Resurrección

Alejandro Badillo

(Ciudad de México, 1977). Autor de Efectos secundarios (Paraíso Perdido, 2018).

Uno Había una vez, en un gran edificio, una colonia de cucarachas. Marrones y brillantes patrullaban las cañerías de la ciudad. ¿Su número? Muchas, tal vez miles. Quizás una cifra aun mayor. Las cucarachas vibraban en pequeños terremotos y se metían en todos lados. Sus cuerpos eran tan flexibles que parecían hechos de éter. Se deslizaban, casi líquidas, por los tubos que transportaban fluidos de todo tipo. No se sabe cuándo colonizaron el edificio. Lo cierto es que parecía que siempre habían estado ahí, como antenudos fantasmas, cuchicheantes y diminutos granujas.

Quizás el elemento clave para que las cucarachas salieran en desordenados batallones no era la búsqueda de alimento. Era el calor en el ambiente. Un calor que pudría el vientre de las frutas. Un calor que maduraba las ideas hasta volverlas impracticables. El calor, en resumen, afilaba el perfil de los perros callejeros, le ponía estática al vuelo de las moscas. Hubertus Matthius, eminente entomólogo del siglo xvii, afirmaba que los cuerpos de las cucarachas dependen de un frágil equilibro térmico. Buscan, enfebrecidas, el punto medio. Meditan, estoicas, sus decisiones. Cuando sueñan, se internan en la temperatura de la tierra y piensan que sus largas antenas se enredan en las raíces de los arbustos. Quizás imaginan que la lluvia menguará el calor en su mundo subterráneo y así no tendrán que medrar entre platos sucios y restos húmedos de comida. En varios lugares del mundo se conservan minuciosos dibujos —incluso daguerrotipos experimentales— que exploran la cartografía de estos insectos: las patas con espolones, el caparazón cuyas múltiples partes dejan el espacio suficiente para que queden en libertad las finísimas alas. Sin embargo, escondido en las imágenes, hay un corazón que late, una oscura granada del tamaño de la cabeza de un alfiler. Ahí, en los vericuetos microscópicos, en las venas que emiten pulsos nerviosos, anida el gen de la plaga, de los tormentos bíblicos, de la suciedad, de la molestia reptante por los muros, por las tuberías y, acaso, en la madrugada profunda, hay una voz que dice: escuché algo, ¿no has oído?, ¿qué?, algo está cerca de la ventana, puedo ver una mancha oscura en el rincón, no puede ser, no veo nada, déjame dormir, de verdad, hay algo por ahí, ¿no será un bicho?, voy a echar un vistazo, espera, voy yo, cierra los ojos porque prenderé la luz… ¿qué pasó?, pásame mi pantufla, ¿qué es?, pásamela, y viene el golpe definitivo. Silencio.

Dos De aquel verano queda el recuerdo de una ciudad sometida a una densa oleada de calor. Las siluetas de los edificios se fundían en el resplandor de las mañanas. Los ojos ciegos de las ventanas parecían potenciar los rayos del sol. El asfalto estaba pulido como un espejo oscuro. El sudor entorpecía los movimientos de millones de ciudadanos. Las cucarachas empezaron a salir de las tuberías del edificio. Parecían tímidas viajeras, temerosas en pleno desembarco, oteando un horizonte desconocido. Ahí iban, cucaracha tras cucaracha, internándose en recovecos, esquinas salobres, sombras que crecían conforme avanzaba la tarde. Los habitantes del edificio intentaron varias estrategias para deshacerse de ellas. Cuando fracasaron insecticidas y trampas caseras, decidieron llamar a una empresa de fumigación. Llegó una camioneta con cinco hombres vestidos con uniformes azules. Parecían pilotos de carreras. Se repartieron por los pasillos y ubicaron los registros del drenaje. Luego metieron una máquina parecida a una pequeña aspiradora que soltó a presión un líquido verdoso. Los vecinos se hicieron a un lado. Un olor salobre ascendió y trepó por las paredes del primer piso. Después de cobrar, los hombres dijeron que verían, en las siguientes horas, a algunas cucarachas deambulando en el primer piso y en el recibidor. No habría que preocuparse: ellas estaban impregnadas de una sustancia que paralizaba su sistema nervioso. Dijeron que era el método más efectivo para eliminar a las cucarachas americanas, variedad común en la zona, que salían en la temporada del calor. Los vecinos escuchaban atentos, como si conocer esa información fuera vital para acabar de una vez por todas con el bicherío. En la noche se cumplieron los pronósticos: una decena de cucarachas, acaso los primeros exploradores nocturnos, contagiadas de calor y del veneno verdoso que impregnaba el fuselaje de sus alas, salieron a morir en el recibidor. Dicen que los vecinos del primer piso —un par de familias— escucharon ruidos toda la madrugada. Eran como susurros. Eran llamados a la muerte. Alguien preguntó, tiempo después: ¿cómo se puede percibir el transitar de una cucaracha moribunda? Dicen que alguien soñó con los detalles de las decenas de muertes que ocurrieron esa noche: vientres oscurecidos y temblorosos; patas encogidas, antenas dislocadas reptando en busca de una última luz. Otros soñaron que las cucarachas, en un último intento de sobrevivencia, comenzaban a ascender por las tuberías. Soñaron que salían, en lento goteo, de las coladeras que servían para desahogar el agua de lluvia. Después entraban secretamente, en calculadas legiones, bajo el quicio de las puertas para atormentar a sus moradores.

