¿Qué es lo alemán de la literatura alemana? / NAVID KERMANI

Me gustaría responder a la pregunta «¿qué es lo alemán en la literatura alemana?» hablando sobre el escritor alemán ejemplar. Para mí no es Goethe o Schiller, no es Thomas Mann o Bert Brecht, sino el judío de Praga Franz Kafka.
     ¿Kafka? Todos ustedes conocen la foto del joven Kafka, en la que él mira un punto ligeramente por encima del objetivo del fotógrafo, la cabeza ligeramente hacia adelante, con una sonrisa quizá insegura, quizá socarrona. Se trata de una parte de la foto de compromiso con Felice Bauer en 1917, y es la imagen más famosa del autor, la imagen que a todos viene a la memoria, casi un icono. Puedo recordar exactamente lo que pasó por mi cabeza cuando di mis primeros pasos en el mundo de Kafka: tendría catorce o quince años y veía todos los días esa cara en las sobrecubiertas de sus libros. No tiene aspecto alemán en absoluto. El color oscuro de la piel, las cejas tupidas sobre los ojos negros, el cabello negro y corto, tan profundo en la frente que no se distingue la raíz de las sienes, los rasgos orientales… con seguridad, hoy no es políticamente correcto decir esto, pero en aquel entonces era mi impresión inmediata: no parece alemán, no como los alemanes que conocía de mi escuela, de la televisión o del equipo de futbol nacional.
     Entonces no me ocupó más la pregunta, qué era Kafka realmente. Devoré sus libros sin pensar en las experiencias culturales, sociales o religiosas con que estaban compuestos. Pero ahora que estoy ante la pregunta sobre cuál escritor encarna la literatura alemana, en lo específico para mí, supe inmediatamente que tenía que empezar con Kafka, con un escritor alemán que no era alemán.
     Lo poco que unió a Kafka con Alemania se puede leer en su diario, en el que la tierra de su lengua materna apenas aparece una vez. Cuando el 2 de agosto de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial escribió sólo dos frases: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia», reza la primera, y luego: «En la tarde, clase de natación». Cuatro días más tarde, dedica de nuevo una pequeña acotación a los acontecimientos políticos, cuando menciona un desfile patriótico alemán en Praga: «Estoy presente con mi mala vista». Y después: «Tan bueno como nada». Los acontecimientos políticos en Alemania no le siguieron interesando a ​​Kafka, quien, sin duda, se ocupaba de muchos otros acontecimientos sociales. En todo caso, sus referencias acerca de Alemania fueron casi inexistentes en sus cartas y en sus diarios, antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial.
     Incluso cuando Kafka se muda a Berlín, en septiembre de 1923, permanece como extranjero en el país de su lengua materna. En el aislado mundo de Stieglitz estudia hebreo, sueña con planes en Palestina y vive —más a modo de prueba— según la ley judía. En vez de ir a los cines y los teatros de ópera, está en las casas judías de enseñanza. Kafka vive en Alemania sin vivir en Alemania, en una sociedad paralela. El par de viajes al centro de Berlín son para él un «Gólgota» personal, no porque desprecie a Berlín, sino porque no le concierne. «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. En la tarde, clase de natación».
     Kafka tenía aquello de lo que hoy se busca proteger a los niños inmigrantes en Alemania: una marcada identidad múltiple. Como ciudadano, primero fue parte del Imperio de los Habsburgo, más tarde de la República Checa. Para los checos, Kafka y toda la minoría germanoparlante en Praga eran simplemente alemanes. Entre los alemanes de Praga, por otra parte, alguien como Kafka era para todos un judío. Ni el mismo Kafka podría decir claramente a qué colectivo pertenecía. En una carta a Max Brod fechada el 10 de abril de 1920, habla de su acogida en Meraner Sanatorium:
    
     De las primeras palabras salió que soy de Praga; tanto el General (enfrente de quien me senté) como el Coronel conocían Praga. ¿Checo? No. Explico a esos fieles ojos del ejército alemán qué soy realmente. Alguien dijo «alemán de Bohemia», otro «del Malá Strana». Luego, todo se tranquilizó y seguimos comiendo. Pero el General, con su oído agudo entrenado en filología en el ejército austríaco, no quedó satisfecho. Después de comer volvió, nuevamente, a poner en duda mi acento alemán; tal vez una duda más de la vista que del oído. Ahora pude intentar explicarle lo del judaísmo. Científicamente quedó satisfecho, pero no humanamente.
