El fin del mundo y, por ende, camino a Alfa Centauri

Paloma Mujica

(Lima,1975). La medida de todas las cosas (Emecé Cruz del Sur, 2017) es su libro de cuentos más reciente.

El Juicio Final se llevó a cabo hace veintinueve años. Mis padres, dos de mis medios hermanos y mi media hermana ascendieron. Mi abuelo —que descubrí, en ese contexto, que era mi verdadero padre— y yo nos quedamos en la Tierra junto a millones de personas.

En ese entonces yo tenía diez años, mi abuelo estaba en sus sesenta y tantos. Recuerdo que era un verano de esos que te hacen pensar en el Infierno por lo invernadero de su temperatura. A las diez de la mañana de ese día infernal, mientras jugaba en la calle con una piedra porque en mi casa éramos demasiado pobres para que me volviera adicto a un celular inteligente, empecé a ver gente ascender rodeada de una hermosa luz, imagino que era divina. Mis vecinos de la acera de enfrente y unos niños que habían estado jugando a unos metros de mí sin invitarme nunca en esos diez años que llevábamos de vecinos, empezaron a flotar. Pero la mayoría de gente en la cuadra se quedó, como yo, mirando hacia arriba con el cuello doblado. Dolía, el cuello, quizá por forzar la pose tanto como pudiéramos, que era hasta que los cuerpos se volvían puntos diminutos en el cielo y se perdían entre otros millones de puntitos: un cielo estrellado en una luminosa mañana del fin de la humanidad. Por ahí vi una persona caer con violencia contra el suelo. Probablemente intentó aferrarse a su ser querido y eventualmente la gravedad le devolvió a la realidad del pecado original. O qué sé yo.

Luego de la Ascensión, y como para que nadie creara sus propias teorías y dudara de la deidad que había desencadenado el Juicio Final, Dios habló en el Cielo. Un rostro gigante cuyos rasgos son imposibles de reproducir —incluso hay videos, pero son imposibles de describir— nos llamó pecadores o, como en mi caso, literales pecados. Dios se encargó de explicar que ya no importaba lo que hiciéramos o en qué creyéramos, nunca entraríamos en el Cielo. Ésta era la eternidad de castigo que decían los libros. Sí, el Cielo existía, pero no estaba al alcance. Sí, la resurrección existía, pero ya no para nosotros, que desde ahora tendríamos una vida y luego de eso simplemente la extinción total.

Pese a lo claro de su discurso, a lo desesperanzador que era saber que éste era el Infierno en la Tierra, sorprendió que no todos estaban dispuestos a vivir una vida sin preocupaciones, carente de compases morales y éticos. Un grupo sí lo hizo, aún lo hace: matar, violar, robar, mentir, engañar, difamar. Pero, bueno, no es nada nuevo, sólo que ahora está regularizado. Pero el otro grupo, consciente de que nada más que sus propias motivaciones eran lo que valía en la única vida en la Tierra, decidió vivir de la mejor manera posible.

Es así que, desde la Ascensión, la Tierra siguió siendo la misma mierda de antes, sólo que sin un dios. Sería interesante decir algo sobre los extremos a los que llegó la gente al saber que no había nadie restando o sumando puntos a nuestras acciones. Pero, como dije antes, la cosa no cambió tan radicalmente.

Y es así que, por veinticinco años, la Tierra siguió siendo la Tierra. Yo seguí siendo yo. Quizá fue porque era niño entonces, pero el miedo a ser odiado sólo por existir, y, encima, por mi creador, se fue debilitando con el tiempo, hasta que finalmente ya no me importó, quizá porque Dios había dejado en claro que ya no se iba a hacer responsable. El mundo siguió existiendo en el mismo estadio de siempre. Ciertas cosas cambiaron, el aborto era legal, la pena de muerte también, pero no así la cadena perpetua. Saber que no había nada más luego de la muerte hizo que condenar a alguien a una habitación de dos por cinco por el resto de su única vida fuera considerado un exceso de maldad del que nadie quería hacerse responsable. Se hicieron grandes avances tecnológicos y la tasa de natalidad disminuyó considerablemente, al punto que los humanos ya no eran una especie que ponía en peligro el ecosistema del planeta. Igual, seguíamos siendo bien jodidos.

Es curioso lo mucho que se puede avanzar cuando ya no tienes la incertidumbre de saber si lo que estás haciendo tiene la aprobación o no de una conciencia divina. Lo que es yo, luego de vivir en un orfanato, empecé a trabajar en cualquier trabajo que se me ofreciera. No me he casado ni tengo hijos. He matado a un par de personas. Los cuerpos están bien enterrados en lugares poco transitados. No siento culpa por ellos, lo merecían. Visito poco a mi padre/abuelo. Nunca nos llevamos bien y él dejó en claro que lo suyo era la tortura, la violación y el canibalismo cuando intentó hacer de mí su primer recuerdo. Entrar en las zonas donde viven los radicales implica que es tan peligroso salir como tentador es quedarse. De todos modos, él no me quiere como un padre o un abuelo querría a su muchacho. Así que sólo aparezco para las festividades, para cuando su gratitud debe ser justificada.

