El comienzo de algo / Siegfried Lenz

Con dificultad, Harry Hoppe bajaba por el muelle. Tenía el torso inclinado hacia delante, en una mano una maleta de cartón y en la otra una caja, atada con un cordón. De esta manera se empujaba contra las ráfagas de la tormenta de nieve que ya había empezado en la oscuridad de aquella mañana de víspera de Año Nuevo. El frío se arrastraba desde los almacenes, de las montañas de carbón para los buques y que brillaban mojadas; placas de hielo flotaban en las aguas oscuras del río, haciendo círculos en la corriente, arrastrándose y quebrándose a lo largo del muro; ráfagas de aire pasaban con velocidad sobre ellos, levantaban y crispaban las partes abiertas del agua entre las placas de hielo. Debajo de la tormenta de nieve aparecía Hoppe, al principio únicamente una sombra, un anuncio forzado de sí mismo, salía en el extremo exterior del muelle, con mucho esfuerzo, la frente hacia abajo y contra los golpes del viento, que intentaba abrirle los brazos con el equipaje; apretando el abrigo contra su cuerpo, avanzaba sin cesar hacia abajo, a la caseta verde de aduanas. Cuando estuvo bajo la protección del viento de la caseta de aduanas levantó por primera vez la vista y miró a la cara gris del hombre, que estaba apoyado con el hombro en la caseta y que lo observaba. Era un hombre viejo con chaqueta sucia, zapatos inmensos en los pies, una mochila floja, de la cual sobresalía una báscula —le colgaba en la espalda—; entre las manos tenía una sierra que brillaba con tono azul y a la mitad envuelta con restos de un costal. Permanecía allí inmóvil, únicamente el pedazo cicatrizado de su dedo índice se movía, deslizándose muy cerca sobre la hoja azulosa de la sierra. Hoppe bajó la maleta y la caja atada con un cordón, se quitó la nieve del escote, limpió los zapatos en la caseta de madera y se acercó bastante al hombre, quien lo estaba observando con atención y desconfianza. A la sombra del viento Hoppe veía el camino hacia atrás, por donde había llegado; veía río abajo, encima de las placas de hielo que allí flotaban: la nieve caía en diagonal, escondiendo del otro lado la orilla, el astillero y el talud pelón, como detrás de una reja blanca de cordones tensados; la nieve se levantaba en remolinos: cuando las ráfagas entraban a la reja, fue lanzada hacia arriba como en una detonación y enseguida bajada justo encima del agua. Mientras la cara de Hoppe estaba volteada hacia el río, contemplaba por el ángulo de sus ojos al viejo, que estaba allí parado en una inmovilidad sospechosa y que sólo frotaba levemente el pedazo del dedo índice sobre la sierra.
     «Un día miserable», dijo Hoppe, se volteó y casi tocó al viejo, lo observó un segundo para luego hablarle a su cara gris: «Mi barco se fue, estaba amarrado aquí en este muelle… no hace mucho. Es un buque faro, fuimos a repararlo al astillero». El hombre con la sierra permanecía en silencio, sin moverse, permanecía apoyado en la pared de la caseta.
     «Aquí estaba atracado», dijo Hoppe y señaló al muelle sucio, «en este lugar estaba amarrado. A lo mejor lo ha visto, creo que no hace mucho que partió».
     «Nada», decía el viejo, «nada»; tragaba saliva, sacudía la cabeza, como si jamás hubiera visto algo, y si acaso hubiera visto algo, no estaría dispuesto a decirlo en este momento o en cualquier otro. Su dedo índice reposaba ahora quieto sobre la hoja de la sierra, su mirada se soltaba del otro y recorría el río, desde donde penetraban desconsoladas las señales de llamada de una barcaza, mutiladas por la tormenta de nieve. La barcaza permanecía invisible.
     «No puede haber sido hace mucho tiempo que se fueron», decía Hoppe.
     El viejo permanecía en silencio; vio encima de él con rechazo, levantó con indiferencia los hombros, clavó la vista en las placas de hielo, que daban vueltas y que estaban lijadas por el agua sus orillas, y de un azul lechoso, y que llevaban en el centro montoncitos de nieve, pedazos de madera o latas de hojalata.
