Los años perros [fragmentos] / Alejandra Ruiz

 ii
    
 Recuerdo a mi madre, cocinera eximia y gran conocedora de historias familiares, mi madre todavía no tan vieja y sin embargo ya nada linda, vestida con una ropa que, aunque fuera nueva, parecía envejecida; los batones celestes o rosas con unos vivos blancos para subrayar la pechera, las telas que ella prefería de color pastel y en realidad eran siempre de tonos desabridos, como si temiera que la intensidad de los colores destacara el prematuro deterioro de su cuerpo, la envoltura adiposa que comenzaba a deformarlo y esas enredaderas con nudos azulados que ascendían por el pálido muro de sus piernas, la blancura apenas tersa de la mujer que mi padre evitaba mirar mientras cargaba el equipaje en el auto, las valijas armadas con cuidado en la puerta de nuestra casa porque él no creía en las supercherías que aconsejaban dejar abandonadas en Esperanza todas las cosas que pudieran remitirnos a ese pueblo maldito.
     Y mi padre habló de las maravillas de frutos resplandecientes, de lugares donde nunca llegarían los cirujas y el pan fresco estaría al alcance de las manos de todos, de tierras fecundas donde respirar no sabría a podrido, de colegios donde los niños no serían castigados con vulgaridades
acerca de la germinación de porotos en vasos de vidrio azulados y extravagantes experiencias sobre el salto de las ranas, de pueblos donde la gente no se ocuparía de herir la pureza del amor familiar con habladurías de putas: allí iríamos a empezar una nueva vida. Pronto nos seguirían mis tíos y mi pequeño primo, Juan Francisco. Allí, mi padre y mi tío construirían por primera vez grandes autopistas, avenidas en verdad modernas donde los semáforos no enloquecerían después de cada chaparrón y sólo muy raramente habría algún temporal, que no demoraría más de un par de horas en apaciguar su inclemencia, puesto que la perfección no existe sino incompleta.
     Y mi madre que meneó la cabeza, mascullando por lo bajo algunas palabras ininteligibles para mí. Y enseguida exageró, blasfemó, con aquel hablar inmoderado, siempre un poco fuera de época, que no parecía propio de ella; esas palabras rimbombantes que en aquellos tiempos de decadencia, al haber desgastado su sentido inicial, lo remedaban. Y mi madre habló de dignidad, de honra. Y expuso, con voz pausada, su convicción de que no iba a ser feliz, de que no, de que no había de eso para ella, de que no valía la pena intentarlo, ni fracasar, que ya era tarde para irse y que no había adónde ir. Y también expuso, con la misma voz pausada de quien se esfuerza por contener la ira, la más completa increencia en aquellas paparruchadas de tierras fecundas donde el pan fresco estaría al alcance de las manos de todos, su certidumbre de la irrealidad de otro mundo donde respirar no sabría a podrido, su convicción de que todas las ciudades del mundo eran iguales
a Esperanza y, por consiguiente, no había adónde escapar. Y entonces ella ya no pudo o no quiso contenerse, y maldijo a viva voz y lentamente, como si paladeara cada injuria antes de lanzarla al rostro atónito de mi padre, de pie y cada vez más pálido frente al auto cargado de valijas; y así herida por el enojo, emitiendo de tanto en tanto unos gruñidos que todavía puedo evocar en mi oído interior, ella denostó a los que la habían convertido en el hazmerreír del pueblo, «Qué cursi», enfatizó con una estética tan contundente como sus gritos, «qué chabacanería haberlo hecho en las mismas sábanas que yo lavaba con esmero y discreción».
     Preferiría no entrar en los pormenores de las otras cosas que dijo porque en ese momento rompió a llorar, su pecho se sacudió al son de pequeños espasmos y yo le pedí a Dios que nos pusiera a salvo de las miradas de los pocos vecinos que todavía quedaban en el barrio. Nunca supe si fue gracias a él o al azar de una coincidencia, pero mi madre no demoró mucho en calmarse. El llanto se fue disolviendo en unos quejidos suaves y la respiración entrecortada recuperó su ritmo natural. Aunque los hechos referidos habían sucedido siete años antes de la estampida, ella los mencionó como si hubieran sido recientes. Mi madre lo había sabido desde el principio, lo calló tantos años por dignidad. La voz, en ese momento, adquirió un matiz distante que no dejaría jamás de resurgir en los años venideros cada vez que se dirigiera a mi padre. Ella no iba a rebajarse. Sólo la lentitud con la que le hablaba dejaba traslucir el esfuerzo de contención que mamá hacía para no revelar sus agitados sentimientos. Como los borrachos que, cuanto más se empeñan en caminar derecho, más se exponen a los ojos de quienes les toca en suerte observarlos, esa voz con la que mi madre le habló a mi padre (y no las pocas palabras dichas en ese momento) denotaba su rencor y lo exponía con la visibilidad de una herida, al punto que de sólo evocarla para escribir estas líneas me produce una especie de conmoción en la base del estómago. No se hable más, repitió ella voluntariamente desprovista de cualquier matiz afectivo, de cualquier conato de expresión. Entonces mi padre me miró y me dijo: «En el fondo, siente un desconcertante cariño por su tierra». Había resignación en el tono de su voz. En silencio, comenzó a descargar las maletas del auto.
    