Así pasaron veinticinco años desde el Ascenso y desde que el Infierno en la Tierra se convirtió en la Tierra en la Tierra. Pero entonces todo cambió de nuevo. Empezó en una zona al sur de alguna parte y llegó en forma de rumor: «Está lloviendo gente», decían. Hasta que los rumores empezaron a ser fotos en las redes sociales. Para cuando se hizo noticia, se informaba como «gente cae del cielo» y luego «gente cae del Cielo». No hubo suerte, al inicio, de recuperar algún sobreviviente, la caída libre los dejaba muertos antes de tocar el suelo. Pero cuando empezó a volverse un fenómeno más usual, empezó también su conversión a deporte. Tomó unos cinco años para que finalmente alguien inventara la mejor manera de atrapar a un Caído sin que muriera. Las primeras veces no sobrevivían por mucho tiempo; las condiciones de la estratósfera eran peligrosas en sí. Pero luego de un par de años, y un rediseño a cierto tipo de drones, lograron atrapar al primer Caído, apenas con heridas menores de congelamiento y hematomas. Caído 1, reconocido por sus familiares como R. Gomero, juró que había bajado del Cielo porque extrañaba a su familia.

El primer error fue creer su testimonio. El segundo error fue recolocarlo con su familia. El resultado de esto fue una noche de canibalismo, pues sus familiares decidieron que comerlo podría hacerlos ascender.

Con los siguientes caídos los testimonios seguían difiriendo. Algunos sostenían que se habían caído de casualidad, otros que Dios había encontrado finalmente un pecado por el cual devolverlos, pero el más común era el de extrañar a la familia que habían dejado en la Tierra. La mayoría moría de todos modos, a veces por enfermedades, por suicidio o en manos de sus familiares.

Finalmente, se logró capturar al Caído 66; en realidad era probablemente el Caído 524950 y el Atrapado 687, pero hicieron unos arreglos para que el número funcionara. Fue ella quien soltó una nueva versión: Dios había muerto y la estructura del universo que sostenía con su mente se estaba descomponiendo, incapaz de mantener a todos aquellos que habían ascendido para vivir la eternidad en el Paraíso.

Todo daba a entender que la eternidad tenía fecha de vencimiento. Encima, de acuerdo a Atrapado 687, Dios tenía una edad imposible incluso de sumar en gúgols. Pero para nosotros en la Tierra, la Eternidad, Dios, el Cielo y el Paraíso habían tenido una vida más corta que la de un homo sapiens promedio.

Un año después, se creó una Asociación para la Salvaguarda de los Caídos del Cielo. En el lado «bueno» del planeta, claro está. Del otro lado se convirtió en deporte cazarlos. Eventualmente, se hicieron los cálculos y se dio con la conclusión de que Dios había ascendido a una cantidad mayor de humanos de los que ya se encontraban vivos en el momento del Ascenso. Con eso de que los muertos se levantarían de sus tumbas para ascender a la Gloria. El cálculo final indicaba que eventualmente todo el Cielo colapsaría a un mismo tiempo, y la caída de los cuerpos en masa podría tener un impacto similar al meteorito que remodeló a la Tierra y extinguió a los dinosaurios.

Nos daban cuatro años, como máximo, para el nuevo Fin del Mundo. Oficialmente, era tratado como catástrofe ecológica y había quienes estaban más preocupados por la caída de Dios mismo. Una teoría decía que el desplome de una de sus pestañas podría acabar con el sistema solar por completo. Por ello, un grupo de sobrevivientes decidió habilitar el subsuelo de modo que la humanidad pudiera sobrevivir al siguiente diluvio. Otra parte de la humanidad levantó la vista al cielo de nuevo, más allá de las buenas acciones y la tierra prometida, hacia Alfa Centauri, en donde podríamos comprar tiempo. Los telescopios de visión termodinámica hicieron un cálculo para atravesar lo que quizá podía ser un intersticio entre los dedos gordo e índice del pie de Dios, otros creían que era un par de pelos de su barba, algunos afirmaban que era un vello púbico. Incluso cuando los científicos insistían que Dios no poseía un cuerpo humano. El caso es que había una zona grande por donde podían atravesar las naves y llevar a la humanidad lejos, lejos de un planeta en decadencia y de una relación abusiva. Yo me uní a este grupo, básicamente porque mi abuelo quería quedarse en la Tierra. Si él hubiera decidido irse, me hubiera metido bajo tierra. No había mucha explicación para mis acciones, me consideraba una persona simple, de esas que piden a Dios en los momentos de necesidad y se olvidan de él el resto del tiempo. No era agnóstico o ateo, era un creyente pendejo. Pero ahora nos unía a todos los humanos una sola certeza, y era que nos habían rechazado. Es increíble a lo que te lleva el despecho.

Es por eso que me encuentro en esta nave ahora. A diez minutos de haber despegado, la voz de la azafata nos pide que nos abrochemos los cinturones, pues viene una turbulencia fuerte. Junto a mi ventana veo pasar de vez en cuando un brazo, dedos, pies, rodillas, un torso, es una ventana pequeña y la debacle es cada vez más violenta. Los cuerpos caen lento en esta zona del cielo, es por eso que veo su rostro, los ojos y boca entreabiertos, de mi madre/hermana, no sé si es el viento o si aún está con vida, pero siento que me saluda con la mano. Yo le devuelvo el saludo mientras ruego a Dios que dirija su trayectoria para que caiga sobre nuestro padre/abuelo y acabe con su vida. Vaya castigo divino. Entonces recuerdo que Dios ha muerto y que estoy abandonando la Tierra rumbo a Alfa Centauri. Aun así, en mi cabeza sigo rogando. Y por alguna razón, todo tiene perfecto sentido. Me alejo del planeta Tierra entonces, portador del peligroso virus de la fe, fe en que el Dios de este dios me ha oído y por alguna razón cumplirá mi súplica. Mi hermana/madre en caída libre matando a nuestro padre/abuelo mientras salgo excomulgado de este planeta.

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