    
     Para el mismo Kafka, como punto de referencia cultural y política, el judaísmo fue cada vez más importante con la edad, sin que viviera sólo en la identidad judía. «¿Qué tengo en común con los judíos?», apunta el 8 de enero 1914: «Tengo poco en común conmigo y debo estar tan tranquilo y satisfecho con eso que puedo respirar, estar en una esquina». Como hijo de un muy celoso comerciante asimilado, Kafka en su juventud había aprendido muy poco sobre la religión de sus antepasados. Los conocimientos más profundos de la tradición judía los obtuvo en la edad adulta. Fue siempre consciente de que su relación con esa tradición había sido algo artificial, algo contruido después, y tal debió de ser una de las razones de la distancia que guardó hacia el sionismo, al contrario de sus amigos más cercanos. La realidad es otra: en el Jeschiwe real, las escuelas del Talmud, había un hedor insoportable, ya que «los estudiantes que no tenían camas adecuadas, donde apenas se sentaban, se acostaban a dormir sin desvestirse, con sus ropas sudadas», comentó Kafka con asombro evidente el 7 de enero de 1912.
     La relación de Kafka con el judaísmo no era ingenua. Pero, a diferencia de la que tuvo con el Imperio de los Habsburgo o con el Imperio Alemán, por lo menos llegó a ser una relación. Después de una noche de la «comunidad judía» en el Café Savoy, Kafka escribió el 5 de octubre de 1911, en un éxtasis inicial: «Por algunas canciones, por la expresión “los niños judíos”, por cierta visión de esa mujer que por ser judía abre sus brazos en el podio a nosotros los oyentes, porque somos judíos, sin el deseo y la curiosidad de los cristianos, vino a mí un temblor en las mejillas».
     De todos modos, las pocas anotaciones de Kafka sobre Alemania nunca son de tal tono emocional, con una excepción: cuando menciona a Goethe, Kleist o Stifter, lo hace no sólo con vastos conocimientos, sino con un entusiasmo que raras veces se encuentra en toda su obra. Cuando reflexiona en su diario, o en los Octavheften, sobre los giros o los casos problemáticos del idioma alemán, lo hace con una precisión de la que sólo pueden aprender los vigilantes de la lengua de hoy en día. Los motivos y las estrategias narrativas de la tradición judía, que hoy los intérpretes están tan ávidos de indagar, no son ni de lejos tan importantes en la obra de Kafka como sus declarados modelos en la literatura alemana. El judaísmo no se encuentra en el inicio de la biografía literaria de Kafka, sino que se integra más tarde como un sistema de referencia que adquiere en la edad adulta y emplea de manera consciente. La patria espiritual de Kafka es la literatura alemana.
     En los discursos de premios y días festivos a menudo se recuerda la contribución de la literatura en el nacimiento de la nación alemana. De hecho, fue la literatura la que a finales del siglo xviii permitió que los pequeños Estados tuvieran una conciencia común propiamente «alemana». Pero la mayoría de los oradores pasan por alto que, durante mucho tiempo, los literatos de Alemania ya pensaron más allá de Alemania cuando ésta finalmente se realizó como un producto intelectual y más tarde como una entidad política. Ya no más hacia la integración alemana únicamente, sino hacia la integración europea, miraban los grandes poetas y filósofos alemanes de finales de los siglos xviii y xix —Goethe, Kant. Desde un principio, la Ilustración en Alemania no fue un programa nacional, sino un programa europeo. Asimismo, en la literatura no se siguió ningún posible modelo alemán, sino que se dirigió a la literatura no alemana, desde Homero hasta Byron, pasando por Shakespeare. La literatura alemana justamente no quería ser alemana, y lo hizo precisamente mediante la apropiación de motivos y modelos no alemanes. «Abriß von den europäischen Verhältnissen der deutschen Literatur»: así tituló August Wilhelm Schlegel en 1825 el ensayo sobre las singularidades de la vida intelectual alemana: «Me atrevo a decir que somos los cosmopolitas de la cultura europea».