     «No tiene sentido», dijo Hoppe y notó que se lo decía a sí mismo, «no vale la pena esperar. Pronto van a llegar a su posición: me voy a casa». Agarró la maleta, la caja atada con un cordón, echó un último vistazo río abajo, inclinó la cabeza hacia la espalda del viejo, que permanecía allí inmóvil, y se fue. Caminó entre los almacenes, a través de una plaza, cortada por rieles de vía, y subió por un camino montañoso, en el que niños mugrosos jugaban un juego silencioso: en silencio, molestos, esperaron hasta que él pasó. Protegido del viento por un muro desmoronado, caminó hasta el final del camino montañoso, cruzó una instalación donde pasaba mucho aire, siguió hasta una boca del metro y giró en una calle, que sólo tenía puestos, bares y varietés, calentados de forma natural. Un petardo voló con chicheo encima de un muro, quedó un momento allí ardiendo y de repente se elevó con una pequeña explosión salvaje y fue catapultado a las vías del tranvía.
     Hoppe se paró, se volteó, miró indeciso a la boca del metro, a la mujer rechoncha con el abrigo largo, que sentada en una silla de tijera enfrente de la entrada, vendía periódicos, y mientras él veía atrás, pensaba «Se va enterar a tiempo, a tiempo».
     Suave le aparecía la cara de Anne enfrente de él, una cara como panecillo pálido, que únicamente consistía en limpieza y reproche; él pensaba en ella, escuchaba su voz, el tono de voz de acusación siempre igual, que hacía de cada frase una orden cansada; pensaba en el fastidio quejoso de sus movimientos, cuando veía moronas de pan en el lado de él de la mesa, o cuando quitaba la ceniza de cigarrillo de la silla; era en su mirada, pensaba, donde se encontraba la desilusión temprana del matrimonio, y todavía con el recuerdo presente se dio cuenta de que ya avanzaba por las calles de los puestos y bares.
     De lejos se escuchaban desde la cuidad detonaciones sordas, cañonazos, que se oían ahogados en la tormenta de nieve. Hoppe se asustaba cada vez. Una mujer vieja muy maquillada venía hacia él, llevaba en un brazo una botella de leche; en el otro un perro gordo amarillo; ella lo veía con una expresión amenazadora en su cara, se apartó y giró detrás de él a un callejón. Él pasó por una plaza en ruinas aplanada y bajó casi en su totalidad la calle, se encontró con caras desalentadoras a la espera, olía el olor sofocante de grasa asada, hirviendo, que penetraba hacia afuera de los puestos, expuestos al aire. Un cohete salió disparado en diagonal hacia arriba y detrás de él con un silbido espantoso y estalló: la calle de los puestos y bares anunciaba ya la víspera de Año Nuevo.
     Hoppe miraba su caja, más oscura por la humedad, la parte de abajo reblandecida, el cordón le cortaba los dedos. Despacio, salió, se dirigió a una reja mojada de tubos de acero y bajó los escalones de cemento hacia un bar en el sótano. «Se va a enterar a tiempo», pensaba, «y cuando Anne se entere de que perdí el barco, va a culparme y dejar de hablarme, como su mamá dejaba de hablar con ella cuando la quería castigar. El silencio nunca había sido otra cosa para ella que un castigo. Ella comenzará con eso cuanto antes…». Bajó la caja, empujó la manija estriada hacia abajo y sintió cómo la manija cedía fácilmente y silenciosa, y al soltarla se abrió la puerta, y ante el fondo de una cortina de fieltro café, inmediatamente delante de él, estaba parado un hombre con gorra de visera, con la cara salpicaba de puntitos azules, como si fuera de una carga de perdigón. Se vieron mutuamente con sorpresa; después el hombre pasó a un lado de él, por los escalones de cemento hacia arriba de la calle. Hoppe apartó la cortina hacia un lado y entró al bar, pisó un cuarto en penumbra lleno de un olor dulce y cálido; el piso estaba esparcido con serrín, las cubiertas de las mesas estaban cepilladas, brillando mate en la penumbra. El cantinero, un hombre gigantesco en un jersey gris, se encontraba parado detrás de la barra, como si de por vida estuviera encerrado allí; levantó su vista del periódico: juzgaba los zapatos de Hoppe, su abrigo y el equipaje, y sonrió.
