Rojo (fragmento) / Uwe Timm

Estimados familiares y amigos del difunto:

    
Estamos ante alguien que supo aprender de sus experiencias, y eso es lo mejor que podemos decir de él; alguien que no fue testarudo, que se entiende a sí mismo como un ser en constante proceso de evolución; Edmond, que una vez quiso contribuir a fundar un verdadero partido revolucionario en Alemania, que mantuvo en alto la tradición de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tse-tung. Edmund, que el 1 de mayo era uno de los doce miembros del Buró Político que portó por las calles la pancarta de doce metros de ancho y tres metros de alto, montada en unos troncos de bambú, la cual mostraba las cabezas de los antes mencionados; él, que una vez superadas las dudas sobre su lealtad constitucional —pues en verdad había pretendido fundar una República Popular según el modelo chino—, y en vistas de que no pudo entrar a trabajar como maestro en el servicio público, había empezado a comprar a granel vino francés en aquellos sitios adonde había ido a trabajar durante las vendimias. Compró primero por botellas, luego por cajas. Viajó por todas partes y, a veces, lo acompañaba Vera —que también había estado en el Buró Político—, y los dos empezaron a almacenar las botellas en el sótano del edificio multifamiliar donde vivían alquilados por entonces. Ofrecieron el vino en venta entre el círculo de amigos, bien selecto, a precio relativamente asequible, y ellos mismos lo probaban a menudo y lo bebían en cantidades. Edmond entró con buen pie en el negocio, era el momento justo para ello. Se expandió. Abrió vinateras, tiendas mayoristas, vendía vinos franceses, pero también foie gras, mermeladas, miel, vajillas, asadores de hierro fundido, libros de cocina y, por supuesto, también organizaba veladas de degustación. Muchos maestros y maestras graduados, con examen estatal aprobado, dirigen sus filiales, veteranos del sesenta y ocho que, tras un procedimiento de audiencia, quedaron excluidos debido a sus actividades subversivas y anticonstitucionales, o gente que ni siquiera intentó entrar en el sistema, o que ni siquiera recibió el empleo por causa de la llamada «avalancha de maestros». Cinco meses antes de que la organización para la creación de un Partido Comunista de Alemania —un partido fiel a los principios y comprometido con la revolución— se disolviera por sí sola, Edmond, sencillamente, ya se había apartado de sus filas y se había independizado gracias a su negocio de vinos. Cuando, al cabo de un par de años, empezó a crear las filiales, les dio empleo a sus antiguos compañeros de partido, no sólo a los de su grupo de antes, sino también a los de otras organizaciones comunistas de base que, entretanto, también se habían disuelto. Aquellos revolucionarios, gente que antes combatía ferozmente entre sí, representantes cada uno de la otrora única línea partidista correcta, vendían ahora juntos, en un negocio, el vino francés. Ellos, que antes se habían insultado en plenas discusiones, llamándose «Traidor a la clase obrera», «Siervo del capitalismo», «Agente a sueldo del capital», «Parásito con piel de obrero», discuten ahora con los clientes acerca de la calidad de las añadas de los vinos de Borgoña y Burdeos, así como de problemas políticos, del medio ambiente, del Tercer Mundo, de la corrupción, de las donaciones partidistas, aunque esto último lo hacen sin estrecheces, sin dogmatismos, más bien de un modo calmado, mientras el buen vino rojo (digo, tinto), mientras el queso y el foie gras hacen lo suyo, convirtiéndolos en demócratas serenos, moderados y fieles a la Constitución, o por lo menos eso era lo que afirmaba Edmond. De esos depósitos de vino, creo, Edmond llegaría a tener unos once, repartidos por toda la llanura del norte de Alemania.
    
