Poemas

Diego Otero

(Lima, 1973). Temporal (Solar Central, 2005) es uno de sus libros de poemas publicados.

En el semáforo
	
Veo la noche a través de las lunas polarizadas 
de un taxi. La doble oscuridad de la calle

y las luces flojas, como disueltas. La chica que 
espera en la esquina lleva puestos unos

audífonos claros, y una falda de rombos
o escudos, pero yo sólo distingo bien sus facciones,

subrayadas por el brillo vibrante de la pantalla 
del celular. Ella no sabe que yo la estoy viendo,

y que intuyo sus piernas en la penumbra. Tampoco 
lo sabe el monstruo que empieza a moverse

tras ella. El monstruo es como la vida: una cosa imprevista. Y pese a tener tres pares de ojos

y una cabeza triangular, no puede ocultar 
su tristeza. No puede dejar de intuir que

una serpiente se enrosca y se agazapa 
detrás del corazón de los insatisfechos.

Lima parece una ciudad pero en realidad es
un taxi. Un taxi cuyas lunas polarizadas ya casi

no permiten ver lo que pasa afuera, en la noche.
¿Qué hacen, por ejemplo, ahora, el monstruo

y la chica? ¿Es un acto de amor o un acto
de violencia? Es difícil vivir en la sombra cuando

tienes que mirar. Es difícil viajar en un
taxi cuyo conductor tampoco ve casi nada, 

y sin embargo espera el cambio de luz.
 
Unboxing

Una tarde recibí una caja, digamos que vía dhl 
Estaba esperándola, así que de inmediato la puse sobre la mesa y empecé a abrirla. Adentro había 
otra caja, que también procedí a abrir. Y en el 
interior de ésta había una más, que por supuesto 
abrí. Las cajas eran idénticas, proporcionales.
El procedimiento se extendió, en una especie 
de abismo manual, a lo largo de siete u ocho 
cajas más, hasta que apareció entre mis dedos 
una cajita tan diminuta que era imposible hacer 
algo con ella además de tocarla y sobarla con
las yemas como si fuera un talismán. Un talismán 
para tiempos devaluados y pueblos perdidos, 
pensé, un poco desilusionado, un poco retórico. 
Di un paso atrás, miré la mesa. Parecía una 
familia destrozada de cajas abiertas. Una vez, 
durante una pelea con mi mujer, le di un puñete 
al parabrisas y lo reventé. Y el paisaje se me 
convirtió en una telaraña panorámica de vidrio: 
ése fue otro abismo hecho con las manos. Hoy 
prefiero no darle la contra a nadie. Y me dedico
a promocionar hallazgos modestos: los huevos 
duros de codorniz se pueden pelar con facilidad 
si uno primero resquebraja la cáscara. Quizá no
mucha gente lo sepa. Quizá tampoco saben —bue-
no, esto es información confidencial— que en el 
Perú al presidente de la República se le permite, históricamente, pararse al borde de un abismo y arrojar todo tipo de animales pequeños, para descargar el estrés, cuantas veces a la semana 
sea necesario. Las manos colmadas de autoridad
y temblor levantan el cuerpo del animalito, que
no debe pesar más de, no sé, medio kilo. El anima-
lito siente el impulso y el aire acosado por el vacío.
El presidente, en cambio, siente que algo en su cabeza se resquebraja como una cáscara de huevo de co-dorniz. Es una sensación placentera, un masaje
moral. El animalito cae a veces en completo silencio, 
a veces emitiendo pequeños gemidos. En algunas ocasiones los guardaespaldas o cierto ministro 
miran con binoculares hacia abajo, para ver si distinguen el cuerpo reventado en la tierra. Por
lo general demoran poco en hallarlo: una mancha de sangre y pelos como emblema de poder y 
causalidad. Pero a veces no aparece: a veces 
el animalito se hace nada entre el vacío y la roca.
Se hace nada. Es decir: su sombra marca la tierra
y luego es soplada por alguna fuerza extraña, como 
si nos corriéramos un poquito de la posición del entendimiento. ¿Una visión puede seguir siendo 
una visión si se cumple minutos después de haber 
sido concebida? Levanté la vista y vi que la caja 
volvía a estar cerrada, con sus sellos de tránsito 
aéreo. Y no fue necesario acercarme: escuché con claridad cómo las pequeñas garras afiladas ras-
paban el cartón, por dentro, con ansias: señales
de una criatura que consiguió hacerse nada para 
el momento de la caída. Hacerse nada es el paso número uno en la domesticación de los abismos.
 
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