Tres Al día siguiente, la vecina del departamento 6, solitaria habitante del noveno piso, bajó al recibidor para revisar la correspondencia que se acumulaba bajo las cajas de los registros eléctricos. Lo hacía todas las mañanas y cuando regresaba del trabajo. Removía con los pies los papeles amarillentos y cubiertos de polvo. Después de su exploración recogía un par de cartas que, probablemente, no le correspondían. La mujer había estado al tanto de la fumigación. La mañana aún no caldeaba el ambiente. Por eso dedicó un par de minutos a observar las cartas en el piso. Iba a agacharse para tomar una cuando miró una cucaracha. El insecto, patas arriba, mostraba su vientre y las largas antenas que, acaso, habían intuido un último escape antes de la muerte. Quizás había sido la última en morir. Quizá las demás ya habían sido barridas por un vecino diligente y sólo quedaba ésa, inútil trofeo para los que salían rumbo a su trabajo o a dejar a sus niños a la escuela. La mujer trató de imaginar todas las posibilidades. Había intentado acostumbrarse a las cucarachas. Desde su llegada al edificio había visto deambular a algunas, pero con el aumento del calor los encuentros eran cada vez más frecuentes. A veces un vecino descubría alguna y trataba de eliminarla lo más pronto posible. El animal, quizás advertido por la sombra de su victimario, se movía rápidamente hasta llegar a algún hueco inaccesible. Ahí estaba, paciente y medrosa, esperando a que pasara el peligro.

La mujer decidió, por el momento, no recoger ninguna carta. Separó un poco las piernas y se arregló un poco el cabello mientras decidía si lo que sentía era desazón o asco. Se preguntó qué habría pasado si, en el afán de mirar los papeles en el piso, hubiera pisado por accidente a la cucaracha. Llegó a su cabeza, en una fugaz oleada, el crujido que rompería el silencio del recibidor. También, con el sonido, la explosión en pequeña escala de cada órgano del animal. Una reacción en cadena que generaría detonaciones líquidas, cartílagos comprimidos, arquitecturas resquebrajadas. El bicho muerto estaría ahí, disgregándose, convirtiéndose en un rompecabezas. Sintió escalofríos. Estuvo un rato meditando si debería empujar a la cucaracha para sacarla de su punto de observación o dominar el asco y revisar los papeles en el piso. Le molestaba pensar que algún vecino pudiera sorprenderla en esa disyuntiva. Quizás alguien la había visto en el recibidor mientras se ponía en cuclillas y trataba de escoger alguna carta abandonada. La mente de la mujer se saturó y dejó el asunto por la paz. Regresaría más tarde. Dio media vuelta y caminó rumbo al elevador. Cuando las puertas metálicas se cerraron, la cucaracha comenzó a sacudirse. Era como si estuviera sometida a diminutas y persistentes descargas eléctricas. Las patas temblaron con frenesí y, un instante después, como si fuera un juguete que recupera milagrosamente la energía, se volteó de un solo impulso. El animal se desperezó y, con precisos movimientos, articuló la armadura exterior, comprobando que todo seguía en orden después del letargo. Enfiló a paso veloz, con una convicción casi inteligente, a las puertas del elevador. Un leve viento se coló y agitó, como hojas recién caídas, las cartas.

