Poni flotante

Isabelle Wéry

(Lieja, Bélgica, 1970). Éste es un fragmento de su novela «Poney Floating» (Onlit Editions, 2018), que fue finalista del premio Victor Rossel 2019.

AL PRINCIPIO, EN EL CUERPO DE MI MADRE se tuvo que estar bien. Me habría gustado conservar algún recuerdo consciente… Sensaciones, olores, imágenes.

A los dieciocho años, mi padre y mi madre fueron «activos» antes del matrimonio. Con la barriga gorda, tuvieron que pasar por una iglesia. Sus padres no estaban NADA contentos, se veía en las fotos de la boda, las cabezas incómodas y sin entusiasmo. El padre de mi madre la llamó «vaquita» (bueno, es verdad que se casaba con un muchacho de granja, de granja grande, vale, pero de granja). Y mi madre, avergonzada de la planta rolliza que tenía en la barriga. Escondiéndose en su pequeño barrio de la gran ciudad, camuflando bajo trapos holgados el saldo esférico de sus pecaminosos retozos.

Eso me afecta, sí; pensar en mi madre en ese estado de vergüenza, su miedo al qué dirán en el vecindario, sus ganas de desaparecer bajo tierra. Dieciocho años es aún infancia, en las fotos también se ve que mis padres, antes de la gran falta, eran todo juventud, infancia, alegría, carne… Normal que esas dos bombas tuvieran el deseo de sellarse las junturas.

Hay que decir que, por parte de mi padre, en la familia había bastante conejo calenturiento. Ah, ¡me encanta esta imagen! Conejo calenturiento, hot rabbit, horny devil, hot dog, hot spot… Los machos de mi familia paterna tenían una libido virulenta. En cierto modo, me resulta bastante agradable saber que provengo de una estirpe de hot rabbits. Que la religiosa no consiguiera encerrar bajo llave los cuerpos de mis antepasados me tranquiliza. Adoro los relatos míticos de las anécdotas familiares… Mis tíos persiguiendo (¿con la bragueta abierta o no?) a mis tías enloquecidas (¡pobrecitas, no obstante!) alrededor de la gigantesca mesa de roble macizo del comedor. Y ese otro, fulminado por un ataque al corazón en los brazos de una prostituta en un tugurio del puerto de Londres. ¡Ah, cuántos halos eléctricos flotan en torno a las figuras de mis antepasados! El padre de mi padre, George, debería ser el más sensato. Y, sin embargo, al abuelo George lo he visto sudar muchas veces delante de Maddooonna con shorts de lentejuelas en la tele. Y a mi abuela, presa de una crisis de puros celos. Como si Maddooonna hubiera podido salir del televisor y ensañarse con la entrepierna de mi abuelo. Las cosas como son, mi abuelo es guapísimo. Tiene unos ojos azules magnéticos y una sonrisa dulce y no es demasiado velludo. Nada que ver con esas representaciones de granjeros medio hombres, medio lobos que merodean en el campo por estos pagos. No. Mi abuelo tiene mucha clase (aprendió incluso a tocar el violín cuando era pequeño), una cierta prestancia de Ingland, una compostura de Lord. Me quiere con locura. Tengo diez años y soy su princesa, su reina del establo, su pastel de heno. Y sabe cómo decírmelo, cómo hacérmelo sentir. Sólo con mirarme, sólo con poner un toque supradulce y amor incondicional en sus ojos. Y esa fuerza no voy a poder olvidarla jamás. Esa calidez de la mirada. Amor con mayúsculas.

Así pues, lo aprovecho al máximo. Mido el alcance de mi poder sobre él. A golpe de malicias, de caprichos, de deseos descabellados. Y un día me regalará un caballo de verdad. Y ya está. Todavía no soy más que una niña pequeña y, de todos los seres que habitan la granja, soy yo quien tiene más poder sobre mi abuelo. Es mucho más emocionante que mis videojuegos, donde te conviertes en eminencia de cortezas celestes virtuales. Soy la dueña y señora de un mundo real, en el que el menor aleteo de mis pestañas desencadena circunrevoluciones en nuestra inmensa granja del país de Gales.

