Un país blanco (fragmento) / Sherko Fatah

Recuerdo que no sabía lo que era la cultura hasta que me topé con gente culta. También recuerdo que la ciudad, la Bagdad de mi infancia, era pequeña. La arena desértica cubría los pequeños pueblos de patios angostos y callejones abandonados que parecían una costra rajada. Pero también estaba el río, que parecía atraer todo hacia él: comerciantes que descargaban sus lanchas con mercancías, la gente rica que construía sus casas y jardines a sus orillas. El río también atraía a los extranjeros. Aquí edificaron los británicos un barrio como Bataween, con avenidas amplias y rectas y tres parques amplios como en Londres, con electricidad y direcciones postales de verdad. Sin embargo, para mí estaban sobre todo los cafés, los cuales eran totalmente diferentes de lo que conocía. Aquí no sólo se sentaban los hombres como en las casas de té en el Tawla junto a sus pipas de agua. Aquí había mujeres sin abbaja, en ropa occidental, igualmente clientes que los hombres, junto a los cuales conversaban y reían. Tomaban limonada, fumaban y miraban hacia el río tranquilo. Todo el mundo parecía tener mucho tiempo y ser bastante astuto, porque esta gente hablaba sin parar. Discutían acaloradamente y luego reían juntos de nuevo. O jugaban billar en mesas suntuosas, tan grandes que parecían cómodas y tapizadas con un bello paño verde. El único fin de estas mesas era el juego, un pasatiempo.
      Yo siempre quise ir a estos lugares. La cercanía de esta gente me atraía. No era el único. ¿Qué habíamos aprendido en la escuela? ¿Historia? Aquello estaba bastante lejos. La historia se hizo en Europa. Nosotros aquí sólo teníamos la dicha de haber caído bajo el techo de aquel edificio violento, levantado por hombres pálidos con pelucas claras. La historia, así decía Efraín, a quien conocí en aquel entonces, nos había encontrado y tragado. Los británicos, mis maestros y todos con los que me topé después, amaban lo más viejo de este país: cosas que habíamos olvidado hace mucho tiempo. Desenterraban gigantes, guerreros y leones, en los cuales se reconocían ellos mismos —no nosotros a nosotros. Lo nombraban «nuestra cultura».
      Sin embargo, en el instante mismo en que se elevaban del fondo de la tierra eran una parte de su mundo, del cielo que habían extendido sobre nosotros. En el fondo sólo éramos beduinos para ellos. Vagabundos fáciles de olvidar sobre la superficie de una tierra llena a reventar de tesoros. Tuvieron que venir a crear el país en el que vivíamos desde hace mucho tiempo. Le dieron una forma, un nombre y un rey. Con él comenzó el mandato británico en Iraq. Era 1921, el año en que nací.
      La idea era peculiar, hasta entonces no había puesto mi propia vida en relación con la historia. Todo lo que me había ocurrido lo percibí siempre como sucesos privados. Tampoco sentí nunca aquel inflamado orgullo nacional, el cual despertó en otros que habían crecido conmigo; y sin embargo algo de ello me atravesó y se fijó en mi interior.
      Tengo que pensar en mi padre. Lo veo frente a mí: un hombre pequeño y corpulento con pensamientos volátiles. Los años veinte y treinta fueron con toda seguridad un tiempo de rupturas para él también. Él trabajaba como guardia en una procesadora de dátiles y no sólo gritaba y golpeaba las manos, sino que usaba una macana.
      —La organización —solía decir— es el problema más grande en este país. —Nada de lo que su hijo aprendía en la escuela era de importancia—. Todo lo que podemos aprender de los extranjeros es el orden. Ésa es la base de un país nuevo.
      Debió de haber tenido en la mira a los obreros que debía vigilar.
      —Nuestra gente son campesinos sin educación, sin la menor idea de lo que ocurre en el mundo. No aprenden nada, por lo que sencillamente están dispuestos a cualquier clase de trabajo y eso es todo en lo que piensan. Cada vez que los castigo me miran rastreros y llenos de odio. Sé perfectamente lo que sienten; y de esta manera es todo el país: rastrero y lleno de odio.
      Y como para hacer que sintiera su insatisfacción me llevaba consigo a ciertos lugares. No se trataba de las excursiones familiares normales, en las que sobre todo había que encontrar un lugar bonito a la orilla del río y disfrutar allí la comida llevada, o de comprarle a los pescadores un shabboot, una carpa del Tigris. Mi padre pensaba muy bien a dónde me llevaría, pues me quería instruir.
      Íbamos al suk 1 de los curtidores de pieles en una parte lejana de la ciudad. El hedor era insoportable. Ahí trabajaban jóvenes descalzos y manchados de los indescriptibles líquidos que utilizaban. Sus cuerpos y ropas estaban cubiertos de mugre. Sobre el área rodeada por un muro carcomido apenas visible había piletas de agua color negro alquitrán en las que nadaban pieles de animales. Se podía pensar que se separarían allí de los cadáveres putrefactos. En un punto se quedaba mi padre de pie y me jalaba hacia él. Aquí dos de los jóvenes agarraban la masa lodosa y café en cubetas cubiertas de una especie de costra y vaciaban el contenido sobre una piel animal, para restregarla de inmediato con ella. Trabajaban con heces humanas recién recolectadas de las letrinas.
      —En Alemania —decía mi padre—, un hombre reflexionó acerca del tiempo.
      Yo estaba a punto de vomitar e intentaba no poner atención a la cubeta, sobre la cual volaban moscas en círculos.
      —Nada más hizo él —continuaba mi padre—. Él dice que el tiempo de Dios es uno muy diferente del de los hombres. Si se pudiera observar desde afuera sería como una esfera. Cuando se puede pensar, se puede volar muy lejos sin moverse de lugar. O se pueden inventar máquinas que vuelan de verdad.
      Los jóvenes se inclinaban de nuevo sobre el cubo y levantaban los gruesos restos de la masa del suelo, tantos como pudieran restregar y no se secara nada antes de tiempo.
      También observábamos las casas de los ricos. Aquí no se detenía mi padre a bobear. Solamente me hacía pasar por ellas como si quisiera que su hijo percibiera su cercanía. Y eso es lo que yo hacía, tal vez más intensamente de lo que era bueno para mí.