Hace seis años Edmond y Vera compraron la casa, con techo a cuatro aguas, tejas de pizarra, grande, luminosa, con vistas a la linde del bosque. Vera fue quien la decoró. Ella colecciona grabados y carteles, antiguas vajillas campesinas francesas, pintadas a mano; lo único que no tienen es hijos, por desgracia, pero por lo demás todo les va bien.
     Genial.
     Sí, durante muchos años han sido uña y carne. Vera abrió en las tiendas un departamento de artesanía en el que vendía tazas, fuentes y copas de Francia, todo lo que forma parte del lifestyle. Y también ella es tough. «She is beautiful. She is ginger». Dice Edmond. También se compraron una casa en Francia, «una casita», dicen ellos, «une petite maison». De todos mis conocidos, son los que más tiempo llevan juntos. Un matrimonio muy interesante, hay que decirlo así.
     ¿Y todavía funcionaba? ¿Es decir, en la cama?
     Y de qué manera. Era uno de esos matrimonios apasionados, de esas parejas que se pelean hasta sacar el cuchillo, literalmente, pero que siempre se reconcilian después; en la cama, por supuesto. Un matrimonio como una puesta en escena de ópera.
     ¿Y tú cómo lo sabes?
     Pues yo dormí varias veces en su casa de Hamburgo. Probablemente ello también formara parte de esa representación operística, esa necesidad de tener espectadores, o más bien oyentes, les daba cierto toquecito perverso. Porque cualquier buena relación, cualquier matrimonio, según afirmaba Edmond, desea ser llevado a escena. La cuestión es únicamente cómo se hace. De ese modo podemos agitar desde el escenario.
     Cuando yo me quedaba en su casa, se producían auténticas peleas. A finales de los años setenta discutían sobre el pasado político. Vera, al contrario de Edmond, había permanecido en las filas del partido. El partido se había disuelto por sí solo a falta de miembros. En los años ochenta, el tema de sus peleas cambió, la política fue sustituida por el arte, y al final ya sólo discutían sobre personas, ausentes y presentes. Vera asumía el papel de estar, por principio, en contra de todo. Ella era la eternamente crítica. La dura.
     —Pues despide a ese tipo si bebe. Eso es un caso social. Nosotros también lo seríamos si no nos defendiéramos contra viento y marea. ¿A qué viene eso entonces?
     La última vez que los vi a los dos juntos, estábamos sentados en el gran salón, con el maravilloso cuadro de Kirchner en la pared, el que Edmond le había regalado a Vera por su cumpleaños: una pareja de color azul chillón, mientras detrás titilan los destellos de la gran urbe.
     —Edmond es muy flojo cuando se trata de los viejos compañeros, ¿no lo crees? —preguntó ella—. ¿Y sabes por qué? Porque él mismo se escaqueó. Ésa es su mala conciencia. Y tú también —dijo, señalándome—; tú también te fuiste calladito, te arratonaste. Pero por lo menos tú sólo estabas en ese grupito revisionista, comunistas lavados con suavizante —dijo y alzó la copa a mi salud—. ¡Por vosotros, mis dos héroes!
     Edmond se mantuvo tranquilo, fumó, bebió el Borgoña y dijo:
     —¿Tú también conoces a Zielke, no? Seguro que te acuerdas, el que estudiaba Germánicas, pues ahora le da tanto al vino que ya a primera hora de la tarde está hasta las cejas. Pero si lo echo, ¿qué pasará con él? A ése nadie le va a dar trabajo. Sería un caso social, un vagabundo.
     —Vaya manera la de Edmond de tranquilizar su conciencia: ridícula, grotesca. Imagínate, se mete en cada cosa; le da un crédito a un fracasado como Hellmann, que había abierto un restaurante, y se lo da únicamente porque el tipo fue alguna vez un simpatizante de nuestro partido, jamás un miembro pleno; ya desde entonces era un flojo, se apartó de inmediato cuanto tuvo que ir a trabajar a una empresa por medio año; pues a ése le da un crédito Edmond, y el tipo, en seis meses, está en quiebra, otro de esos antiguos ceros a la izquierda—. Y entonces sí que Vera se ensañó—: Esos fracasados, ése fue uno de los errores principales de toda la izquierda, el haber dado fundamento ideológico a la gandulería. Explotación del proletariado, puede que eso fuera cierto en época de Marx, pero ahora ninguno de ellos da el callo, trabajan treinta y ocho o treinta y seis horitas a la semana y se quejan. Todos se quejan. Y siempre esos escudos de protección ideológica: fracasados, criminales, siempre recurrimos a todo el arsenal explicativo del entorno social, la infancia y esas cosas: «No puede, pero ya será, mejorará». Basura. Por eso fracasó todo, el socialismo entero. El que es vago, el que no trabaje como es debido… pues una patada en el culo, una patada, hay que echarlo, ponerlo a media ración.
     Ésa es Vera cada vez que se ha tomado una botella y media de vino rojo (digo, tinto), la antigua luchadora por la justicia y la hermandad (femenina, claro), aunque, y eso hay que decirlo, tampoco ella actúa como habla.
     Pero Edmond se lo toma todo muy en serio y dice:
     —Mírala, quiere poner otra vez a la izquierda en la vanguardia por medio de un sólido darwinismo social. Vanguardia, eso se corresponde con tus nociones de hoy. Lo militar. ¿O no? ¿Te acuerdas que los campos de concentración estaban organizados militarmente? ¿Y también el gulag?
     —Oh, santo cielo. Nuestro Edmond, Edmond, Edmond… El hombre que antes admiraba el ensayo de Stalin sobre el lenguaje; Edmond, eso debes saberlo, ha envejecido, en todos los sentidos —y al decirlo, Vera lo miró fijamente, con frialdad, con los ojos entrecerrados—. Míralo —dijo dirigiéndose a mí—, tan flojito; y sí, esto sí que es darwinismo social.
     —Exacto —dijo Edmond—. Tannhäuser lo dice con franqueza, libremente —y entonces Edmond, con hermosa voz de barítono, se pone a cantar la melodía de Wagner—: Ah, este pecho que tiembla lleno de fervor, que antes se henchía frente al puño del obrero, decae ahora lentamente, en pena.
     Sabía cantar muy bien Edmond.
     —Sí, unas cosas decaen y otras ya no se quieren levantar, así es; canta ahora algo de Los Pantalones Muertos. No vamos a ser hipócritas, ¿verdad? Al menos eso nos propusimos.
     Conocía eso, era algo que se repetía. Luego uno yacía en la cama, en esa habitación de invitados decorada con tanto gusto, con los bocetos de Grosz y Dix en las paredes, pero en la que, extrañamente, no había televisión, ni radio, ni reproductor de cd, pues nada debía distraer al huésped del drama acústico que podía escucharse a continuación, tras una noche de crueldades y comentarios maliciosos, la pelea continuaba en la planta de arriba, la voz de él, la voz de ella, a veces intensa, a veces más baja, a veces muy intensa, cada vez más, y luego la calma, y de repente un jadeo, sí, un tenue jadeo, manso, salido de la boca de Vera, y un agradable resoplido de Edmond, no penetrante, pero sí perfectamente audible.
     Conocía eso, sabía por ambos cómo funcionaba, pues ellos hablaban abiertamente del asunto, necesitaban esas peleas, eran la sal de su relación, eran la puesta en escena de un matrimonio salvaje y opuesto del que ambos estaban orgullosos, una pelea que se produjo desde el comienzo, después de la primera noche, cuando se acostaron en aquel viñedo, y luego él lo hizo con una chica danesa y ella con un estudiante polaco. Pero más tarde, un año después, volvieron a encontrarse y desde entonces estaban juntos, sin peligro, como ambos afirman, aparte de las ocasionales y breves aventuras de Edmond.
     Ella, por el contrario, tenía una fijación con él, aunque formaba parte de su puesta en escena el ofrecerles su respectiva pareja a otros huéspedes: «Si te apetece», decía Edmond, «puedes hacerlo, si Vera te gusta de verdad, puedes irte con ella a la cama; pero eso porque eres tú, nadie más». Sin embargo, estoy convencido de que jamás se produjo un verdadero intercambio de parejas. Porque cada vez que algún despistado huésped pensaba meter mano, ella se mostraba de repente reservada y renuente, incluso caprichosa, aunque ya hubiera colocado sus piernas sobre el regazo del invitado, con la falda levantada. Es —y eso lo sé— ese pequeño toque, los lejanos recuerdos de las saturnales juveniles en los viñedos, la ebria alegría que jamás volverá a presentarse.
    