Hay que decir que por estos pagos tenemos sangre de Enrique XXVIII, llevamos todas las miniaturas de los personajes de Shakessspeare en las arterias. Tenemos las guerras, tenemos las batallas, tenemos los vikingos, cuervo negro y cabezas cortadas… Y YO, como dueña absoluta de mi abuelo, lo soy también de la granja. ¿Que quiero una torrija? La Abuela DEBE prepararme una torrija. ¿Que quiero mi fish & chips en la cama? Me lo sirven en la cama. ¿Que quiero el caballo? Pronto tendré el caballo. Abuelo lo ha dicho. Sólo es cuestión de tiempo, de días, de fecha de cumpleaños. Lo tendré cuando cumpla doce. Todo el mundo está en contra, porque dicen que no voy a cuidarlo, que al final será la abuela quien se cargue todo el trabajo sobre su viejo lomo, pero, si yo lo quiero, mi abuelo también lo quiere, así que tendré el animal. DEBO tenerlo. Todos los conquistadores de un reino tienen un caballo. Sólo tengo que aguantar dos años. Pero la espera es larga, laaaaaaarga y dolorosa, así que me arrastro de una actividad destructiva a otra: dejar caer al suelo mis tostadas con mantequilla y mermelada para que la abuela tenga que recogerlas y doblar el espinazo bajo mis ojos, ver su espalda miserable, jorobada como un monstruo del Loch Ness, una espalda de haber ordeñado a demasiadas vacas, de haber vivido agachada bajo los grandes mamíferos. No entiendo que mi guapísimo abuelo pudiera casarse un día con esta cosa fea que es la abuela. Está vieja, tiene pelos. Y él con su aire de dandi, de Oskkkar Wilde. Esa marrana esa arruga pegada a los fogones o a los purines que suda pestilencia en la mesa no come al lado de abuelo le he exigido que coma en la cocina esa criada que coma en el fregadero que se desangre allí que se derrita allí que que. Al lado de abuelo como YO.

Sí, pensándolo bien, sé que vivo en un mundo viejo, todavía un poco machista y, en resumidas cuentas, prefiero asociarme al poder de los hombres y disfrutar de una posición privilegiada antes que compadecerme de la suerte de mis supuestas hermanas, las femeninas. Porque, al final, creo que odio a las mujeres. Y quiero ser temida, aterradora y dictatorial. Y a su representante absoluta, la madre de todas las madres, la Dama Naturaleza, la aborrezco. Me cago en su cara, le retuerzo todo su aparataje. La mato. La puerca de la Madre Naturaleza, la muy puta, testaruda como un mulo apaleado, nos impone a mi abuelo y a mí todos los días de nuestra vida en la granja su humor caprichoso. Ritmo secular de las estaciones, falta de luz, cortejos de granizos, de truenos, de fríos de patos, de deshielos, lluvias de grillos, diluvios de sapos… La puerca de la Naturaleza le da diariamente mucha guerra a mi abuelo. A veces veo que le asoma en la mirada una desesperación de viejo; su azul celeste se convierte en ginebra adulterada y me da miedo. Él no debe morir, él es. Él es El que Es. Pero, de repente, se le va encorvando la espalda, le cuelga la piel del cuello, se le difuminan los contornos del rostro. No puedes morir, abuelo… Entonces lo miro con intensidad, le doy el azul de mis ojos (tenemos los mismos ojos, la misma pureza, la misma fuerza de cristal) y él se llena de mi mirada, se llena de la fuerza vital de mis diez años, y el pobre ancianito bebe de mí, como beben los viejos en La casa de las bellas durmientes, me devora entera, una savia, y el cuerpo de abuelo cae presa de convulsiones, de actos febriles…

Vive, Rey mío, 
sé fuerte, Rey mío, 
extrae de mí tu fuerza 
y vuelve al combate, My King. 
Aplasta a esa puta de la Naturaleza, 
ese capricho desmesurado, 
esa perra de seculares ubres…

Y abuelo, caído en el barro, se yergue, secuoya de carne, con los cristales azules de sus ojos desgarrándole el rostro, su mano agarra la horca de tres dientes y el objeto contundente se hunde por completo en las fauces de la Naturaleza, que yace como un gecko harakirado en la boñiga de los adoquines del patio. Has muerto, Naturaleza. Lo sé, hasta mañana.