     «No es un buen día», dijo.
     «No», dijo Hoppe.
     Se sentó en una de las mesas cepilladas. Encima de él, con ojos fijos, nadaba un pez sierra lento en el humo de tabaco, giraba suave, crujiendo en los alambres. En el techo, una mancha de hollín flameante corría a través del cuarto y desaparecía detrás de un tubo oxidado de una estufa de hierro. La mesa al lado de la estufa estaba ocupada por un hombre y una mujer; miraron hacia Hoppe examinándole, sólo unos segundos, y comenzaron a platicar en voz baja.
      «Paula», gritó el cantinero, sin levantar la mirada del periódico. Detrás de una cortina contestó una voz de mujer, la tapa de una olla estalló, se oyeron pasos apresurados detrás de la cortina, una maldición débil; con indignación, se abrió la cortina a un lado y una mujer salió detrás de la barra: un mujer joven con jersey negro, con delantal blanco y un sonrisa tímida. Sonriendo llegó a la mesa de Hoppe, apretó su cuerpo contra el borde de la mesa, esperó, y de repente desapareció la sonrisa de su cara, fue cubierta por un espanto silencioso, que la hizo retroceder instintivamente.
     «Harry», dijo ella, « ¡Oh, Harry!».
     «Sí», dijo él y miró por un lado de ella a un espejo, en el que aparecía borrosamente su rostro: el cabello rubio ceniza, la frente recta y ancha y los ojos profundos, enmarcados con las letras doradas de una publicidad de aguardiente. Con indiferencia miraba su cara cansada, que todavía era joven, roja, helada por el frío de afuera; en la barbilla, un trocito de papel pegado que cubría una herida de afeitar.
     «¿Sabías que estoy aquí?», preguntó Paula.
     «No», dijo él, «no lo sabía. He venido por casualidad. Perdí hoy en la mañana mi barco».
     «¿Tú eras marinero?», preguntó ella.
     «No, estaba en un buque faro, una guardia solo, anclamos afuera en el Minenzwangweg, junto a las dunas movedizas».
     «¿Y ahora?».
     «Ahora, pues nada», dijo él. «Fuimos al dique para arreglarlo y salieron demasiado temprano o yo llegué demasiado tarde al muelle».
     «Ahora trabajo aquí», dijo ella, «desde entonces. Tenía que comenzar algo».
     Él afirmaba con la cabeza; veía su rostro pálido, la pequeña boca levantada que le recordaba las bocas de los angelitos regordetes de cementerio que escuchan atentamente. El pelo negro estaba peinado liso hacia atrás; en el cuello sin arrugas llevaba una cadena finita. «¿Qué te ofrezco?», preguntó ella.
     «Aguardiente», dijo él, «un aguardiente blanco y un caldo».
     «El caldo no sirve», gritó un hombre que estaba sentado en la mesa al lado de la estufa, y advertía meneando la cabeza. Estaba borracho. Sus ojos resaltaban como botones y su afilado rostro sin barbilla le daba la apariencia de una rata.
     «¿Entonces?», preguntó Paula.
     «Ambos», dijo Hoppe, y ella se volteó, lanzó una mirada dura al borracho pequeño y caminó por detrás de la cortina. Las paredes amarillentas por el humo estaban cubiertas con fotografías de luchadores famosos: la mirada firme, la barbilla apretada, con los puños en posición, miraban hacia abajo a las mesas, observando a cada uno, quién estaba sentado allí, con hostilidad oscura. El borracho pequeño contemplaba cómo Hoppe veía la fila de las fotografías y gritó con desprecio: «Serrín, no tienen más que serrín en la cabeza, y sus bíceps están llenos de aire. Sólo pregunta a Henrietta, muchacho, ella sí lo sabe».
