Ejercicios de alegría

Louise Dupré

(Sherbrooke, Quebec, 1949). Su libro más reciente es Nous ne sommes pas des fées, en colaboración con Ouanessa Younsi (Mémoire d’Encrier, 2022).

¿Cómo dar la bienvenida al día naciente, confiar en su generosidad, cómo lidiar con el naufragio del mundo? Apenas si te acuerdas de tus primeros cuentos, las bellas durmientes de matrimonios felices, la vida a largo plazo que terminaba por borrar las miserias. Pronto cambiaste los libros infantiles por la intuición del poema, viste la oscuridad desalentar la luz y el llanto verterse sobre la locura de las palabras, viste detrás de tu miopía, viste tus sueños derrumbarse como castillos de naipes. No te has preguntado cuánto tiempo puedes estar al lado de una alegría que no es la tuya.[1] Simplemente te levantaste y avanzaste, como si fuera suficiente poner un pie delante del otro para alejar la angustia.

Dices alegría pensando en catástrofe. Ves el cielo en flamas, las nubes calcinadas, y parvadas de pájaros estrellándose contra el suelo, o quizá son ángeles acostumbrados a cuidar a los niños por la noche. Y, sin embargo, te aferras a la alegría, haces el esfuerzo como si fuera un deber de conciencia, no quieres renunciar al corazón que transforma en joyas las piedras del camino, incluso si es un puro capricho de mujer que rechaza mirar la realidad frente a ella, hollín, cenizas, paisajes de congoja y de piedad. Elaboras una lista de imágenes benevolentes que podrías describir, empezando por el agua de las fuentes, y llegas al agua de las lágrimas.

Las lágrimas, crees, son el nido de todas las promesas.

Habría que inventar una palabra para la euforia que surge repentinamente del dolor, gana impulso, una palabra con alas, como los enjambres de efímeros sobrevolando los pantanos, el tiempo de reproducirse antes de sumergirse en la nada, una palabra ligera, exuberante, aromática, color de frutas y de savias, tan sonora que se sentiría de nuevo la vida burbujeando en los labios, de nuevo la fiebre de crecer, de multiplicarse, y el apetito de reír y divertirse, una palabra de adolecente que no sospecha que se hará viejo.

Habría que aprender a resolver el enigma de los insectos.

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Desearías comprender el envés del mundo, las teorías insensatas que se toman por fábulas, surfear por el ciclo de las estaciones, domesticar el rumor del mar. Recientemente, coleccionas los objetos en vías de desaparición, corales, aguas cristalinas, clemencia, pues comienzas a sospechar del instinto que se necesita para durar. Es simple, piensas, es un camino que no llega a ningún lado, sólo tenemos que ir y volver sobre nuestros pasos, luego nos vamos, mostramos menos pasión pero nos vamos, fingimos conocer un refugio seguro.

Piensas en la alegría como en una cortesía.

Una vez más celebras la caricia para aplacar el silencio, hacerlo menos sombrío, desarmarlo. Caricia, porque crees en la ofrenda de las manos, primavera sobre la piel, brisa azul, algo como un suave olor a cielo que se eleva, y el suelo a vuelo de pájaro, tan frágil que quisieras cubrirlo de bosques. Y los dedos se amoldan a la comunidad de árboles, como poeta escribes, también escribes árbol, árbol para el árbol,2 foliáceo o conífera, da igual, no les temes a las agujas. Con los años, aprendiste a hacerte una corteza, incluso delgada, incluso con agujeros, y sientes que te protegerá, puedes ahora tomar el riesgo de la ternura.

Pasas sin cesar de la alegría a la pena, lo admites, depende de los días, de las imágenes, del humor del tiempo, oscila, entrechoca, combate, a menudo te mata y tienes que resucitar, es lo que tú llamas el coraje, cada vez tomar tu cadáver por la espalda, meterlo de pie y amonestarlo, convertirte en tu madre y tu hijo a la vez sin saber quién habla en ti cuando hablas, quién escribe cuando escribes. Continúas escribiendo esas páginas que no dejan avanzar ninguna causa, solamente a mantenerte la cabeza fuera del agua todos los días.

Te inscribes en la humanidad que resiste sin aullar.

Durante mucho tiempo te sentiste Pegaso, imaginaste tu destino en el vuelo de los caballos que trajeron el rayo hasta el Olimpo, pero es demasiado tarde para el porvenir. El cielo está cerrado ahora como un claustro, vives en los tiempos del virus con coronas y te sabes vetusto, todos los días alguien te lo dice, todos los días alguien te machaca frases absurdas, y tú escuchas explotar las estrellas bajo tu cráneo, sus escamas, su sangre impura, un daño de silencios replegados sobre el miedo. Con los sesos quemados, pensamos frío, hablamos frío. Si persistes en escribir, no es para propagar la embriaguez.

Con los sesos quemados, a veces descubrimos piedras lunares donde sólo se veían guijarros, arcoíris al fondo de un insomnio. Haces nudos en tus dedos y dejas de contar las muertes del día. Le pides a la vida que te tome en sus brazos, la vida rosa, rosa caramelo, como en las cancioncitas que niegan el espanto. Afortunadamente, has sabido guardar un rayo de esperanza, todavía eres bastante ágil para doblarte y sigues fiel al olor de las hierbas, es tu medicina secreta, tu pequeña flaqueza. Dices sonriendo que hay que abrir las persianas, dejar al aire fresco penetrar en la garganta. No quieres ser un olvidado de la ternura.

Y te pones a tararear, la voz desnuda como blancura al despertar, ignoras de dónde te llega, de qué recuerdos, de qué palomas de plumaje en llamas, te sucede sin que te lo esperes, eso te aleja de la noche fantasma, eso te trasporta más allá de la muerte, y sobrevives a tu dolor. Te descubres fénix, águila roja, animal fuerte en su último ardor, estás lista para curar a todas las orquestas del mundo. Te sorprendes al rencontrar tus antiguos impulsos, vuelves a ser una muchacha de manos lisas y te pones un vestido de novia, te crees capaz de todavía decir que , de repente tienes la voluntad. Ya no pides auxilio.

Porque la alegría, la alegría en belleza, la alegría en armonía, tú
querrías lograr fijarla en la angustia de la página, pero una vez capturada se quiebra, y no quedan más que algunos fragmentos. Y sin embargo los recoges, los juntas uno a uno, muy pronto aprendiste a no desperdiciar nada, conociste los imposibles fines de mes, la penuria de los amores, la penuria de las palabras, las noches que se tragan la voz. Ya no te avergüenzas de tu pobreza, no es una falta. Has dejado de desear lo que nunca vas a conseguir, hay todavía tantas cosas minúsculas que salvar, tantos puntos ciegos para nombrar antes de devolverlos a su olvido.

Lo estás convirtiendo en tu ejercicio del día.

Versión del francés de Silvia Eugenia Castillero.


[1]  La cita en itálicas es del poeta Hector de Saint-Denys Garneau.

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