Carta oral a su amor de Aidín Zoara
Si el amor nos conoce —aunque no nos veamos—
y hemos hecho esta casa al leer nuestros besos
por el método Braille —es decir, colocando
mis labios en los tuyos hasta oír cómo tiemblas
y tú tocar los míos como el sol a un sembrado.
Y si aquí, sobre el túnel largo de mis pupilas
—las que no pueden verte y te saben de oro
igual que una paloma que se hubiese subido
en la rama más alta de los jacarandaes—,
has tendido tu agosto y el calor de una playa
donde nada es visible sino la transparencia
de tu piel semejante a los tréboles altos
que han crecido de noche.
Y, si aún más, estos ojos
que no han visto tu luna ni el color que respiras
ni saben si tu frente se parece a una nube.
Y no conocen cuánto tarda el tiempo en ponerse
del tamaño del ave que has plantado en mis manos
o cómo crece el agua más allá de Río Quinto.
Mas, de pronto, se explican lo oculto de algún mundo
cuando hueles a locro y a pan que se entretiene
en decir que has venido. Pues toda la ascendencia
de la calle —que habla por tus pasos que suenan
a cascos de un caballo y a un país diferente—
va diciendo que vuelves con una brisa nueva
y un gran parque por dentro; que vendrás a mi boca
de otra forma y no como suelen ver los que tienen
su visión en el iris.
Si toda la familia
de las cosas que cantan no explicara a mi oído
que acudes a traerme de esa luz que es posible
y a hacer que mi cintura se emocione del aire
cuando estás a mi lado…
Si no fueses tan ciego
como soy yo, amor mío —tú, que sabes sin nadie
donde ardió la mañana—, y pidieses no verme
como yo no te veo. Y me olieses en cada
mejilla de los ceibos, como sabes te huelo
hasta hacerme en tu aroma una sábana joven
que te abraza despacio.
Si todo así es hermoso,
según es y ahora mismo, sin hallar correcciones,
y en el tacto se explican colores y figuras
y ciudades que andan sin tener lazarillos
al dormir nuestros ojos,
¿por qué no así felices,
sin temerlo, amor mío?
¿A qué ver, dime, entonces?
La Torre de Londres
Camino hacia mi amante
me mira
desvío la impiedad
sigo
quisiera
que la memoria fuera
un laberinto
la última vez
aquel día en el altar y él
¿dónde?
El barrio chino
París, Londres
y un loco del amor hablando
dice:
¿El olvido existe?
Byron y Shakespeare lo miran
Mi amante allí
sigo
Mi ropa quedó en una maleta
el olvido
ese último rostro
aquella piel oscura
la última, la penúltima
inocencia.
Camino hacia mi amante
nos abrazamos
y el loco riéndose me dice:
«no hay nadie. Son tus brazos
y el aire».