     Como un proyecto literario y político, Europa no debe nivelar las características regionales y nacionales, pero sí disolver las fronteras políticas entre las naciones. Con esta visión contradicen los escritores alemanes de ese entonces el zeitgeist nacional-alemán, que en retrospectiva los monopoliza. La protesta contra lo nacional se intensificó en el siglo xx y, especialmente, después de la experiencia de la Primera Guerra Mundial: era el sueño de una Federación Democrática de Europa, que los hermanos Mann, Hesse, Hoffmansthal, Tucholsky, Zweig, Roth o Döblin presentaron al nacionalismo en Alemania.
     Ciertamente no todos, pero sí un número considerable de aquellos escritores que hoy se trivializan en la televisión como grandes alemanes fueron en su tiempo los raros, los disidentes. Fueron perseguidos, exiliados, o en el mejor de los casos tuvieron una relación rota con su patria. Es absurdo cuando los best-sellers citan incluso hoy al autor del «Cuento de invierno» como base de su orgullo nacional. Heine quería a Alemania, sí, pero más todavía se avergonzó de Alemania. Y si pasamos por las filas de poetas alemanes laureados: Lessing, con su pieza de tolerancia Nathan el Sabio, que hasta su muerte no tenía permiso para ser representada, y las palabras de clausura de la Dramaturgia de Hamburgo, Schiller con las tiradas de
Karl Moor, Heine y Hölderlin, Büchner y Börne, vemos cómo muchos
de los grandes alemanes de hoy eran en su tiempo antialemanes, o al menos tenían una comprensión de patriotismo que se cerró a toda forma de glorificación alemana y a todo tipo de vanidad, de superioridad y control. En el siglo xx, las críticas que los más sabios y verdaderos representantes de la literatura vierten contra Alemania se convirtieron incluso en fantasías de exterminio. Cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, Albert Einstein sostuvo que Alemania no sólo debía ser desindustrializada, sino que su población debía ser reducida como castigo por la masacre, su compañero alemán de exilio Thomas Mann escribió: «No se me ocurre algo que se pudiera decir en contra de eso».
     Incluso el poeta nacional de Alemania, Johann Wolfgang von Goethe, se presta poco —teniendo un conocimiento profundo— para la edificación nacional. Thomas Mann fue quien al final de su conferencia sobre «Deutschland und die Deutschen», que pronunció en mayo de 1945 en la Biblioteca del Congreso en Washington, recordaba que nadie «había anhelado tanto la llegada de la diáspora alemana» como Goethe. La observación de Goethe, citada por Thomas Mann como evidencia, viene de una conversación del 14 de diciembre de 1808 con el canciller Müller: «Transplantados, dispersos, como los judíos en todo el mundo, así deben estar los alemanes para desarrollar la cantidad de lo bueno que hay en ellos para el bienestar de todas las naciones». Quien justamente cita esta frase, prácticamente al final de la guerra, en la capital de la nación que venció a Alemania, no se presta, al igual que el citado, como garante de un patriotismo alegre. Tan contaminada estaba la relación de Goethe con los alemanes que, después de la Segunda Guerra Mundial, el ministro estadounidense de Finanzas, el secretario del Tesoro Henry Morgenthau Jr., recurrió a él como testigo clave de su plan para destruir la industria alemana: «Muchas veces he sentido un dolor amargo al pensar en el pueblo teutón: tan respetable en cada uno y tan miserable en conjunto». Y continúa Goethe la cita: «Comparar el pueblo alemán con otros pueblos provoca en nosotros sentimientos de vergüenza».