Abuelo, yo vendaré tus equimosis,
lameré tus heridas.
Seré cariñosa, como una yegua joven.
Eres mi rey.
Mi Rocky. Mi KinKong. Mi Viking.
Y, por favor, Majesty, look at me.
Aunque sea de vez en cuando.
Posa en mí tus ojos irisados,
dedícame esa mirada regia a través de la cual
me prendo.
Expúlsame.
Sácame de mi condición de ser tan hembra.
Una sola no-mirada tuya and I die;
no soy sino presa de Tu ausencia.

Rey mío, tú me sostienes.

Esta noche,
Abuelo me dice que ha llegado el momento.
Que hay que desnudarse.
Ponerse el camisón inmaculado de felpa.
Quitarse las zapatillas de borreguito.
Abre su lecho, grande.
(La vieja duerme sobre su estera entre los leños en la cocina).
Abre sus brazos, grande.
Deposito un beso tímido sobre la sábana de la cama, blanca ella también.
Me acurruco contra tu pecho.
Ya no cuelgan las pieles de tu cuello
ni de tus mejillas.
Cierras los miembros.
Noto cosas.

Por la mañana, muy temprano, tengo sed, bajo a la sala de estar. La vieja está ya enfrascada en la limpieza diaria. Al darse cuenta de que estoy ahí, interrumpe su trabajo. Me mira. Tiene la cara hinchada, los ojos naranjas. De una intensidad hiriente. Me rocía de odio. Resisto. No tengo miedo. En el transcurso de esta noche, entre las sábanas de mi King, yo soy LA Reina. Y he decidido ser una reina muy Cruelllla de Vil. Repeler todos los límites de la decencia.

La mirada de la Vieja vacila… (¿De verdad va a desplomarse en el suelo, con el trapo del polvo ocultando su hipo?). Sus ojos barren el vacío… Da un paso inseguro a la izquierda… Luego a la derecha… Pierde el equilibrio… Luego se larga a la cocina buena criadita así me gusta. No sé por qué, pero me gusta. Poner a la madre de mi padre en ese estado. Me gusta muchísimo. Y vuelvo corriendo a la piltra del abuelo.

Unas horas más tarde, me despierta un guirigay. Abuelo ya no está a mi lado. Ah, sí, es verdad. Hoy toca el alboroto anual en la granja: justo a mediodía, la fiesta tradicional de Santa María reunirá a todos los hermanos y hermanas de mi abuela. Beberán jerez, comerán fish & chips y terminarán con un pastel de chocolate y menta. Es LA cita del verano, acompañada de los balances de cada cual: inversiones, especulaciones, pérdidas y beneficios, territorios conquistados… mezclados con los recuerdos familiares, los homenajes a los héroes caídos en la guerra, anécdotas picantes, insinuaciones, comienzos de movimientos inapropiados… Todos esos hermanos y hermanas son grandes grandes grandes granjeros de multitud de propiedades que abarcan toda la superficie del país de Gales e incluso mucho más allá. Y, en general, en la fiesta de Santa María. Abuela se pavonea como la reina y señora de la casa cuánto la odio.

Pero tengo un plan.
Voy a hacerla morir.
Odio sus pelos de Dracucucula en las orejas.
Odio sus dientes amarillentos de chucho.
Odio sus muñones torcidos de trabajadora demasiado manual.
Toda esa fealdad no se merece a mi abuelo.

MI PLAN:

1. No me levanto, me quedo en la cama de abuelo hasta que lleguen los invitados. Eso pondrá nerviosa a la Vieja; ella querría verme vestida de azul marino y blanco, niña modélica, dispuesta a prodigar zalamerías a todas las hermanitas marchitas y velludas, quiere aprovecharse de mí, objeto de gala, utilizarme para gloria suya. Porque, es verdad, soy una niña preciosa, pelirroja de piel clara, miembros inferiores y superiores perfectamente proporcionados, pecas espolvoreadas con delicadeza sobre unos rasgos finos, mi boca de querubín, mis pantorrillas de cordero. ¡Pues no, abuela! No me levanto, me quedo en el lecho de abuelo, me revuelco en él como una cerda. Sé que te quejarás con abuelo, que soltaréis unas cuantas palabras tensas en un dialecto británico arcaico y que vuestra conversación terminará con un mandato de abuelo: «Deja en paz a la Niña» (con una mayúscula bien grande, ¿eh?, «Niña»).

