(Rosario, Argentina, 1951). Su libro más reciente es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
En agosto de 1880 Jean-Arthur Rimbaud tiene veintiséis años. Acaba de llegar a Adén, un pequeño puerto a orillas del Mar Rojo. Desde donde se hospeda —el Gran Hotel del Universo— puede ver Abisinia. Lentas lunas siguen a lunas en las noches de piedra del desierto. Atrás quedó la poesía, ese otro país resquebrajado donde las palabras brillan a veces como antorchas heladas.
Rimbaud había escrito: «Siento horror de mi país», «Que vengan la marcha, la carga, el desierto, el tedio y la rabia», «No más palabras», «No más fe en la historia», «Voy a sepultar mi imaginación». Adén es sólo un nuevo punto de irradiación. Un recomienzo de ese movimiento intempestivo y centrífugo que impecablemente es su vida.
Tiene veintiséis años. Atrás (es un decir) quedaron la madre, Verlaine, los «pantanos de Occidente», Una temporada en el Infierno, ese libro que él llamó su Libro Negro y que es, en sí, una revuelta contra su época. La confianza, delgadísima, está puesta ahora en el anonimato. «Exiliado», había escrito en Iluminaciones, «tengo un escenario donde representar obras geniales».
Administrador de circo, soldado, comerciante de café, fotógrafo, periodista: distintos modos de traficar con lo desconocido. Como Kavafis, con quien comparte por un breve período Alejandría, añora el Bar Adjam y, en esa urgencia, no vacila en usar incluso un sello que lo identifica como «siervo de Allah».
Rimbaud pareciera invertir el dictum de que la poesía no comienza sino sobre las ruinas del mundo real. En las orillas incandescentes del Mar Rojo intenta vivir la excepción. Desmarcar la vida de «la regla», cuyo objetivo es siempre organizar la muerte. Ser el niño que ve todo en su cabeza como un ciego. Allí resiste, se diría, la tentación de existir. Busca el absoluto de un fracaso. Ha ido tan lejos para estar en el mismo lugar. La huida, como siempre, tiene la forma de un círculo.
Tiene veintiséis años. Había escrito: «Yo es otro», «Tenía que viajar para distraerme de los maleficios que se juntaban en mi cabeza», «El infortunio era mi dios», «Escribí silencios, noches, anoté lo inexpresable», «Ah mi castillo, mi Sajonia, mi madera de abetos, estoy tan cansado».
Aquí, al menos, está lejos de los venenos estéticos de Europa, del abrazo frío de su madre. Aquí los hombres se le parecen: oscuros y tenaces, invaden la noche empujados por un amor implacable a la soledad y la ensoñación. Huida y luz se confunden. Las imágenes del desierto se mezclan con las del insomnio y la disentería, el rugido ensordecedor de los puertos con el tumulto de los shouks, la tormenta irreal con el marfil. Lentas lunas siguen a lunas en la blancura de una paciencia en llamas.
Rimbaud, el políglota, el hombre que quiere ir a todas partes, como Fausto, el que soñaba con cruzadas y viajes de descubrimiento, el «joven de los pies alados», como lo llamó Verlaine, el experto en mutilaciones, el argonauta libre de caminar por su paraíso de la tristeza, ha llegado, al mismo tiempo que Conrad, al corazón de las tinieblas.
Una desolación monótona, interrumpida sólo por las cebras y la sed. Un desorden circular donde los minaretes de las mezquitas funcionan como faros. Un país mineral, erguido sobre el cráter de un volcán extinto. Eso es lo que ve desde el Gran Hotel del Universo: su propia imagen reflejada en el espejo embrujado del tiempo.
Desde el cielo, lo observa una procesión de estrellas desconocidas. Mañana volverá a partir. Como si fuera en busca de lo que escribió, persiguiéndose, tratando de entender, de competir con sus propias imágenes, es decir, con eso que quedó inexpresado, o se complejizó al expresarse, como un hambre debajo del hambre. Después, nada. Hace frío en la noche de piedra del desierto. Hay lunas que siguen a lunas en una tristeza así. Los poemas escritos son huellas en la arena. Señalan pulcramente aquello que extrañamos.