     La crítica, incluso el rechazo hacia Alemania, es un leitmotiv de la historia literaria alemana. La mordacidad y universalidad de esta autocrítica nacional no se encuentra en ninguna otra literatura. No es sólo un producto de postguerra; ya mucho antes del nacionalsocialismo era característico de la literatura alemana. Si muchas veces se exige finalmente encontrar una relación «normal», relajada, con Alemania, los poetas de Alemania se distinguieron por su tensa relación con ésta. Son grandes alemanes, aunque (o precisamente porque) estuvieron reñidos con Alemania. En otras palabras: Alemania puede estar orgullosa de aquellos que no estaban orgullosos de ella.
     Sebastian Haffner es quien, de la manera más exacta, ha explicado esta paradoja de la forma más precisa en su Historia de un alemán, que escribió en 1939 durante el exilio en Inglaterra. El «Club Deportivo-Nacionalismo», escribe Haffner, «la alabanza nacional rimbombante en el “estilo de los Meistersinger”, las manifestaciones onanistas en torno al pensamiento “alemán”, al sentir “alemán”, a la lealtad “alemana”», eran para él algo «simplemente asqueroso y repugnante» ya antes de la llegada de los nazis: «No tuve que sacrificar nada de allí». Sin embargo, sigue Haffner, siempre se veía a sí mismo como «un bastante buen alemán» —«y eso sería sólo por la vergüenza de los excesos del nacionalismo alemán». La sentencia es valiosa al ser parafraseada nuevamente, pues resalta hasta qué punto el patriotismo y la afirmación pueden ser distintos: justo en su vergüenza por Alemania Haffner se miraba como un buen alemán.
     Cuando los nazis llegaron al poder en Alemania no hubo otra opción para el patriota alemán Haffner: tenía que separarse de Alemania. El nacionalismo había «destruido y pisoteado » a su Alemania, como escribió. El conflicto, después de 1933, no habría sido tal si uno podía desprenderse de su país para mantenerse fiel como individuo. El conflicto había llegado mucho más allá, ocurría «entre el nacionalismo y la lealtad a su propio país». Aquella Alemania a la que Haffner se mantuvo fiel saliendo de Alemania no era un territorio en el mapa: se trataba de una entidad espiritual con características específicas:
    
     Forma parte de la humanidad la franqueza en todas direcciones, la exactitud cavilosa del pensamiento, un estar insatisfecho permanente con el mundo y consigo mismo, el coraje de siempre volver a intentar y a rechazar la autocrítica, el amor a la verdad, la objetividad, el descontento, lo incondicional, la
diversidad, una cierta torpeza, pero también un placer por
la más libre improvisación, la lentitud y la gravedad, pero igual una riqueza lúdica de la producción, que constantemente lanza nuevas formas de sí misma y, como intentos fallidos, vuelve a retirarse, el respeto a todo lo raro y peculiar, la bondad, la generosidad, la amplitud, el sentimentalismo, la musicalidad y, sobre todo, una gran libertad: algo vagabundo y sin límites.

    
     Ciertamente, la República Federal de Alemania no es idéntica a la Alemania que Haffner llevaba en su corazón cuando partió. Pero habla por la República Federal Alemana, que prefiere identificarse en la memoria colectiva con la Alemania de Haffner, antes que con el «Reich Alemán». Asimismo, los intelectuales hambrientos de batalla de la Primera Guerra Mundial están casi completamente olvidados, y quienes, entre los grandes intelectuales alemanes, se hicieron partícipes del frenesí patriótico, se pronunciaron en los años veinte y treinta de forma vehemente contra el autoengrandecimiento nacional. Aunque aún se lee a Gottfried Benn y Martin Heidegger y aquí y allá se los venera casi de manera religiosa, son honrados con nombres de calles y premios conmemorativos aquellos alemanes que se resistieron contra el nacionalismo y el nazismo, casi siempre arriesgando sus vidas.