Cuatro La mujer entró a su departamento y miró la desolación de su sala. Los dos sillones de terciopelo parecían más viejos en las mañanas. Se acercó a una esquina y conectó el ventilador, que empezó, trabajoso, su rutina. Las aspas de plástico removían el ámbito caliente. Eran una mano ciega agitando los restos de un incendio. Necesitaba más aire, así que fue por una revista para abanicarse el rostro. Sentía que el camisón se le pegaba a la espalda. El año entrante sería peor. Cada año el mundo ardía un poco más. Cada amanecer en el calendario era un paso más hacia el desastre. El tinte rojizo de sus cabellos no podía ocultar las raíces blancas. Estuvo un rato sin pensar en nada, atenta a los estímulos exteriores. Escuchó los ruidos del departamento de arriba. Arrastraban una silla y, aguzando un poco el oído, se podía escuchar a alguien, impaciente, sintonizando canales en la televisión. Sentía hormigueos en las manos. Se había hecho una limonada y le había puesto los últimos cubos de hielo disponibles en el congelador. El frío del vaso en la palma de su mano la reconciliaba con el mundo. Recordó que alguna vez había sido una mujer casada. Después fue una mujer sola porque su esposo había desaparecido un verano de hacía varios años. Intentaba recordar la fecha exacta pero se le escapaba de la memoria. Seguramente estaba en los oficios de la policía cuyas investigaciones no dieron ningún resultado. ¿Debería ir al último cajón de su escritorio y sacar el papel foliado, repleto de numerosos sellos, para saber el día en el que ya no lo volvió a ver? El resultado, de cualquier forma, era el mismo. Por eso prefería recordarlo inspeccionando cada espacio del departamento, acomodando las tazas para el café en un pequeño mueble de madera clara, limpiando una esfera de cristal llena de un líquido azul, con un barquito en su interior. La base decía: «Recuerdo de Acapulco». Era el único viaje que habían hecho antes de que lo despidieran de la fábrica. Él no aceptaba con facilidad la derrota. Intentó buscar empleo y, cada vez que regresaba, desesperanzado, al departamento, le daba un beso en la mejilla, iba a la esfera de cristal y la miraba largo tiempo. Su reflejo, entonces, parecía redimirlo, transportarlo a una mejor época. Ella estaba segura de que la observaba en las madrugadas, mientras le daba la espalda y la oscuridad parecía un légamo silencioso. En aquellas ocasiones fingía un sueño profundo mientras sentía cómo él contenía la respiración y exploraba en silencio sus hombros, la línea de su cuello, los cabellos desordenados en la almohada. Lo que no sabía era que, un poco después, procurando no despertarla, se calzaba las pantuflas e iba a la sala. Agitaba la esfera de cristal para que el barquito navegara en un mar repleto de brillantina y peces de colores. Ella nunca volvió a Acapulco, ni a ninguna playa. Sin embargo parecía que aquel recuerdo, comprado en una tienda abandonada, apenas visible para los turistas, mantenía al departamento en una sola estación, una órbita calurosa que persistía sin importar la época del año. En Navidad, cuando decoraba la sala para ella sola, sentía leves bocanadas de calor colándose por las ventanas, como si aún fuera junio. Entonces tenía la certeza de que la presencia de él era indisoluble al verano. Eran eventos similares. Ese misterio la dejaba aun más sola, naufragando en un montón de preguntas, imaginando cualquier cosa que justificara por qué él ya no había vuelto. En lugar de pensar en su muerte, si su cuerpo estaba en una fosa común, si una cadena de confusiones desastrosas habían vuelto imposible la identificación de su cadáver o si, en realidad, ella no se había esforzado lo suficiente para encontrarlo, prefería contemplar la posibilidad —que ganaba fuerza mientras pasaban los años— de que él hubiera decidido desaparecer, buscar una nueva vida en la que ella fuera un rastro borrándose lentamente. Por estas razones la fecha no era importante. Era sólo un número, algo para celebrar con íntima vergüenza, con una nostalgia que, en el futuro, se transformaría en un sentimiento inasible. Entonces se dedicó a reconstruir las últimas horas con él. Recordó que había llegado del trabajo un poco antes de las 11 