     «Cierra el pico», dijo Henrietta. Al lado de él se enderezó, con un suspiro, una mujer pesada con la piel de talco, grasosa, con amargura en su rostro joven; vestía un abrigo de piel gastado que la envolvía como un pellejo desollado. Sus dedos carnosos se doblaban en las palmas de sus manos, la carótida le pulsaba. Lanzó el pelo tupido y gastado hacia atrás, alzó las esquinas del abrigo y tomó un trago.
     «Pues, ¿donde está tu Jankel Bubescu?», berreó el hombre pequeño a su lado, «no quiso regresar. Desde hace tres años estás esperando a que regrese. ¿Y ahora? ¿Y ahora? Alguien a lo mejor dejó salir el aire de sus bíceps, y además también su cerebro. A lo mejor tu Pantera de Przemysl ha vuelto a ser un viejo neumático de bici».
     «Va a regresar», dijo en voz baja Henrietta.
     El borracho pequeño con los ojos de botón reía.
     «¿Por qué?», gritó, «¿por qué piensas que va regresar?».
     «Porque es el hombre más fino que existe. Nunca jamás hubo un hombre tan noble en esta ciudad como Bubescu, nadie lo alcanza».
     «Era un cobarde, con nada más que serrín en su cabezota. Tres años te dejó esperando, y esos años se esfumaron, esos años se esfumaron».
     El cantinero levantó con calma su mirada, miró al pequeño y dijo: «Bubescu era un hombre fino, no hay más que decir de él en mi establecimiento».
     «Así también luce este establecimiento», dijo el pequeño y expulsó un silbido, delgado y penetrante como el de una rata.
     «Encárgate de tu propia basura», dijo Henrietta.
     La cortina detrás de la barra se movió, resaltando una silueta; Paula salió, caminó con una sonrisa alterada hacia la mesa de Hoppe, colocó delante de él un tazón de caldo humeante, un vaso con aguardiente, y mientras todavía servía, dijo —y Hoppe sabía que lo que ella iba a decir lo había pensado detrás de la cortina—: «Voy a casarme, Harry».
     Él no contestó, levantó su vaso, meneó la cabeza y bebió; fatigado, reclinó la cabeza, dejó fluir el alcohol entre su muelas doloridas y tragó y se sacudió.
     «¿Todavía los dientes?», preguntó ella.
     «Me rendí», dijo él, «se veían muy bonitos, pero todos están flojos. Al final sólo me queda la lengua, para lamer la herida».
     «¿No sirvió el tratamiento de entonces?».
     «Ya no nos ayuda ningún tratamiento», dijo Hoppe, «sólo nos podemos hacer de nuevo, con todo nuevo. Lo que nos falta es un comienzo nuevo».
     «Eres terrible, Harry».
     Ella se sentó con cuidado en una silla a un lado de él, vio su equipaje en la pata de la mesa, contempló cómo removía el caldo, levantando la pasta y las verduras troceadas, y cómo comenzaba a sorberlo, a duras penas y con los ojos cerrados. Fuertemente engulló el caldo, levantó los labios, jaló más aire, cada trago le daba alivio.
     «¿Y tú, Harry?», le preguntó ella, «¿estás casado?».
     «Más o menos», dijo él.
     «¿Cómo es eso, de estar casado más o menos?».
     «Con eso se puede imaginar todo».
     «No debiste haber venido, Harry».
     «Me voy enseguida».
     «No tienes que irte, no porque esté yo aquí. No cambiaría nada».
     «Entonces tráeme otro aguardiente», dijo él.
     Paula se levantó, se inclinó; levantó la caja, la llevó sin una palabra al otro lado, a la estufa de hierro y la puso de tal manera que la parte inferior, negra por la humedad, quedara hacia la estufa, en donde crepitaban y zumbaban las brasas. Hoppe la observó con el rabillo del ojo, movió el caldo, pensó: «Pues hasta aquí, y ahora comienza como entonces».
     Ella estaba parada detrás de la barra, llenaba su vaso, y cuando la miró a la cara, ella sonrió: entonces le trajo el vaso lleno, quitó el vacío de la mesa, se quedó dudando al lado de su silla, parada, una mano debajo del deslavado delantal limpio.