     No fue así desde el principio en la historia de este Estado, y menos en la historia del Parlamento alemán. Hasta bien entrados los años sesenta, los políticos e intelectuales que habían regresado del exilio a Alemania fueron considerados, por parte de los círculos conservadores, como traidores. Hoy en día nadie se atrevería públicamente a reprochar la huida de Alemania de Willy Brandt o Sebastian Haffner. Por el contrario: la Oficina del Canciller alemán se encuentra en el número 1 de la avenida Willy Brandt. Sea como sea que evaluemos nosotros la actuación política de Brandt, ¿no es —en el sentido literal— maravilloso, ¡un milagro!, que la calle desde donde se rige a Alemania lleve el nombre de un emigrante alemán? Así también, como ahora mismo en Múnich, la construcción de nuevas sinagogas en lugares céntricos es mucho más que un símbolo de la autoafirmación de los judíos. Esto muestra que aquella pisoteada y destruida Alemania a la que pertenecieron intelectuales como Haffner, aquí y allá ha vuelto a levantarse. Lo digo claramente: cada nueva sinagoga en suelo alemán no sólo es un triunfo para el judaísmo, sino también para Alemania, para una Alemania que vale la pena vivir.
     Sin embargo, hay que cuidarse de considerar la música, la filosofía o la literatura como parte de la Alemania de Haffner, y la ignorancia, el analfabetismo, la falta de cultura como correspondientes al «Reich Alemán». No existe una Alemania de la cultura y una Alemania de la barbarie. También la Alemania bárbara —como, antes y después de ella, cada nacionalismo alemán— ha apelado a la cultura, a Goethe y Schiller, Mozart y Beethoven. Lo que resistió a la Alemania nazi no fue la cultura alemana en general, sino precisamente aquellos valores de Alemania menospreciados por los nazis, pero destacados por Haffner: la humanidad, la apertura, la exactitud cavilosa del pensamiento, la autocrítica, el respeto de todo lo raro y peculiar, la generosidad, la amplitud, la libertad. Asimismo, la apropiación de la literatura alemana por los nazis llegó a sus límites donde comenzaron los motivos de la autocrítica, la amplitud de miras, el pensamiento europeo, el humanismo. El cosmopolitismo de Goethe, por ejemplo, en el fondo iba en contra de la ideología nazi. Pero no muchos insultaron de peor manera a Alemania que Friedrich Nietzsche: «Si me imagino un tipo de persona que contradice todos mis instintos, siempre vuelve a ser un alemán».
     Su amplitud de miras y el desprecio de las condiciones y formas de ser alemanas no protegieron a Goethe ni a Nietzsche de haber estado al servicio del nacionalsocialismo. No tuvieron ninguna oportunidad de defenderse. La lengua alemana rehuyó la seducción de los nazis. No sólo no hubo literatura nacionalsocialista de más alto rango. Incluso los pocos poetas importantes que simpatizaban con los nazis inicialmente, como Gottfried Benn, perdieron repentinamente su fuerza literaria, como si una maldición cayera sobre ellos. El alemán fue preservado por los exiliados alemanes, en particular por los judíos alemanes. Puesto que siempre se puso en duda su adhesión a la cultura alemana, ya en el siglo xix los autores judíos se preocupaban —de una manera tan correcta que llamó la atención— por la exactitud e integridad de la lengua alemana. En el siglo xx, paralelo a la aparición de un chovinismo antisemita, fueron los judíos especialmente quienes no sólo escribían el idioma alemán a la perfección, sino que se consideraron como sus guardianes. Con una precisión apenas comprensible para nosotros, autores como Karl Kraus, Walter Benjamin, Franz Kafka y Victor Klemperer rastreaban el uso de la lengua para encontrar fallas, imprecisiones y torpezas.
     Por eso no fue sólo el impulso de afirmar la pertenencia a la cultura alemana lo que hizo a los judíos guardianes meticulosos de la lengua alemana. Para los judíos de Praga, como Karl Kraus y Franz Kafka, la situación de bilingüismo añadió una particular sensibilidad en el uso de la lengua alemana. En el entorno de Kafka y de Kraus, y especialmente de
la gente común, se hablaba checo. Su purismo lingüístico tiene también su origen en el hecho de que, dentro de la minoría alemana, un uso correcto del alemán ya no era en absoluto natural. El mismo Kafka describe la relación diaria con las dos lenguas en una carta a Milena Jesenská, quien solía responder en checo sus cartas escritas en alemán: «Nunca he vivido entre el pueblo alemán, el alemán es mi lengua materna, y por eso es tan natural para mí, pero el checo es para mí mucho más cariñoso».
     La posibilidad de escuchar su propio idioma a distancia, que a su vez infringe la naturalidad del habla, enriqueció más el alemán: contribuyó a su perfeccionamiento, en la obra de Kafka y en la obra de otros tantos, especialmente de escritores judíos. Regalaron a la literatura alemana un archivo cultural, religioso y biográfico que favoreció de forma definitiva su prestigio internacional. Heinz Schlaffer ha señalado que, si bien la proporción de la población judía de Alemania y Austria no superaba el uno por ciento, aproximadamente la mitad de los escritores alemanes más famosos del siglo xx eran judíos. «Si por “alemán” no se entiende una especie étnica, sino una huella cultural, entonces los judíos emancipados deben ser considerados como los alemanes más serios», escribe en su Kurzen Geschichte der deutschen Literatur (Breve historia de la literatura alemana): «Con su expulsión y el exterminio es lógico que la literatura alemana haya perdido por ello su categoría y carácter». Veremos, no hoy, ni mañana, sino en veinte o cincuenta años, cómo repercutirá en su orientación y calidad el exotismo que, como resultado de la inmigración, se instala nuevamente en la literatura alemana, si los descendientes de inmigrantes de Europa del Este o del Oriente Medio devuelven a la literatura alemana algo de aquello mundano, de aquella percepción desde el exterior, o del toque metafísico que la caracterizaron hasta la Segunda Guerra Mundial.
     Alemania, como cultura, no corresponde a la nación alemana. Así pues, la verdad que se cita con frecuencia acerca de que los alemanes se habían unido por su literatura o por el lenguaje, al mismo tiempo ha sido siempre una mentira. Bastante a menudo, lo que distinguía a la cultura alemana en sus mejores ejemplos estaba en plena contradicción con lo que constituyó a Alemania como Estado y sociedad, como nación y etnia. Sólo se deben leer los recuerdos de Ludwig Börne en el gueto judío de Fráncfortpara recordar que, ya mucho antes de Hitler, la discriminación, la exclusión social y el desprecio son experiencias fundamentales para una parte importante de la literatura alemana. «Toda la tarde estoy en la calle y me baño en el odio a los judíos», escribió Kafka a mediados de noviembre de 1920. Él mismo murió pronto, pero ninguno de sus amigos más cercanos sobrevivió en Alemania, si estoy en lo correcto. A no ser que se hayan refugiado con anticipación —la mayoría en lo que era entonces Palestina—, sufrieron la miseria de los refugiados políticos, terminaron en hoteles baratos, se abrieron paso en otras ciudades en trabajos tan esporádicos como ilegales, hicieron cola frente a las embajadas para obtener una visa, o terminaron como la amada no judía de Kafka, Milena Jesenská, en campos de concentración alemanes. Ciertamente, los alemanes están unidos por la literatura, pero no están unidos como alemanes. Y así la cultura alemana me resulta más cercana en lo que está más lejos de Alemania, ya sea por indiferencia, como en el caso de Kafka, o por oposición, como en el caso de Haffner.
     ¿Soy alemán? En los campeonatos mundiales de futbol he apoyado a Irán, desde el tiempo en que descubrí a Kafka y hoy que lo sigo leyendo. Al mismo tiempo, no hay mayor obligación para mí que pertenecer a la misma literatura que el judío de Praga Franz Kafka. Su Alemania nos une.
    

     Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht

 

 

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