     iv
    
     Recuerdo oscuramente puertas que golpeaban en la noche, mi padre, que gemía y juraba que no más, imploraba perdón en una posición ridícula que parecía apelar a la condescendencia del cielorraso y decía que la niña, que él no supo cómo ni cuándo, que había crecido mucho, la pequeña y que, de pronto, él no pudo o no quiso evitar unos pocos juegos y que no recordaba cómo fue la primera pero que ésta habría de ser la última, la última vez que sucedía algo que, en cierto sentido, nunca había sucedido por completo, ya que no faltan ocasiones en que las apariencias engañan y ésta era una en que lo que parecía ser nunca llegó a ser sino apenas una vaga abstracción, el atisbo de una madrugada entre las piernas, una tibieza que nadie pensaba alimentar y sólo por error podía considerarse una pasión verdadera, sólo por un grito de gatas en celo y la niña temblando y pidiendo y entonces mi padre, la mirada al piso y el cuerpo lleno de huesos como piedra, no comprendía que pudiera pensarse eso de él, su propia mujer y qué mal lo conocía, en el fondo nunca lo entendió, aunque ahora daba igual, ya que aceptaría todas las condiciones con tal de que aquello no se supiera: que no se supiera no tanto por él como por la niña y no tanto por la niña como por su propia esposa y no tanto por la propia esposa como por mí que, en este momento de la conversación, era nombrado con énfasis por mi padre «nuestro querido hijo», como si aquella apelación, aquel golpe bajo pudiera calmar a la fiera que arrojaba cosas en la sala, que juraba mandarlo preso para toda la vida a él y a la cochina, a la pendeja sucia que se revolcaba en las mismas sábanas que yo lavaba con esmero y discreción, se van a acordar toda la vida de lo que me hicieron.

     En ese momento, mi padre, como si una fuerza oscura se hubiese apoderado de su boca, fue proclive a la confesión y sus ojos brillaron cuando habló del dulce impudor de las caricias que lo acusaban y dijo que jamás lo hubiera hecho siendo ella tan pequeña y aunque ya no lo fuera, una niña a la que amaba sinceramente con un amor impreciso y a la vez ineludible, una niña crecidita que a veces jugaba con sus pechos incipientes y sus labios pequeños como si fueran las muñecas que antes lavaba y vestía de rosa, que se ponía pulseritas de cuentas verdes en los tobillos y mostraba las piernas con más orgullo que maldad, y que él, un hombre de bien y un padre de familia, él se había jurado a sí mismo que no se aprovecharía de la pequeña huérfana, ni de su inocencia ni de su falta de inocencia, porque la había visto llorar ante el cajón de sus padres y no quería verla sufrir como aquella vez que se hinchó toda y se le retorció el cuello y no le entraba ni le salía el aire, y que él todavía se acordaba cómo le temblaban las piernas cuando la llevaba en la ambulancia sentada en su falda y qué lindo era escucharla sollozar y llamarlo «tío» y que él, un ministro de la comuna, se había jurado a sí mismo que no, nunca, y que la educaría con tesón y cumpliría el compromiso asumido y que jamás, jamás dejaría entrever sus verdaderos sentimientos y aprendería a contener sus emociones y no volvería a mirarla a los ojos cuando hacía aquellos mohines encantadores y que pronto sería como si aquel deseo nunca hubiera existido y entonces lo que mi madre había visto o creído ver entre las penumbras, mientras atravesaba el corredor para buscar un vaso de agua, no tendría para ella más importancia que el despertar desafortunado de una pesadilla, ese breve instante en el que dudamos si lo sucedido sucedió realmente o si guardamos en los ojos imágenes de algo concluido que todavía quiere disputar su lugar, dinosaurios que se resisten a morir en el altillo del inconsciente, de lo que nunca sucedió ni volverá a suceder más que en el teatro oscuro de los sueños. Y cuando acabó este innecesario parlamento, mi padre se puso a llorar y lloró hasta la mañana, mientras la fiera continuaba golpeando cosas en la sala, pero ya más suavemente, o lo insultaba con menos convicción, y entonces, cuando estaba a punto de echar a la perra huérfana a la calle, se acordó de su hermana muerta y dijo que no podía, que al menos debía darle una educación digna y un marido decente, que por suerte lo peor no había sucedido y que a partir de ese momento ella misma se haría cargo de la educación de Juana María y que ya vería la pequeña, en carne propia, lo que era ser una señorita hecha y derecha.

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