     «Tengo que hablar contigo», dijo él.
     «No puedo, no aquí».
     «Entonces más tarde, en algún momento de este mismo día».
     Ella no contestó, se volteó y desapareció con el vaso vació detrás de la cortina, que se arrugó por un momento y luego cayó en su lugar. Una niña friolenta con un tambache de periódicos entró al bar. Llevaba calcetines de algodón, guantes cafés que tenían los dedos pulgar e índice cortados: se movió tímidamente por el bar, hizo una reverencia ante el cantinero, colocó un periódico en la barra y salió, acompañada sólo por el sonido de succión que provocaban sus botas de lluvia.
     Hoppe bebía, con la cabeza torcida de lado, dejando pasar el alcohol entre sus dientes, cuando el borracho pequeño de la esquina de la estufa se levantó y gritó: «¿Cómo te llamas? ¿Pues de dónde eres?». Salió con esfuerzo afuera del rincón, llegó dando traspiés a la mesa de Hoppe, acomodó una silla y se sentó y lo miró con interés desconfiado.
     La cara sin barbilla se empujaba muy cerca de la mesa hacia delante. Debajo de la mesa pegó su pie contra la maleta de cartón de Hoppe.
     «Es una maleta miserable», dijo, «¿quieres ir de viaje con eso?».
     «Quería».
     «¿Y ahora qué?».
     «Ahora, pues nada, ahora me quedo aquí».
     «No es un buen día para quedarse. ¿Eres de un bote?».
     «Sí».
     «¿Y? ¿Por qué no estás en tu bote?». Le dio al pez sierra un golpe, el pez dio vueltas, se movió crujiendo en los alambres y dejó de oscilar.
     «¿Perdiste tu bote?», le preguntó, mientras Hoppe permanecía callado: «No te pongas contento demasiado pronto, conocí muchos que querían cambiar de bote y entonces pensaban que tenían todo por delante. Así que no te pongas contento demasiado pronto».
     Se movió de la mesa, se fue por el bar, apoyándose en el respaldo de la silla y los cantos de la mesa, a la esquina de la estufa, donde se estaba secando la caja de Hoppe. Con desprecio vio la caja; sin apoyo, su cuerpo oscilaba hacia delante y hacia atrás, se inclinaba de lado, parecía que iba a caer con el rostro contra la estufa caliente, pero no cayó, compensaba cada oscilación con un rápido movimiento contrario, y de repente golpeó con su pie derecho en la parte inferior reblandecida de la caja: la punta del pie atravesó el cartón. El cartón chocó retumbando contra la estufa, y, por la fuerza de su propio golpe, el borracho pequeño se tambaleó hacia atrás, hasta la barra. Cuando su espalda chocó contra la barra, salió rápido un brazo inmenso entre las llaves de cerveza, automáticamente, como si no perteneciera a ningún cuerpo; una mano pegó contra el borde superior de la chaqueta, levantó al hombre pequeño; entonces Hoppe vio la sombra de la otra mano que se movía velozmente por el aire, pegando con el borde, en un punto entre el cuello y la clavícula. El borracho pequeño miró con sorpresa, incrédulo. Sonrió desconcertado, y esta sonrisa estaba escrita en su rostro cuando la mano que lo sostenía lo soltó repentinamente. Dio una vuelta una vez sobre sí mismo y cayó sobre una mesa.
     «Lo siento», dijo el cantinero, «lo vi demasiado tarde».
     «El cartón había cumplido su tiempo», dijo Hoppe.
     «Dale a Ludi mi coñac», dijo Henrietta. Ella pasó el vaso de coñac por la mesa, el cantinero lo tomó y lo llevó lentamente al hombre, que estaba acostado con la cara hacia abajo en la cubierta de la mesa gimiendo débilmente. Hoppe ayudó al cantinero a voltear a Ludi y a introducirle el coñac.
     «Es un buen sujeto», dijo el cantinero. «Sólo que hoy tiene un mal día».
     «¿Quieren que lo lleve a casa?».
     «Aquí está en casa».