de la noche. La saludó con un lacónico «¿Cómo estás?» y se sentó en uno de los sillones. Ahí, mientras tomaba aire, le dijo que el elevador del edificio lo había dejado atrapado por unos minutos. A la distancia de días y meses casi podía ver, de nuevo, el gesto de fastidio, la frente sudorosa y los ojos cansados. Él le explicó que el calor había aumentado mientras esperaba que alguien se diera cuenta de su situación. Había intentado hablar por el teléfono celular pero estaba sin carga. A veces el elevador era víctima de los apagones o, simplemente, fallaba por razones que nadie conocía. Era como si tuviera inteligencia propia y pusiera a prueba a cierto tipo de personas, acaso los que aparentaban poca seguridad al abordar. Si la falla era eléctrica habría que esperar a que alguien llamara a la compañía de luz y que la electricidad echara a andar los vetustos mecanismos, las poleas desgastadas, los números rojos que a veces no prendían. Su esposo le dijo que esperó hasta que, de pronto, las puertas se abrieron. Mientras buscaba algo en el refrigerador para cenar se reprochó no haber cargado el celular antes de salir al trabajo. Ella asentía a cada una de sus palabras, sabedora de que necesitaba desahogarse. Más tarde, en la cama, antes de dormir, él continuó con la historia y le dijo que el calor le había obligado a quitarse la camisa. Unos minutos más y habría comenzado a deshidratarse. Parecía que, a pesar de estar a salvo, esos minutos en el elevador le habían cambiado la vida. Sin embargo, en ese momento, cuando el noticiario estaba a punto de terminar y el ventilador les lanzaba leves rachas de aire tibio a la cara, ella no pudo percibir la importancia del acontecimiento. Él era obsesivo con lo detalles y le daba muchas vueltas a un asunto. A ella, ese combate, esa manera de repensar, una y otra vez, sus decisiones, le parecía intrascendente, una pérdida de tiempo. Por eso optó por dejar que hablara mientras ella asentía con la cabeza y lanzaba uno que otro monosílabo. Quizá le deseó buenas noches o se quedó en silencio, como si las palabras pesaran en su boca y se anclaran en algún punto de su lengua para no salir más. En el esforzado recuerdo que, desde entonces, trató de revivir, él miraba la ventana y su expresión era la de un hombre triste, agobiado por algo que ni siquiera podía entender a cabalidad. ¿Ahora tendría canas? Si seguía vivo quizá tendría la espalda encorvada, dolor en las rodillas. Tal vez ingería medicamentos para la presión alta. La noche de la desaparición el sueño la fue venciendo. Sólo escuchaba su voz grave, el matiz monótono con el que siempre le hablaba. La presencia de él se reducía a un eco. Le había llamado la atención su voz cuando lo conoció en un restaurante que ya no existía. Era confortable, segura. Tiempo después, al rememorar aquellos últimos segundos en los que pudo percibir su cuerpo a unos centímetros de ella, pensó que no debía concentrarse en la voz sino en las palabras, porque cada una de ellas encerraba un discurso oculto, una llamada de auxilio, tal vez una declaración de principios o una confesión de culpa. Sin embargo, aún no podía explorar los límites improbables de las palabras y volvía a hundirse en los movimientos de él, en las inflexiones de voz, en la cadencia de los pestañeos o en la mirada que interrogaba al televisor apagado. A veces creía que él seguía en el elevador o, incluso, en la calle, deambulando, mirando la luz de la ventana, esperando que ella se asomara. Había semanas en que todas sus suposiciones le parecían tonterías. Después de haberse quedado sola las cucarachas comenzaron a ser más frecuentes en el edificio. El calor aumentó. En la ciudad había una sensación de falsa tranquilidad, como si estuviera a punto de ocurrir una tragedia imprevisible. A veces los vecinos encontraban varias cucarachas muertas, amontonadas en la puerta principal del edificio. La mañana posterior a la desaparición de su esposo había despertado más tarde que de costumbre. Tenía la boca pegajosa. Miró a su lado derecho y no lo encontró. En las sábanas apenas había una leve huella de él, arrugas que pronto se desvanecieron. Pensó que había salido a comprar fruta para el desayuno, pero nunca volvió.

