La temporada de lluvias está comenzando, y con ella los mosquitos, que impertinentes torturan con sus aguijones mis noches y las partes de mi cuerpo que se resisten a soportar el calor de la sábana. Recientemente escuché en el Café Scientifique que no es antiecológico matarlos —constituyen una plaga—, pero sí lo son los remedios químicos (plaquitas, aerosoles e incluso gises) existentes en el mercado. Así que solicito una araña, una grande y glotona que acabe con ellos. Tal vez un pariente cercano de ésa que no pude resistirme a aplastar hace unos días con mi zapato ante la duda sobre su peligrosidad. Ahora entiendo, como dijo el charlista en el Café, que he venido a irrumpir en la cadena natural de alimentación, y que bastaba con quitar sus telarañas para desalentarla y hacer que mi casa ya no le resultara tan hospitalaria.
Como ésta, son muchas las cosas que he aprendido en el Café, este espacio de ocio para pensar y platicar la ciencia, que desde hace seis años tenemos en la Casa iteso Clavigero, en Guadalajara, los primeros martes de cada mes. Aquí he tenido la oportunidad de dialogar con grandes científicos del país y de la ciudad. Conversar, taza de café en mano, no sólo sobre asuntos propios de mi interés, sino también sobre inquietudes y cuestionamientos que las propias charlas suscitan.
En el Café no tienen lugar conferencias, y mucho menos es un espacio para conocedores. No se me olvida la escena en la que un pequeño de alrededor de siete años, abrazando un dinosaurio de felpa, se acercó al ingeniero Federico Solórzano, eminente paleontólogo de la ciudad, a confesarle que de grande quería ser igual que él. Tampoco cuando un joven de secundaria, sin pena alguna, lanzó la pregunta «¿Qué es la vida?» a Antonio Lazcano, uno de los más reconocidos biólogos a nivel mundial. Ni la asistencia a numerosas sesiones del doctor Herrera, quien hasta sus 93 años nos acompañó en el Café sin perder la oportunidad, cada vez, de levantar la mano y plantear una pregunta o hacer un comentario.
Con un público heterogéneo en edad, intereses, ideologías y formación, en el Café Scientifique durante dos horas un científico invitado abre la charla con una breve presentación de su tema, sin apoyos audiovisuales; después de un breve descanso para llenar de nuevo la taza de café, se destina el resto del tiempo al diálogo con el público asistente. Nuestra primera sesión fue en septiembre de 2003, y desde entonces, diez meses al año, la Casa iteso Clavigero abre sus puertas al público en general.
El Café Scientifique forma parte de una red de cafés en el mundo que comparten un origen común. La idea está basada en el Café Philosophique, que comenzó en París en 1992, impulsado por el filósofo Marc Sautet, para abrir un espacio en donde la gente de cualquier formación pudiera discutir temas de filosofía. Tiempo después, el inglés Duncan Dallas adaptó el modelo a la comunicación de la ciencia, y hoy en día es larga la lista de cafés científicos que se realizan en el mundo, la mayoría organizados por universidades —aunque no exclusivamente.
Por nuestra mesa han pasado muy diversas ramas de la ciencia, en charlas como «Pentacuarks con encanto», «Vida en el Universo: qué sabemos, qué ignoramos», «¿Qué tienen de interesante las rocas?», «El océano perturbado. Tsunamis, solitones, olas monstruosas y otras ondas», «Entre gritos, picos y pericos», «Planeta prestado: las fuentes renovables de energía», «Ciencia escrita en piedra: alineaciones astronómicas en la cultura maya», entre muchas otras. Hemos charlado también sobre la propia ciencia en sesiones como «¿Para qué sirve un museo?», «Ciencia y charlatanería (o la ciencia como cultura)», «El retorno de la diosa: la teoría Gaia y la nueva ciencia» y sobre la importancia de la divulgación científica misma. También la tecnología ha tenido su lugar, con la participación de expertos en radiodifusión, nanotecnología, electrónica, energía solar y hasta en los secretos químicos detrás de la producción del tequila.
Todo esto nos ha permitido a muchas personas no sólo expresar nuestras inquietudes en torno a estos temas, sino generarlas. Tal vez, de no haber asistido al Café, no hubiera habido la ocasión para que algunos nos cuestionáramos e hiciéramos preguntas como las que se han planteado ahí en estos años: si tenemos el genoma de un ser vivo, ¿podemos reconstruirlo como si fuese una casa? ¿Tiene algo que ver la Navidad con el solsticio de invierno? ¿Cuánto se invierte en México en geomática o en robótica? ¿Está bien tener aves en cautiverio? ¿Cómo se restaura la capa de ozono? Y mucho menos para obtener respuestas de parte de protagonistas directos de ese camino que desde hace muchos años el hombre ha ido perfeccionando para conocerse y conocer el mundo: la ciencia.
Desde lo más concreto, como distinguir una araña ponzoñosa de la que no lo es, hasta adentrarnos en los cuestionamientos más arrojados que se han planteado los científicos para conocer el insondable universo, pasando por la puesta al día de las aportaciones de Darwin, el manejo de una crisis económica o la posibilidad de que México tenga un programa espacial, el Café ha permitido, como en algún momento comentó el neurólogo y escritor Oliver Sacks, «regresar la ciencia a la cultura».
Así que, además de la araña, también busco quién acepte la invitación y nos acompañe el primer martes de cada mes en la Casa iteso Clavigero, a las 19:30 horas; la entrada es libre.
Más información en www.cultura.iteso.mx/cafe.
Casa iteso Clavigero: José Guadalupe Zuno 2083 (entre Chapultepec y Marsella), en Guadalajara.