     Paula abrió la cortina, vio asustada al hombre pequeño. Su cara estaba torcida, los párpados no estaban completamente cerrados. Un hilo delgado de saliva chorreaba de su boca. Al deglutir bajaba la manzana de Adán por el cuello amarillento. Hoppe sentía cómo las manos de Paula se estaban cerrando alrededor de su antebrazo; por su angustia aumentaba continuamente la presión de los dedos.
     «¡Oh, Dios, Harry!», dijo ella.
     «Él está bien», dijo Hoppe, «al menos no peor que alguien en esa situación. Ahora vuelve en sí».
     El cantinero jaló al hombre pequeño hacia arriba, frotó sus mejillas gastadas, lo olió y, satisfecho, lo dejó hundirse en la mesa. Sin una palabra, regresó con su periódico detrás de la barra.
     «Pronto me relevan», dijo Paula con voz baja.
     «Mejor».
     «¿Vamos entonces a algún lado?».
     «Claro. A donde tú quieras».
     «Me alegro, Harry».
     «Sí».
     La puerta del bar se abrió, no la escucharon, sólo por la corriente de aire que entró se dieron cuenta; una mano pequeña, sucia, empujó entre las cortinas de fieltro, no más que una mano que rápidamente lanzó dos, tres bolitas de papel color verde tóxico al piso, bolitas crepitantes que explotaron con una llama viva de color violeta. Paula fue a la puerta con cuidado, pero antes de que pudiera alcanzar la cortina, cerraron de golpe la puerta, riéndose, y se oyeron pasos de huida afuera en la escalera. Paula regresó.
     «Es terrible», dijo ella.
     «Hoy es víspera de Año Nuevo», dijo Hoppe.
     «¿Por qué tienen que detonar algo así nomás?».
     «Porque hoy está permitido».
     «Tengo que irme ahora».
     «Te espero», dijo él.
     El hombre pequeño con la cara de rata se movió encima de la mesa, primero levantó los párpados y parpadeó, después se enderezó, sonrió asombrado mirando alrededor. Se frotó el cuello. Se limpió la boca con la manga. Con cuidado tocó al pez sierra, le bufó amablemente.
     «¿Te sientes bien?», preguntó Henrietta.
     «Muy bien, Henrietta. ¿Quieres jugar un partido?».
     «Juguemos un partido».
     «Ninguna palabra más contra Jankel Bubescu», dijo él, «él sí llenaba el traje».
     Ellos fueron a una maquinita, que estaba colgada al lado de una vitrina de cristal. En la vitrina había cigarrillos, chuletas en gelatina adornadas con pepinillos, anguila ahumada y empezada, cuyo pellejo comenzaba a arrugarse; rollos de bombones y paquetes de tabaco. Ellos metían un groschen en la rendija de la maquinita, bajaban la palanca hasta oír un chasquido; los dos discos giraban con los números, brillando, cada vez más rápido, hasta que no podía reconocerse ningún número ni raya de separación; de repente apretaban un botón y los giros de los discos se volvían más lentos, hacían un clic, se encendía una lucecita, y a veces, cuando ya se había apagado el ruido de la maquinita, cuando el silencio significaba una pérdida, una solicitud para una nueva apuesta, entonces seguía con un retraso desafiante un matraqueo, un tintineo intermitente, y por la rendija cubierta les escupía unos cuantos groschen de regreso. Hoppe observaba cómo jugaban, oía el ruido de palancas, oía el ruido del salto de resortes de metal retumbando, el zumbido de los discos girando; decidió jugar un partido. Pero, todavía antes de levantarse, el cantinero alzó la mirada, vio alrededor y como únicamente encontró la mirada de Hoppe, le dijo desde la barra: «Esto encaja con este día».
     «¿Qué, qué pasa?».
     «Lo que escriben aquí», dijo el cantinero. «Otra vez los panameños chocaron con uno de sus buques un barco afuera en la desembocadura, por el medio, y lo hundieron, nadie se ha salvado».
     «¿Cuándo fue eso?», preguntó Hoppe.
