De noche / Monika Maron

Excepto la de su propia casa, no había ninguna ventana con luz en toda la calle, ni una siquiera. Nadie había olvidado tan siquiera apagar la luz. Seguía nevando. Una brillante capa de nieve intacta cubría la sucia y helada del día anterior. Johanna dio el primer paso con cuidado y verticalmente en la nieve, por lo que se marcó una clara huella de su zapato, la única en la calle. Hey, camina, dijo al perro, que se había detenido junto a ella y esperaba que le indicara la dirección. Después corrió al galope hasta la siguiente esquina, donde podía comprobar la posible presencia de sus congéneres desde los tres lados. Como no encontró a ninguno, bajó la nariz; no detectó ningún olor en la nieve fresca y se iba y venía, de acá para allá, confundido entre los árboles del pequeño parque. Johanna se puso el gorro y el chal con que cubría su boca; su aliento húmedo permaneció fijo en la lana. No comprendía exactamente por qué sus pasos producían aquel ruido infernal en la nieve, probablemente millones de cristales que se rozan entre sí. El golpeteo claro de las bandas de aluminio del collar en el cuello de Bredow le indicó que andaba por el parque, registrando directamente en el grueso cerco de arbustos deshojados. En definitiva, debía comprarle un collar con luz: un perro negro lo necesita, le dijo el otro día la cazadora del número catorce; sólo debía colocárselo en la noche, pero sin falta.

