Poemas / Elvio E. Gandolfo

La prohibición
    
     Viene la mujer de Stevenson,
     temprano en la mañana, y le dice:
     No, y hace una pausa. Stevenson
     tiembla: siempre le tiene miedo
     a su mujer cuando le dice no, así,
     tajante. Es por eso que la ama.
     Espera y la mujer sigue hablando:
     no podés publicar eso, nos
     crucificarían. Stevenson sonríe
     como un niño al que retan y sabe
     que puede zafar: Lo escribí en un
     sueño, dice. Pero al ver las cejas
     alzadas de su mujer, aclara apresurado:
     Perdón, perdón, lo escribí porque lo
     soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer
     es implacable. Puede ser, dice, pero
     ya está: lo quemé, lo destruí.
     Stevenson tiembla en una mezcla
     de terror, dolor y deleite. No lo dice,
     piensa: Era lo mejor que escribí.
     Pero ya está bien despierto, metido
     en lo real, en el ruido de las calles
     de Londres, que suena sofocado por la
     niebla, atrás de las ventanas.
     No dice nada Stevenson, la mujer se inclina,
     lo besa y se va, agradecida por el modo
     en que Stevenson acepta su dictamen.
     Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo
     de nuevo.
    
    
 Otra prohibición
    
     Muchos años después, Juan Carlos
     escribe el suyo por furia: no
     consiguió cigarrillos. Está
     prohibido venderlos ese día.
     Se venga, se venga, acumula desastres
     no sólo morales, más amplios, históricos
     y generales. Se venga fuerte, él
     no le tiene miedo a las mujeres,
     las reputea, se va embalando, ya
     no puede parar: después caen muñecos
     míticos, mitológicos: un gaucho,
     tres gauchos, treinta y tres gauchos.
     Pero la prohibición es mayor, de contornos
     imprecisos, casi parece de Dios: se
     mueve mucho en esos años, y hay un
     momento en que se le pierden
     todas esas palabras,
     ¿en una carpeta o una bolsa?
     entre una y otra orilla. Pero años
     después, como Stevenson, vuelve
     a escribirlas. Aunque con trampa: ahora
     es mayor, sabe más, apunta más fino.
     Como pedían en aquella revista literaria
     patea las puertas de lo sublime, y entra
     a saco en toda su literatura futura,
     con lo que escribirá a partir de
     aquella prohibición menor de no
     vender tabaco, muriéndose antes de la
     prohibición mayor, en bares, hospitales,
     carnicerías, bancos de seguro y pizzerías
     y en su propio país, libre de humo,
     pionero en el Río de la Plata
     que tanto recorrió,
     riéndose mucho en el otro mundo, con los
     ojos de pibe bien abiertos, de asombro
     ante semejantes idioteces.

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