2. ¡Cuando oiga los portazos de los coches de los invitados, actúo! Abuela, ¿ves esta preciosa figurita de cristal que tanto te gusta? Sí, esa que tu madrina te regaló el día de tu boda… La agrieto delicadamente, saco un trocito del ala del ángel de la derecha, el que sostiene un cirio y que me parece el más amable. Con esa esquirla de cristal, me hago un corte en la rodilla. La sangre púrpura que brota es tan bonita, tan fresca, pura, fuerte… Sangre de la sangre de abuelo, río de noble linaje, hasta hacerme llorar. Y este elixir opaco lo restriego por la parte de atrás de mi camisón de felpa. Regueros escarlata tal vez explícitos. Recojo meticulosamente mi teatrillo. Me lavo las manos. Me pongo una tirita en la rodilla cortada. Y lanzo una última mirada al reflejo del espejo del ropero: estoy impresionante. Igual que el ángel de tu figurita de cristal, abuela. Con la excepción de esas manchas rojas en la parte de atrás de mi camisón, como caídas de una tierra de nadie de mi cuerpo.

3. Emprendo el descenso de la imponente escalera. Descalza. Como una reina de los afrikáaans. Cada peldaño emite su pequeño canto particular… Una alfombra que es un coro elizabethhhhiano. Llego hasta la puerta que me separa de la sala de estar donde cotorrean los invitados; oigo las copas de jerez que hacen tintinear sus gruesos anillos. Me imagino a la perfección la escena que tiene lugar detrás de la puerta: orondas granjeras enharinadas, orondos granjeros con bigote de jabalí que representan la versión provinciana de «Almuerzo de los duques en la corte real».

4. Y yo, yo, yo abro la puerta en ese preciso momento. Noto que las conversaciones se interrumpen, que las caras se vuelven hacia mí. Sonrío, como los bebés en los anuncios de jabón para bebé. Espero paciente a que todos los invitados me miren y emitan sus empalagosos «owwwwh, mira quién vino… Owwwwh Sweetie, sweet heart, owwwh ella es tan linda … Cómo estás?». Y ahí, justo en ese instante, me giro para cerrar la puerta y mostrarles a todos la parte posterior de mi camisón manchado de sangre. El efecto es inmediato. Ya no chista ni uno solo de los orondos granjeros. El aire de la sala de estar se vuelve compacto, irrespirable… Se oye el jerez en el fondo de los vasos.

5. Me vuelvo. Avanzo hacia esos Ladies & Gentlemen; comienzo la ronda de saludos y besamanos. Todos son feos, arrugados, pieles de cola de castor curtidas por la intemperie del país de Gales, uñas de Capitán Garfio indeleblemente ennegrecidas por el trabajo de la tierra, pelos tiesos en las mejillas y sobre todo, sobre todo, ese persistente olor a establo que les ronda, que los impregna hasta la médula y que ellos intentan ocultar bajo perfumes embriagadores comprados en Harrooods. Abuelo y yo no olemos a establo. Olemos a azufre, a estupro, a lujo. Pero no a establo.

6. Lanzo una mirada furtiva a Abuela, que, así a ojo, no tiene pinta de sentirse muy bien y parece vomitar su propio corazón con cada frufrú de mi camisón de felpa sangrante. Luego, me encaramo a las rodillas de abuelo. Abuela se opone nerviosamente. Abuelito vocifera, aún en inglés antiguo: «Deja en paz a la Niña» (aún con mayúscula)… Y, a horcajadas sobre mi Rey, proclamo ante la concurrencia: «¡Abuelo va a regalarme el caballo cuando cumpla doce años!». De los vejestorios surgen confusos «wonderful Sweetie, ella es tan linda!». Y me voy. Dejo tras de mí ese almuerzo de anglófonos en campo de batalla, a mi abuela por los suelos y a mi abuelo completamente loco por mí

Traducción del francés de Silvia Moreno Parrado.

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