Sentirse azul, vestirse de rojo y La muerte en traje verde

Ersi Sotiropoulos

(Patras, Grecia, 1954). El primer texto es un fragmento de la novela breve «Sentirse azul, vestirse de rojo» (Ediciones Patakis, 2011) y el segundo es uno de los relatos que componen su libro más reciente «El arte de no sentir nada» (Ediciones Patakis, 2022).

Sentirse azul, vestirse de rojo

LE GUSTARÍA QUE LE DIERAN LA BIENVENIDA cuando vuelve a casa de la oficina. Por eso siempre tocaba el timbre de la puerta principal. Llamaba al ascensor mientras intentaba equilibrar los bolsos en el hombro y, en el pequeño espejo de la entrada, su cara siempre estaba sonriente, de buen humor. En el quinto piso encontró cerrada la puerta del apartamento, tuvo que tocar el timbre y esperar cargado. Sin verlo, supo que su rostro seguía alegre, sonriente.

La puerta se abría, los pasos se alejaban a toda prisa, la sombra de una prenda pasaba por su campo de visión y desaparecía. Lo recibía una habitación vacía. Las luces encendidas, el perchero que se inclina en invierno con abrigos y como un árbol seco con las perchas vacías en verano. Así cargado como estaba, con una sonrisa en los labios, miraba maravillado hacia delante.

Pagarás por esto, le decía la casa. Me lo pagarás, decían todas las habitaciones. Pero no perdió su buen humor. Dejó los bolsos sobre el escritorio como si desmontara y caminaba a grandes zancadas por el pasillo. «¡Magda!», gritó, «¡Magda!». Silencio. Pero bueno ¿dónde estaba el perro?, ¿qué hacía?, ¿por qué no corría a recibirlo con ladridos y saltos?

El perro dormía bajo la mesa de la cocina. Al oírlo acercarse, abrió un párpado y volvió a cerrarlo. Sobre la placa eléctrica, la olla estaba vacía con un tenedor con espaguetis acechando en el fondo. Hop hop, veamos la nevera. El tupper de queso vacío con migas amarillentas pegadas. Un tomate podrido. Hop hop, vamos a comer tostadas. El paquete de tostadas estaba vacío.

Se oyó un gruñido procedente del fondo de la casa. Salió al pasillo y puso la oreja. Luego se paró frente al dormitorio y empujó la puerta. Metió la cabeza por el hueco e intentó vislumbrar en la oscuridad. Las persianas estaban bajadas. El ambiente era sofocante. Magda estaba fumando tumbada en la cama.

«¿Quieres que salgamos hoy?», le preguntó desde la puerta.

Magda dio una calada, la lumbre del cigarrillo iluminó sus ojos negros y se apagó de inmediato.

«¿Vamos al cine o a algún sitio a comer?, ¿qué te parece pescado?», insistió él.

«Déjame», le cortó ella con voz ahogada y se puso en pie de un salto.

Así que estaba llorando otra vez, eso era, se dijo a sí mismo. Por un momento se quedó quieto en la puerta, mirando la oscuridad que se extendía ante él. «Bueno, si cambias de opinión, aquí estoy», dijo y salió de la habitación.

«Cerdo», gritó ella y corrió tras él. Le tiró de la camisa. «Me das asco», le dijo con voz temblorosa. Parecía dispuesta a escupirle. Su rostro estaba deformado por el llanto y sostenía un trozo de papel andrajoso. «Cógelo», le dijo, y lo empujó con todas sus fuerzas.

Él se balanceó y se apoyó en la pared. No se sentía alterado. Guardándose el papel en el bolsillo, fue de habitación en habitación como si explorara una casa desconocida. Estaba distraído, pero se fijó en los pequeños detalles: el grifo goteaba en la cocina, una hoja de ventana repiqueteaba en la claraboya. Sobre todo, se sentía incómodo caminando por la casa cuando ella estaba fuera de sí. Pero no tenía dónde ir. Esta era su casa. Este era la casa de ambos. Abrió la puerta de la terraza y salió.

No importa, se dijo, no importa. Sacó el papel andrajoso del bolsillo. Estoy sola en la cama, pensando en ti. Te beso por todas partes… El resto no se podía leer. Te beso por todas partes, eso debió enfurecer a Magda. Miró las flores en las macetas, los tiernos brotes que se mecían a la luz de la tarde. En el fondo era un tipo romántico. ¡Cómo desearía que pudieran volver a estar juntos después de una gran bronca y revivir la pasión del primer mes de haberse conocido! Hacer el amor y que ella se aferrara a su cuerpo y se retorciera y en sus ojos sólo viera su mirada, que se reflejara sólo él, sus sueños, sus deseos, en una espiral abismal que la devorara y la hiciera desaparecer mientras él emergía intacto, magnífico, único, un hombre que no necesita soñar porque todo lo que desea se ha hecho realidad, un hombre que no desea nada porque él mismo es la encarnación de todos los deseos.

Un pajarillo gris se detuvo junto a la maceta de albahaca y lo miró. Él también lo miró, sintiendo que le invadía una sensación de vértigo. El pájaro sacudió las alas y se echó a volar. Se quedó un momento en la cuerda del tendedero, luego volvió a revolotear ligeramente y desapareció. Miró la ropa colgada en la cuerda. Dos pares de calcetines suyos, un sujetador de Magda, una blusa amarilla. Y, de repente, le invadió la melancolía. Estas ropas que se estaban secando una al lado de la otra… Pasarían los años, envejecerían, morirían. Sus ropas se secarían juntas, se hincharían al compás del soplo del viento, ondearían despreocupadas en su pequeño paraíso serpentino que era el único que conocían, el único paraíso posible.