Cinco Había una vez una mujer cuyo esposo había desaparecido. La mujer, desde entonces, odiaba los veranos. Había pensado en huir de la ciudad, pero la ataba su trabajo como secretaria en un consultorio. Después de la desaparición había sobrevivido un par de semanas con sus ahorros. Era maestra de inglés pero desde hacía tiempo estaba desempleada. Una vecina le recomendó visitar a un amigo médico que necesitaba ayuda en su consultorio. Era eso o seguir mandando solicitudes que nadie contestaba. Ahora tenía la compañía de papeles, recetas, citas, agendas, pendientes. También, muchas preguntas: ¿A qué hora está disponible el doctor?, ¿Puedo pagar con tarjeta de crédito?, ¿Dónde puedo conseguir esta medicina? Espere, tengo una llamada. ¿Tiene cita? El doctor no puede atenderlo ahora. ¿Dónde está el baño? En las noches, después de cerrar el consultorio, se ponía una gabardina y tomaba un camión que la dejaba a una calle del edificio. A veces se detenía en la calle y esperaba varios minutos. Recorría con la mirada las siluetas que se movían en un parque cercano. No podía evitarlo y pensaba que él andaba por ahí, perdido entre la gente, quizá sentado en una banca, mirando las luces brillantes de los edificios, ajeno a todo porque había perdido la memoria y sólo podía estar ahí, sin pedir ayuda, sin irse a otra parte. Pero conforme esa idea se desarrollaba perdía fuerza y le parecía inverosímil. Entonces, decepcionada y aliviada al mismo tiempo, se dirigía a la puerta principal del edificio. En el recibidor, antes de dirigirse al fondo del pasillo, revisaba las cartas que se acumulaban bajo los medidores de luz. El edificio concentraba el calor de la calle. Era como una gran caja en donde resonaba la ciudad, donde dejaba sus latidos inmensos y oscuros. Había de todo: pagos atrasados de tarjetas de crédito, publicidad de una pizzería, propaganda política, el anuncio de una vidente que aseguraba recuperar los amores perdidos. Una vez, mientras recogía el recibo de luz que correspondía a su departamento, miró los demás papeles abandonados. Recorrió de un vistazo los membretes de los demás sobres y trató de imaginar a quiénes pertenecían. En uno de ellos —de color amarillo— creyó reconocer el nombre de ella escrito a mano. Quizá se estaba volviendo loca. Quizás estaba vivo y, como había pensado en un inicio, por alguna razón no podía regresar al departamento. Nadie sospecharía de una carta olvidada, confundida entre propaganda, estados de cuenta intrascendentes, algunos de inquilinos que ya no habitaban el edificio. Era una manera de evadir a sus supuestos captores. Su mente se colapsó. La emoción fue tanta que recogió el sobre de un solo impulso y volvió rápidamente al elevador. No quería que alguien atestiguara su lectura. No quiso leer ni comprobar nada hasta que estuviera en el departamento. Una vez allí se dirigió a la recámara y, sentada en una silla de madera, frente a un espejo ovalado en el que se miraba para maquillarse todas las mañanas, contempló de nuevo el sobre y su nombre escrito con bolígrafo color rojo. Sintió un abismo en el estómago cuando desplegó el mensaje y descubrió que era para una mujer con su mismo nombre. En el papel le avisaban, entre otras cosas, que pasarían por un depósito en efectivo esa misma tarde. A pesar de la decepción, a partir de ese día, comenzó a mirar detenidamente la correspondencia. Con el tiempo fue llevándose cartas que no eran para ella. Iba a su departamento, se sentaba en la silla de madera, se miraba en el espejo ovalado y abría con cuidado el sobre, como si estuviera dispuesta a regresarlo intacto para así no despertar sospechas. Después, sin ninguna prisa, casi mecánicamente, leía alguna amenza de un despacho de cobranza hacia un inquilino moroso con los pagos de su tarjeta de crédito. Leía avisos de desalojo. Leía estados de cuenta bancarios y trataba de descifrar, con base en los retiros de efectivo y los lugares donde se habían hecho, las costumbres de los propietarios. Lo que más le interesaba era la correspondencia que contenía mensajes personales. Pensaba que, tarde o temprano, encontraría uno de él. Una vez, en la tarde solitaria, mientras el aire acondicionado del consultorio mantenía a raya el calor, le comentó a un paciente sobre la desaparición de la correspondencia tradicional. «Ahora todo es en computadora», le dijo. El paciente asintió en silencio, más preocupado por el diagnóstico de su enfermedad que por las disquisiciones de una desconocida. Pronto comenzó a revisar dos veces la correspondencia: en las mañanas y al regreso del trabajo. También entraba, cada vez que podía, a su correo electrónico.

