquello sino un sueño? El tonguero se dice que es hora de hacer caso a lo que decía su padre: No se debe permanecer ensimismado por demasiado tiempo.
Waní sigue en su encuentro amoroso hasta que la oscuridad se traga por completo el poblado. El hombre rubio, tal como apareció, desaparece. A Waní no le parece extraño que así sea, dado que fue un sueño.
Algunos meses después, llega el zigzagueante rumor de que un estudioso alemán ha estado rondando la región. Estuvo alojado, aseguran, en una cabaña en La Palma y vagó alrededor de la comunidad pesquera por un tiempo. Waní y el tonguero escuchan el chisme con curiosidad, pero no se preocupan más de la cuenta.
Unas semanas después, sin embargo, los sacude el asombro por un tercer embarazo. Es entonces que lo entienden: este tercer hijo tendrá rasgos diferentes al de los otros dos, y sus ojos, tal vez, brillen celestes y alemanes.