Johanna llamó al perro. A pesar de que bajó la voz, le sonaba a ella misma fuertemente cortante, como si se prohibiera en general llamar algo en este silencio. Bredow, dijo afónica, casi susurrando. El perro salió de la maleza. Corrió hacia ella, como un tijerazo, por la blanca superficie. Nada, excepto Bredow y ella, se movía a todo lo largo y ancho; ni el más ligero viento se sentía. No tenía frío, a pesar de que casi siempre tenía frío. Lanzó a Bedrow una bola de nieve, él la devoró y salió corriendo hacia atrás contoneándose delante de ella. Si ella no lanzaba la siguiente bola de nieve, ladraría en medio de ese silencio insondable. Después de la tercera bola sólo sacudió un poco la nieve con la punta del pie. Bredow saltó hacia los copos de nieve más grandes, la nieve le colgaba centellante en la barba y en las cejas. Qué lindo perro eres, dijo Johanna.
     Ya en la puerta de la casa, miró hacia la ventana del segundo piso. Desde la oficina de Achim salía opacamente la fría luz de la lámpara halógena. ¿Su marido siempre trabaja?, le había preguntado la cazadora. Podía verlo directamente en la ventana y lo había descubierto en el escritorio, en cualquier momento de la noche. Ella lo sabía, su marido no se sienta en el escritorio, más bien en la peana. Un día había decidido cazarse a sí misma, desde entonces ya no molesta más.
     Ven, dijo Johana al perro, vamos por otra vuelta.
     Bredow, feliz por el inesperado vuelco, saltó al otro lado de la calle y marcó los árboles de enebro, en el patio de la casa de la esquina.
     Evitaron las grandes avenidas que dividen el barrio en todas direcciones, como anchos ríos, de los barrios colindantes. Frente a la oficina postal, donde Bredow de vez en cuando ya había encontrado otros perros, se detuvo y, cuando la puerta automática se deslizó en silencio, corrió a la antesala, donde él esperaba molesto, pues Johanna no lo seguiría sino hasta que la puerta volviera a abrirse y lo liberara. Johanna debía reír, y repetían el juego de la puerta dos veces más.
     En la calle de Berchtesgadener vieron una huella fresca que, desde la entrada de una casa, en unos veinte metros, iba a lo largo de la acera, hasta un hueco para estacionar en el que obviamente había estado parado un coche durante la nevada: la primera huella humana que encontraron esa noche.
     Antes, pero mucho antes, cuando aún no tenía coche ni dinero para taxis, cuando aún vivía con sus padres y después en aquella ruina de la calle Metzer, andaba con frecuencia sola por la ciudad, cuando volvía de una fiesta o si, en medio de la noche, quería visitar a alguien que no estaba en su casa. Recordaba con exactitud la sensación de triunfo, en la que ella había podido desplazarse en la profundidad silenciosa de la ciudad abandonada por la gente, cuando se había imaginado que todas las personas habrían muerto o huido y todas las casas y las calles le pertenecían ahora. Ella, Johanna, había conquistado la ciudad, sin luchar, por la mera existencia; pues algún fantasma que había acabado con todos los demás no la afectó. La ciudad era suya, sólo de ella.
     Johanna no sabía si para entonces ella no tenía miedo o si el miedo era parte de eso, porque éste debía ser conquistado como la soledad. Quien estaba solo y era responsable de su propio miedo era adulto. Más tarde, cuando nadie podía dudar que era adulta, ella retiró probablemente su reto a la ciudad. Sólo se había hecho cargo de los caminos solitarios durante la noche, cuando eran inevitables, y las ventanas iluminadas más bien la tranquilizaban y no permitían que se imaginara a los enemigos sobrevivientes detrás de ellas. La ventana iluminada de Rosi B. le hacía recordar que casi siempre la había acogido como la señal de un faro en la entrada de su calle. Algunas veces también había tocado a su puerta; una vez, incluso, en la madrugada, a las tres y media. Rosi había abierto la puerta: en una mano el tejido, una sonrisa infantil en su cara redonda y abultada de cortisona dijo sin mostrar signos de asombro: ¡Ah, eres tú!, entra. Le había ofrecido una taza de té y, ya que Johanna había aceptado un vino a esa hora y en su ambiente, abrió una botella, aunque ella misma tomó té. Ella no estaría en condiciones de beber alcohol, había dicho probablemente. Que no era capaz de algo para lo que los demás sí estaban capacitados, era parte de los recurrentes comentarios de Rosi, que añadía o anticipaba, con su robusta y sensata voz, como una información que se solicita en casi todas las conversaciones.
     Lo que Rosi oía de los proyectos de otras personas, o lo que contaba ella misma, lo completaba mediante la notificación de que ella misma no sería capaz de hacer eso mismo, y observaba a sus interlocutores con expectación y paciencia, como si ellos debieran tener una cura para su infelicidad. Rosi era una actriz. Johanna la había visto en papeles importantes, cuando Rosi todavía era una estrella. Se contaba que Rosi había enfermado desde que su marido, un director, trabajaba en el teatro en Düsseldorf y allí vivía con una actriz, cuando no estaba con Rosi y sus dos hijos en Berlín Oriental. Rosi negó la relación. A veces, su marido traía a la actriz a Berlín Oriental, donde Rosi cocinaba para los dos. Rosi decidió ver en la actriz a una amiga. Algunas veces, Rosi había decidido ir a un estreno en Düsseldorf. Desde que se había mudado, hacía casi ya seis años, Johanna no la había visto más. Tengo que visitarla —pensó—, sin falta mañana, o la semana que viene.
     Ahora Bredow había descubierto bajo la nieve un olor que le interesaba. Escarbó en la nieve y lamió la capa de hielo de abajo, probablemente la orina congelada de algún contrincante que Bredow derrotó. Orinó su legado caliente sobre ella y con la cola erguida siguió corriendo.
     Desde hace un año, tal vez dos —sucedía cada vez con más frecuencia que un acontecimiento había ocurrido antes de lo que Johanna creía—, hace algún tiempo alguien le había dado un saludo de parte de Rosi; nada más: sólo un saludo. Había sentido un deseo fugaz de las palabras y frases peculiares de Rosi, en las que se mezclaban un dialecto de un pueblo alemán del norte con la experiencia lingüística de Shakespeare y de Brecht y que, por la precisión esmerada con que Rosi contaba, sin importar si hablaba de un patrón de tejido de punto o de la amenaza de guerra nuclear, siempre sonaba un poco divertido. Por ejemplo, a un sujetador Rosi le decía un trapo de tetas, y el recuento sobre la árida separación de alguna pareja de actores siempre lo terminaba con la frase: Si en verdad fue correcto o no, que ella le lanzara, uno por uno, su colección de discos por la ventana, tampoco lo sé.
     Seis años viviendo en aquella zona, a doce minutos caminando al sur de los grandes almacenes KaDeWe, y Johanna no conocía a un solo ser en cuya puerta pudiera tocar, simplemente así, de paso, y de ningún modo ya por la noche. Sólo en los últimos meses, desde que sale con Bredow tres veces al día alrededor de la manzana, ha llegado a conversar una y otra vez con otros dueños de perros, de quienes apenas conocía los nombres de sus animales, y nunca había sentido el deseo de algo más que compartir las direcciones de veterinarios. O como cuando el episodio de
los collares luminosos, con la cazadora. Por el contrario, disfrutaba de los paseos solitarios por la noche, cuando no pudiera encontrarse ni a la señora Cindy (West Highland terrier) o a la señora Rambo (Dackel terrier mestizo) ni al señor Kitty (dálmata) o incluso al Sr. Natalie (podenco). Aunque para Bredow el placer de cada salida parecía consistir precisamente en eso, en encontrarse con otros perros, Johanna sentía que esos encuentros molestaban su relación con él de manera que a ella misma le parecía ridícula. A la vista de un perro, Bredow sólo se interesaba por él y remitía a Johanna a su compañía humana, como en efecto corresponde a la naturaleza de todos, pero justo por allí se dificultó la particularidad del vínculo entre ellos, Johanna y Bredow. No es que Johanna envidiara el olfato, el salto o los juegos del perro o que ella le hubiera atribuido un pensamiento o comprensión humanos, pero desde su fatal encuentro con Bredow, en la salida de la autopista, donde Johanna en ese entonces había liberado a un perro sin nombre y con la nariz mocosa de un contenedor de basura, donde una persona sin corazón lo había atado, ella creyó que era una coincidencia, que debía significar más, como que ella ahora, al igual que otros millones de
personas, también tenía un perro y por ello se unía sola a ese millón
de personas y, cuando Bredow encontraba a sus congéneres, debía hablar con ellas. Cuando andaba de noche sola con él, eran precisamente lo que Johanna veía en ellos: dos criaturas, cada una de las cuales cuidaba de la otra.
     Bredow, que entre tanto andaba tranquilo junto a ella, se detuvo repentinamente, levantó las orejas, de modo que sólo las puntas de afuera se inclinaran hacia delante, y miró concentrado hacia la intersección delante de ellos, donde segundos después el brillo azulado de los faros anunciaba un coche que se aproximaba. Al poco tiempo de eso, rodó lentamente de izquierda a derecha y dejó atrás dos ranuras profundas en la nieve. Ya, dijo Johanna, vamos otra vez a la oficina de correos.
    

     Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht
 
 
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