     «Está en el último periódico, pasó en la mañana con la tormenta de nieve y la oscuridad. Era un buque faro, uno de los viejos barcos de reserva que estaba camino a su ancladero. La lista de los fallecidos está anexada enseguida: toda la tripulación, cada uno de los once».
     «¿Once?», peguntó Hoppe.
     «Sus nombres están impresos; a dos los pescaron, pero fallecieron a bordo del barco de los panameños».
     Hoppe se levantó, caminó a la barra, agarró en silencio el periódico y se dio la vuelta; lo primero que vio fue la foto de su barco: el poste alto del faro en el centro, los dos mástiles con los cabos, el bauprés recortado que daba al buque faro una apariencia de un velero achaparrado, y en la línea de la crujía del costado reconoció el nombre, grande y hasta la línea de flotación: leyó: «Lund ii». Estaba parado con la vista clavada en el periódico. Tocó con los dedos la foto, vio el barco, cabeceando con calma en su cadena larga de anclaje, pensó: «Broderson, el viejo Thieß», veía la luz con destellos girar rítmicamente en la noche, oía gritar a Jörgensen desde la popa con su caña de pescar para caballa, el rechinido de la placas de hielo en la línea de la crujía afuera…
     «¿Qué pasa?», preguntó el cantinero.
     «Nada», dijo Hoppe.
     Bajó el periódico, leyó los nombres de los muertos impresos en seminegrita, leyó: Harry H., 32 años, casado, y no siguió leyendo. Empujó el periódico al cantinero, el periódico resbaló a unas manchas de cerveza, se empapó, cambió de color; el cantinero lo secó rápidamente, lo agitó y sacudió la cabeza. Hoppe regresó a su mesa, se sentó, entresacó del bolsillo de su pantalón un paquete arrugado de cigarrillos, empujó un cigarrillo, lo enderezó en la cubierta de la mesa y lo guardó otra vez en el paquete. Pensó: «Tengo que comprar un periódico, la vieja de la boca del metro no tiene cambio, diez centavos de cambio, leer a solas…». Levantó la maleta de cartón a la mesa, soltó uno tras otro los candados, bajó la cabeza detrás de la tapa levantada. Los dedos se deslizaban en el borde inferior de la maleta, tocándola; se sumergieron debajo del contenido, atado en diagonal: el jersey azul, la gorra tejida, la bolsa de hule fría y lisa, con las cosas de afeitar. Hoppe sacó la bolsa de hule, la puso en una silla y cerró la maleta y la dejó debajo de la mesa. Permaneció sentado allí, inmóvil, en la oscuridad del bar.
     «Tú», dijo el pequeño borracho, «¿qué pasa? ¿Qué hay de ti y un jueguito?».
     «Ahora tengo que irme», dijo Hoppe.
     «¿Nada?».
     «A lo mejor más tarde».
     Pagó al cantinero, metió la bolsa de hule a la bolsa del abrigo, fue por la caja a la esquina de la estufa; apresurado, ajustó el cartón encima del hoyo, tocó la parte inferior y agarró la maleta y la caja con una mano.
     «Hasta luego», dijo. El cantinero afirmó con la cabeza.
     Afuera, un inválido con bigote regaba ceniza sobre los escalones del bar. Hoppe esperó; observaba cómo las ráfagas de viento jalaban de la pala la ceniza en pequeñas banderolas; oía el paso crepitante del inválido que, con esmero, sin ponerle atención, seguía regando, y mientras esperaba sentía cómo el viento frío chocaba, apuñalando sus dientes. La última pala de ceniza rozaba sobre los zapatos de Hoppe; el inválido se dio la vuelta, tiró la pala al bote de mermelada y subió haciendo crujir los escalones. Hoppe le siguió. Cuando alcanzó la escalera arriba, escuchó su nombre. Paula estaba en la puerta, encogida por un escalofrío. Rápidamente subió, quedó un escalón debajo de él y lo miraba.
     «¿Ya te vas?», preguntó ella.
     «Regresaré».
     «¿Cuándo?».
     «Enseguida, Paula. Vuelve adentro».
     «Tengo que hablar contigo, Harry».
     «Lo sé. No tardo mucho».