Seis Esa mañana, después de mirar a la cucaracha bajo la correspondencia, sintió que, desde hacía mucho, habitaba los rescoldos de su vida. Era domingo. Tenía comida en el refrigerador, así que no había necesidad de salir. En algunas ocasiones disfrutaba estar sola, pero no sabía si esa conformidad la seguiría acompañando los años venideros. Desde hacía mucho las noticias eran un ruido de fondo. Apenas se concentraba en las palabras. Con el paso del tiempo surgió un nuevo dato que, hasta entonces, había permanecido olvidado. Recordó, con una nitidez sorprendente, que aquella última noche, mientras le contaba del calor y de su salida del encierro, le dijo que había encontrado una cucaracha muerta. Al principio ese descubrimiento era sólo un detalle, un soporte a la historia de su estadía en el elevador. Sin embargo, volvía una y otra vez a la cucaracha, a describir que estaba patas arriba, con las alas descubiertas y desmadejadas, como si alguien la hubiera colocado, a propósito, en esa posición. Era difícil encontrar cucarachas en los últimos pisos. Nunca se había preguntado la razón. Quizás era la fuerza de gravedad que presionaba sus cuerpos a la tierra. Tal vez era la facilidad de medrar entre las bolsas de basura que dejaban los vecinos tres veces a la semana. La observación de la cucaracha no era gratuita, pues a él le gustaba recordar esos detalles. Sin embargo había algo más. Un día pudo recordar que las palabras, al mencionar al bicho, habían salido lentas de su boca y, en ese momento, los labios permanecieron entreabiertos, como si tuviera al bicho frente a sus ojos y no supiera qué hacer y el insecto lo siguiera retando con sus patas entumidas, con su aparente indefensión. Por eso ella había sentido miedo al ver a la cucaracha muerta junto a la correspondencia. La mañana transcurrió, calurosa. Puso el ventilador a la máxima velocidad. El ronroneo parecía el festín en una ciudad lejana. Pasaron las horas. En el inicio de la noche se asomó por la ventana. Desde el noveno piso la ciudad se veía como las vivas entrañas de un animal luminoso. Descorrió un poco la cortina para que entrara un poco más de aire. El vaso de limonada seguía ahí, en la mesa de centro, como un pensamiento a medio formar, un murmullo en un callejón oscuro. Se preguntó si las cucarachas seguirían saliendo a morir. Se preguntó si, como alguna vez había soñado, como habían confesado algunos vecinos, los bichos subirían por las tuberías hasta llegar a los últimos pisos. Pensó en una empecinada migración, un exilio demorado y persistente. Se sintió un poco tonta. Debería haberse acostumbrado a la ausencia de su esposo. ¿Por qué empeñarse en saber su destino? Al inicio, lo que la angustiaba más era suponer que había sufrido en sus últimos segundos de vida. Quizás había intentado hablarle, dejarle alguna señal. Pero el celular no había registrado, hasta ese momento, ningún número misterioso; tampoco había recibido alguna llamada en la que alguien, al otro lado de la línea, dejara crecer el silencio hasta que ella dijera «Bueno» por segunda vez para, enseguida, colgar con determinación, sin titubeos. Las investigaciones de la policía no condujeron a ningún lado. Era como si se hubiera evaporado en el aire. A veces le parecía mirar la silueta de un hombre al final del pasillo del noveno piso, junto a una maceta de barro. Cuando se acercaba descubría que era un vecino nuevo o algún visitante que trataba de encontrar el número de un departamento.

Siete Se despertó en la madrugada. El bochorno oprimía su cuerpo, sus pulmones. El calor era una mano que le abría los párpados y le ponía la mente en blanco. Su cama le pareció más pequeña. El sudor era un demonio recorriendo el perfil de su espalda. Recordó el cuerpo de él sobre ella. Nunca había necesitado del sexo tanto como esa noche. A pesar de haber cumplido sesenta años tenía la urgente necesidad de él moviéndose sobre sus caderas, apretando su cintura, descansando su peso en ella. Porque su aliento tibio, cuando iba a su garganta, menguaba, de alguna manera, el sopor de las noches. La cucaracha, aquella que se había recuperado milagrosamente después de haber estado casi muerta, patas arriba, junto a la correspondencia, estaba ahora en el noveno piso. Se movía, testaruda, por el pasillo

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