Poemas / Graciela Aráoz

Carta oral a su amor de Aidín Zoara
    
     Si el amor nos conoce —aunque no nos veamos—
     y hemos hecho esta casa al leer nuestros besos
     por el método Braille —es decir, colocando
     mis labios en los tuyos hasta oír cómo tiemblas
     y tú tocar los míos como el sol a un sembrado.
     Y si aquí, sobre el túnel largo de mis pupilas
     —las que no pueden verte y te saben de oro
     igual que una paloma que se hubiese subido
     en la rama más alta de los jacarandaes—,
     has tendido tu agosto y el calor de una playa
     donde nada es visible sino la transparencia
     de tu piel semejante a los tréboles altos
     que han crecido de noche.
     Y, si aún más, estos ojos
     que no han visto tu luna ni el color que respiras
     ni saben si tu frente se parece a una nube.
     Y no conocen cuánto tarda el tiempo en ponerse
     del tamaño del ave que has plantado en mis manos
     o cómo crece el agua más allá de Río Quinto.
     Mas, de pronto, se explican lo oculto de algún mundo
     cuando hueles a locro y a pan que se entretiene
     en decir que has venido. Pues toda la ascendencia
     de la calle —que habla por tus pasos que suenan
     a cascos de un caballo y a un país diferente—
     va diciendo que vuelves con una brisa nueva
     y un gran parque por dentro; que vendrás a mi boca
     de otra forma y no como suelen ver los que tienen
     su visión en el iris.
        Si toda la familia
     de las cosas que cantan no explicara a mi oído
     que acudes a traerme de esa luz que es posible
     y a hacer que mi cintura se emocione del aire
     cuando estás a mi lado…
    
        Si no fueses tan ciego
     como soy yo, amor mío —tú, que sabes sin nadie
     donde ardió la mañana—, y pidieses no verme
     como yo no te veo. Y me olieses en cada
     mejilla de los ceibos, como sabes te huelo
     hasta hacerme en tu aroma una sábana joven
     que te abraza despacio.
        Si todo así es hermoso,
     según es y ahora mismo, sin hallar correcciones,
     y en el tacto se explican colores y figuras
     y ciudades que andan sin tener lazarillos
     al dormir nuestros ojos,
        ¿por qué no así felices,
     sin temerlo, amor mío?
        ¿A qué ver, dime, entonces?
     
    
La Torre de Londres
    
     Camino hacia mi amante
     me mira
     desvío la impiedad
               sigo
    
     quisiera
     que la memoria fuera
     un laberinto
     la última vez
     aquel día en el altar y él
    
                        ¿dónde?
    
     El barrio chino
                 París, Londres
     y un loco del amor hablando
     dice:
     ¿El olvido existe?
     Byron y Shakespeare lo miran
    
     Mi amante allí
    
           sigo
    
     Mi ropa quedó en una maleta
     el olvido
     ese último rostro
     aquella piel oscura
     la última, la penúltima
     inocencia.
    
     Camino hacia mi amante
    
     nos abrazamos
     y el loco riéndose me dice:
    
     «no hay nadie. Son tus brazos
                    y el aire».

 

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