Siempre que miraba a mi padre se me figuraba a un personaje de un oscuro cuento de hadas. Una vez, hace mucho tiempo, este hombre recorrió un camino oscuro; y el recuerdo de aquello lo había traído hasta la cabecera de mi cama, hasta el oído del muchacho, su único hijo. Este recuerdo le corría como agua de los labios. Yo todavía era un niño en ese entonces y recogía todas las gotas de esta agua, creaba palabras a partir de ellas.
      A veces, en algunos momentos, en pocos lugares, se podría ver el destino de muchos, decía mi padre. Sólo por poco tiempo, el todopoderoso le daría al ser humano libertad para una mirada y después lo recogería nuevamente en sí.
      En la calle hacia Alepo se lo mostró a mi padre, porque venía del camino, daba vueltas entre arbustos y rocas, porque en la noche estaba tan sólo como las rocas heladas y los arbustos destrozados. Y porque mi padre rezaba por una guía en el camino, pues la luna no brillaba y las estrellas habían sido apagadas como velas por el viento que daba vueltas como él mismo. Papá se arrastraba sobre la tierra.
      —Algo me miró, estoy seguro, estaba allá afuera, totalmente cerca, me pasó de largo, esperó. Me guió. Era terrible estar tan solo, pero era necesario puesto que debía verlo.
      Mi padre se arrastró hacia abajo en un bache, la tierra entre sus dedos era polvo negro, seco. Aun cuando el río había corrido a través del valle, no quería dejar nada aquí.
      Papá se sentó a la orilla de esta ribera pedregosa y miró hacia arriba en el cielo, donde veía la luz de la luna agitarse detrás de las nubes, la veía tornarse grisácea, liberarse de aquello y enderezar las estacas a su alrededor; poco a poco la oscuridad las iba escupiendo, una tras otra.
      Los hombres colgaban de estas estacas con la cabeza caída, destripados y mechados como asado, clavados con grandes clavos. Alrededor de ellos, brasas apagadas. Papá se levantó, retrocedió y encontró a las mujeres flotando, enganchadas en lo alto sobre las hileras de niños, cuyas cabezas se enterraban en la tierra. Al lado de ellos yacían apiladas sus manos cortadas.
      —¿Quiénes eran ellos? —pregunté.
      —Se les conocía como armenios. No eran de aquí —susurraba mi padre.
      —¿Lo hizo un ghul 2?
      —Sí, así fue.
      —¿Porque eran extranjeros?
      —El ghul sólo conoce extranjeros.
      —Él te observó, pero no te hizo nada —me puse a llorar.
      —No.
      —Él te tenía miedo. ¡Di que fue así!
      —Sí.