Basta. Tenía que pensar en otra cosa, reaccionar. Cerró los ojos y recordó a la pequeña gimnasta que había conocido hacía unos días, sus pechos redondos e inmaduros, su culo firme. Había entablado conversación con ella, pero no había conseguido llevarla a tomar algo. Ni siquiera se había atrevido a pedirle su número de teléfono. Y lo más probable era que no volviera a verla. ¿Cómo se llamaba? Tampoco consiguió saberlo. Llamémosla Olga. Bien, Olga… Volvió al vestíbulo, abrió el cajón del escritorio, buscó bolígrafo y papel. Luego volvió a la terraza, se sentó en la mesa y empezó a escribir con letras grandes y redondas:

«¿Cómo aguantas que estemos lejos y no hagamos el amor en este momento, Olga?».

Dobló el papel, volvió al vestíbulo, se quitó la chaqueta y guardó la nota en el bolsillo interior.

«Voy por tabaco», gritó. Estaba seguro de que en cuanto oyera cerrarse la puerta, ella correría a rebuscar en su chaqueta. Esperó un minuto, apoyado en el marco de la puerta. «¿Quieres que te traiga algo?». Silencio. Abrió la puerta y salió con una sonrisa de triunfo en los labios. Al final, soy un romántico incurable, se dijo a sí mismo.

La Muerte en traje verde                                

REGRESO A ATENAS DESPUÉS DE UN MES con los peores propósitos. No es que pase nada terrible, pero por una vez me gustaría saltarme el verano, las exclamaciones sobre las islas, los escaparates con bañadores. Ojalá fuera ya septiembre, las primeras lluvias, el olor a tierra mojada, y esta pesadilla hubiera quedado atrás. Familiares esperando en llegadas, bebés gritando, agentes plantados con carteles. A mí nadie me espera. Me gusta volver sola, tomar un taxi o un autobús, y en el trayecto a casa fingir que mis pensamientos siguen, de la mano del azar, su propio hilo.

Fuera de la terminal del aeropuerto, voces ahogadas, bocinas, gargantas temblorosas. Y calor, calor como si estuvieras en un baño turco. Algo tiene que pasar, me digo, y afortunadamente pasa. He sacado billete y me enciendo un cigarrillo mientras espero el autobús. Dos mujeres charlan a mi lado. La conversación, sobre el colesterol. «Milner ha sacado un queso feta con solo un 17% de grasa, y ese es el que compro», dice una de ellas. «Yo compro feta de Calábrita», dice la otra. «¡Pero con la grasa qué tiene!», dice indignada la primera. «Lo sé», le responde melancólica la otra, «pero es el mejor». Las miro de reojo. Es increíble lo que alivia escuchar una conversación entre desconocidos. Te cuelas como un vampiro en sus vidas y ese poquito de sangre que les sacas tiene un efecto tranquilizador, sea cual sea el tema de conversación. Las mujeres hablan de su viaje, habían ido a visitar a sus hijos a Londres, todo de maravilla, pero se alegran de estar de vuelta. «¡Ay! ¡Grecia!», suspira la del feta Milner.

Arrastro la maleta al autobús y me siento junto a la ventanilla. Afuera cae la noche, cenicienta, algodonosa. El autobús se va llenando. De pie frente a mí, un joven, muy delgado y feo, muy seguro de sí mismo. Feo pero guapo, pienso. Esquelético y con el culo alto. Lleva pantalones con bolsillos militares, en la camiseta pone «Ragazzi». Un muchacho de Pasolini. Albanés, seguro. Por alguna razón me lo imagino comiendo yiros, cómo mordería el pan pita a mordisquitos audaces, separando el tsatsikide la cebolla con esos fuertes labios rojos, cómo escupiría, cómo…

Algunos se han dormido. Una pizca de aire se cuela por las ventanas abiertas, y más allá, en las colinas calvas, las luces están todas encendidas. La temperatura rondará los cuarenta grados al entrar en la ciudad. En el cruce con la avenida Alexandra, el aire es tan pesado, tan aceitoso, que parece que el asfalto echa humo. Personas y automóviles reman en la espesa gelatina. Hay un método llamado PNL, programación neurológica o neurolingüística o algo así. Lo he leído en alguna parte. Tienes que visualizar lo que te asusta para poder enfrentarte a ello. Eso hago yo ahora, intento visualizar el verano griego.

Bajo del autobús empujando la maleta. Filas de taxis vacíos. Perros callejeros. Un poco más adelante hay un solar y un viejo almacén reconvertido en bar. Más allá, en un cartel de las rebajas arrancado, saltan de un cubo cuerpos y cabezas. Dos obreros desmontan una marquesina encaramados a una escalera a punto de derrumbarse. Hierros que cuelgan, el local está abandonado y muestra su vacío como un vientre abierto. Sigo mi camino. En un parterre, una pareja besándose, toman aire, se miran a los ojos y vuelven a empezar.

Veo a un tipo parado a la entrada del edificio, leyendo los nombres en los timbres. Estatura media, arreglado, lleva un traje verde.

—¿Busca algo? —le pregunto.

Y antes de que me responda, oigo su risa. Se aparta para dejarme entrar.

—Soy nuevo —me dice.

 Yo no digo nada. ¿Nuevo inquilino? ¿La Muerte en traje verde?

Subo en el ascensor. Una cucaracha con un caparazón compacto y brillante espera frente a la puerta del apartamento. Inmóvil, agitando perezosamente las antenas. Todo en orden. Todo en su sitio.

P. S. 3 días después, la cucaracha sigue ahí. La Muerte no se ha presentado

Traducción del griego de Vicente Fernández González.

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