     Regresó por la calle, por la que había llegado, pasando por los puestos y bares, tugurios, varietés deslucidos con porteros firmes, adornados en dorado, de pie con las manos anchas metidas en guantes. Más adelante, carros con ruedas pequeñas, viejos carros de circo en los que vendían libros sobre consejos de amor y salchichas, enseguida la carpa de lucha libre que colgaba y que sacudía el viento. Llegó hasta la boca del metro. Le dio un groschen a la mujer chaparra que vendía los periódicos, tomó el periódico por debajo de un toldo que estaba como protección encima de la silla de tijera y caminó detrás de un muro de concreto. Abrió el periódico. Buscó la foto de su barco y, mientras buscaba, tenía la impresión de que todo el mundo que pasaba lo miraba, que todos los rostros se levantaban de su encapuchamiento, desconfiados, rígidos por la sospecha. Hoppe cerró de nuevo el periódico y lo guardó en su bolsillo interior. Caminó la calle Bergstraße, por las instalaciones por donde pasaba aire, al lado de árboles de color negro mojado y arbustos pelones que flanqueaban el sendero; caminó hasta el muro desmoronado cuando dos niños le cerraron el camino.
     «Tienes que ayudarnos», dijo un niño.
     «No tengo tiempo», dijo Hoppe.
     «Jugamos quemados», dijo el niño.
     «Pues sigan jugando».
     «No podemos seguir jugando», dijo el niño, «falta Rudi. Desde su último quemado desapareció. Lo hemos estado buscando desde hace dos horas, pero nadie lo encuentra».
     «Eso puede ocurrir», dijo Hoppe, y empujó los niños sucios a un lado, bajó la calle otra vez hasta el muelle, otra vez a la caseta verde de aduanas para protegerse del viento. El hombre con la sierra estaba desaparecido. Hoppe bajó el equipaje, se reclinó contra la caseta y sacó el periódico y leyó todo otra vez; otra vez vio la foto oscura de su barco, el bauprés recortado, que le recordaba siempre a un asta cortada de un pez aguja… escuchaba sus voces, la voz de Brodersen, la voz de Jörgensen… seguía la luz girando encima del agua, que resplandecía verde… las sombras de los barcos apareciendo en la noche… afuera, en las dunas movedizas, con cadena larga de anclaje en el Minenzwangweg… leía y leía: Harry H.,32 años, casado. Pensaba en Anne, pensaba: «Ahora Evers estará sentado con ella, muy planchado y dándole un cálido pésame, le va a explicar delicadamente que su esposo, uno de nuestros mejores, fue víctima de un accidente —jefe de oficina con la preocupación en su lugar, preocupación a la medida—, sí, su esposo era uno de los mejores, y le vamos ayudar como se requiere, manteniendo su recuerdo con honor».
     Hoppe miraba encima del río: viento y nieve, bajó la mirada a las placas de hielo flotando, arrugó el periódico y lo lanzó al río. Encendió un cigarrillo. Se apoyó fumando en la caseta que no tenía ventanas; volteó de repente la cabeza, salió de la protección del viento y miró abajo por el muelle; observó los tragaluces de los silos, se quedó quieto y escuchó el ruido áspero de un tranvía lejano. Entonces regresó, levantó sin dudar la caja y la dejó caer justo a su lado entre las placas de hielo: un profundo «wumm» surgió hacia él, un sonido como un profundo suspiro de felicidad. Agarró con calma la maleta de cartón, la llevó hacia atrás, como un disco, se impulsó con la cadera y lanzó la maleta con un prolongado empuje del brazo hacia fuera, al río. La maleta chocó con una placa de hielo, la raspó y resbaló al agua abierta No se hundió. Se empapó de agua y flotó, encerrada entre las placas de hielo, río abajo. Hoppe esperó hasta que la maleta y el cartón hubieron desaparecido detrás de la reja blanca de la tormenta de nieve; entonces tiró la colilla del cigarrillo y caminó hacia arriba, a la ciudad, lentamente, entre los torbellinos de nieve.

 

1. Moneda alemana de 10 centavos de esa época (N. del T.).
    

     Traducción de Frank Kloster
 
 

    

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