A Ezra lo conocí de la calle Rashid. Mucho tiempo le rehuía el camino. Al principio tenía simplemente miedo de él, pues era dos años mayor y se veía increíblemente más grande cuando paseaba a lo largo de las columnatas y sus amigos se reunían alrededor de él. Para él no había razón para prestarle la menor atención al chico árabe que cuando se cruzaba con él de regreso a casa caminaba a hurtadillas.
      Había crecido bastante alto y era bastante fuerte para su edad. Sus cabellos profundamente negros estaban siempre algo largos y desgreñados. De esta manera tapaba sus orejas respingonas, pues Ezra era vanidoso. Eso lo sabían todos los que lo rodeaban. Él, por el contrario, sentía que era algo muy moderno. Vestía siempre camisa y pantalón a la usanza europea y nunca llevaba turbante. Su familia era rica. También cualquiera lo sabía.
      Sin embargo, siempre que podía se movía por las calles, lo cual me asombraba bastante, pues pocas veces se veía a los hijos de los comerciantes acaudalados. Ellos tenían una escuela propia y su tiempo libre lo pasaban entre ellos. Pero Ezra era diferente y parecía estar consciente y orgulloso de ello.
      En aquella tarde, en la que por fin lo conocí, estaba de cuclillas sobre el suelo y fumando en una de las callejuelas estrechas de la calle Rashid. Parecía como si se hubiera escondido allí, pero eso no iba con él. Más bien había escogido este nicho lleno de restos de verduras y trozos de madera para estar a solas. Con la cabeza y la espalda inclinadas en la pared de una casa lanzaba su mirada lentamente hacia mí, al tiempo en que me detenía a la entrada del callejón porque lo había reconocido.
      Probablemente Ezra se estaba cansando de estar solo, pues levantó el brazo y me hizo señas con la mano lánguida para que me acercara. Yo sostenía mi bolsa de libros rodeándolos con los brazos y me puse frente a él como un delincuente. No tenía nada de qué haberme asustado porque no nos conocíamos para nada. Y sin embargo, creí que desde hacía mucho había una conexión secreta entre nosotros. De esta manera había esperado este momento, sí, casi añorado.
      —¿Cómo te llamas? —preguntó Ezra, al tiempo que apretaba los ojos, en los que se metía el humo—. ¿Qué has aprendido hoy en la escuela, Anuar?
      Como yo no sabía lo que tenía que decir y también porque desconfiaba de su extraño interés, guardé silencio y casi deseé que no hubiera notado mi presencia.
      —¿Con que eres un tipo orgulloso, eh? No contestas a cualquier pregunta estúpida. ¿Te han contado algo de la independencia de Iraq y de los tiempos dorados que están frente a nosotros?
      —No —contesté, y sin embargo sabía de lo que Ezra hablaba. El tema era parte fundamental de las clases.
      —¡Dame eso! —dijo, y levantó el brazo.
      Yo retenía la bolsa frente al estómago como para protegerla. Finalmente cedí a la presión de mala gana y obedecí.
      Ezra la arrancó exageradamente fuerte hacia sí, la abrió molesto y sacudió el contenido frente a sí en el polvo. Miró los libros de la escuela y torció la boca. A mí me parecía como si me examinara con la vista a mí y no a los libros. La situación se hizo incómoda. Estaba seguro de que Ezra solamente estaba aburrido, cuando estuvo descansando solo en esa pared. Ahora había encontrado una ocupación. Pero luego me sorprendió. Juntó los libros cuidadosamente y sopló el polvo de cada uno de ellos antes de meterlos de nuevo a la bolsa. Cuando me la regresó movió la cabeza con un gesto noble.