Iris duerme. Escucho su respiración, una respiración breve, en busca fugaz. Y no puedo recordar el haberme acostado alguna vez con una mujer que respirara tan bajito mientras dormía. Es como un breve aleteo. Y yo no puedo dormir, por las idioteces que sean: porque podría ponerme a roncar y despertarla, y por esa idea, la idea de un hombre viejo —o digamos más bien de un hombre maduro—, acostado junto a ella, con la boca desencajada, y luego, para colmo, roncando, porque la campanilla en la garganta se pone fofa. La razón de los ronquidos es horrorosamente banal, y me permite reconocer, al mismo tiempo, ante qué detalles fracasa mi ecuanimidad, la ecuanimidad que he venido entrenando, con la cual había pretendido entrar en la vejez, como si fuese armado con una segunda piel impermeable; y ahora se ve bien claro de dónde le vienen los agujeros a esa segunda piel. Iris se da la vuelta, hace un delicado chasquido y sigue durmiendo. Una vez la oí hablando mientras dormía, palabras aisladas, un susurro, como llegadas de una bóveda profunda y oscura. Sin coherencia. Y cuando la acaricié, cuando acaricié su cálido cuerpo —el cuerpo del que salían esas palabras, la cabeza en la que habían sido pensadas—, ella volvió su rostro hacia mí sin despertarse, estiró su mano buscando a tientas, y de inmediato volvió a hundirse en unas profundidades insondables.
    

     Traducción de José Aníbal Campos
 
 
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