      —¿Quieres ver alguna vez algo diferente de eso? —no esperó la respuesta—. Cuando tengas algo de tiempo te lo muestro.
      De repente mi inseguridad se convirtió en miedo. Me replegué de nuevo a la bolsa de libros y observé a Ezra, que se zafó de la pared de la casa y se levantó gimiendo. Di un paso hacia atrás y, cuando el otro se puso de pie y sacudió el polvo de la pierna del pantalón, me encontraba ya en camino a la calle Rashid.
Probablemente Ezra miró hacia mí, pero no dijo nada. Se trataba más bien de una fuga de todo lo que vendría, me diría a mí mismo tiempo después. Una fuga de regreso a la infancia, la cual en aquel entonces, en aquella tarde en ese callejón sucio, terminaba para mí. Alguien tuvo que haberlo confesado al inicio de la historia. No mi padre con sus muchas ideas acerca del progreso, ni el mulá en la escuela del Corán, ni los maestros. Ni siquiera mi madre, a quien no conocí porque murió al darme a luz y así permitió que me convirtiera en un hombre superfluo. Absolutamente nadie en mi entorno. Tenía que ser un extraño el que me llevara hacia lo extraño. Y exactamente eso hacía Ezra.
Ese mismo día miré mi hogar con otros ojos. Cuando regresé, me saludó como siempre una de mis tías y me encargó de inmediato los deberes para el resto del día. Me dio una lista con cosas que debía comprar. Antes de que mi padre volviera debía barrer el patio y encargarme del horno para el pan, que amenazaba con caerse en pedazos. Después estaban todavía las tareas para la escuela. Con todo esto tenía algo que hacer hasta tarde en la noche.
      Cuando cerré detrás de mí el portón del patio para ir al mercado permanecí de pie un momento. A través de las tablas de la reja miré hacia la casa de mi niñez. Me pareció pequeña y, me di cuenta con repugnancia, también deslucida. No es que me hubiera avergonzado de mi origen. Para eso hubiera tenido que reconciliarme con aquello que vi en aquel entonces. Pero comprendí que debía abandonar este lugar.
      Observé el patio angosto, los adoquines del suelo repletos de resquebrajaduras, los muros en cuyas hendiduras se pegaba la arena como si quisiera sustituir la limpieza faltante. Ahí estaban los tres escalones de piedra, los cuales cruzaba a menudo de un salto, y arriba de ellos la puerta de la cocina, torcida, con el mosquitero agujereado y el ramillete de flores secas que alguien había colgado allí. Los tallos largos y las flores habían tomado hace mucho el color de la arena. El viento había deformado el ramo. Como un insecto grande se pegaba a la puerta.       Detrás quedaban los oscuros cuartos de la casa, que me parecían gavetas en un viejo gabinete al que no se quiere abrir más. De repente apareció mi tía en la ventana y me dio a entender con un movimiento de mano que tendría que hacerme finalmente a la marcha. Obedecí aun antes de que pudiera incluirla en la imagen decepcionante frente a mis ojos.

Traducción de Antonio Magaña Macías

 

 

 

1. Especie de mercado árabe (N. del T.).

2. Especie de demonio antropófago cuya primera mención probablemente se encuentra en Las mil y una noches (N. del T.).

Comparte este texto: