Los rumores son ciertos. Venimos del polvo y hacia el polvo vamos. Hacia el polvo de las estrellas, por supuesto. Hacia el polvo de los cuerpos celestes. Ya lo dijo Carl Sagan en 1980: «El nitrógeno de nuestro adn, el calcio de nuestros dientes, el hierro de nuestra sangre y el carbono de nuestras tartas de manzana se creó en el interior de estrellas que colapsaron. Estamos hechos de materia estelar».
Lo anterior funciona a manera de clave, si bien un tanto hermética, para acercarse a la aparentemente sencilla, pero en realidad complejísima, obra de la escultora estadounidense Tara Donovan (Nueva York, 1969), porque su aspecto más emblemático no reside en las piezas expuestas en un recinto, sino en el proceso creativo que antecedió a manera de combustible para materializarlas. Un proceso creativo tan singular que le ha permitido crear un dialecto único dentro de un lenguaje plástico que cada día parece perder más y más vocablos. Un idioma concebido a partir de objetos mundanos y fabricados en serie que al ser acumulados alcanzan connotaciones virales y efectos pandémicos sustentados por un vínculo innegable con el arte minimalista, aunque sin llegar a serlo: monocromía, repetición de formas, homogeneidad material y patrones geométricos. Y es también esta disponibilidad inmediata del objeto mundano para cualquier persona, su uso diario, lo que consigue instaurar un vínculo íntimo entre el espectador y la pieza.
El microcosmos es el macrocosmos, le dice Donovan al espectador cada vez que se acerca a una de sus obras, o cuando se aleja, porque su cuerpo en movimiento, la distancia que existe entre sus ojos y la pieza, y la manera como se mueve a su alrededor o navega el museo o la galería, son también elementos intrínsecos que activan y reactivan constantemente al objeto contemplado, porque otra clave exegética del trabajo de Donovan es la densidad que la artista consigue por medio de la repetición y el acumulamiento de una misma unidad —alfileres, popotes, palillos de dientes, vasos y platos desechables, botones, lápices, etcétera— para crear piezas cuyas resonancias y referencias microscópicas y macroscópicas son imposibles de ignorar. Su obra demanda escrutinio y movimiento constante de parte del espectador para recopilar una serie de registros visuales y perspectivas múltiples que sólo un ojo móvil es capaz de acumular.
Así, por medio de esta dualidad interpretativa, la artista fomenta un diálogo de contrastes entre lo minimalista y lo maximalista, lo representacional y lo abstracto, el material sintético y el resultado orgánico. Podría decirse, también, que las obras de la escultora poseen propiedades de camuflaje tan sólo encontradas en ciertos reptiles, insectos y moluscos cefalópodos porque, a través de la acumulación ad nauseam de un mismo objeto, Donovan consigue que llegue, incluso, a cambiar de color y a percibirse como algo distinto de lo que en realidad es. La multiplicación del objeto cancela su propósito primigenio y lo convierte en algo más. Todo depende de la distancia entre el observador y las obras porque cada una de ellas es, en realidad, dos. Una para ser escudriñada de cerca y otra para contemplarse a cierta distancia. Sin embargo, aunque su aspecto orgánico lo niegue, estas obras capaces de crear nuevas topografías y paisajes no son más que la secuela de sistemas perfectamente controlados.
Algunas veces, desde lejos, dan la impresión de ser morfologías pluricelulares amplificadas por el lente de un microscopio y, desde cerca, pueden remitir a esos retratos del universo que el telescopio Hubble ha conseguido capturar. Es esta metáfora cósmica la más clara en el trabajo de la artista, la idea de que el objeto repetido cientos o miles de veces pierde individualidad en la distancia y se amalgama hasta formar parte de un todo sagrado.
También es evidente que la naturaleza funge como la fuente de inspiración primordial en la etapa de desarrollo conceptual de sus obras. Desde mucho antes de ser fabricadas, el interés plástico de Donovan busca emular estructuras de aspecto orgánico para ilustrar patrones de reproducción y crecimiento a nivel atómico, celular y cósmico, imágenes que sólo los lentes de un microscopio electrónico o un telescopio de alcance interestelar pueden ofrecernos. Pero este deseo de imitar es sólo un punto de partida, porque las obras de la artista —aunque evoquen formaciones geológicas, líquenes, bacterias, virus, constelaciones estelares o galaxias— sólo engañan al espectador y explotan de alguna manera su memoria fotográfica para establecer asociaciones mentales por medio de imágenes almacenadas a lo largo de una vida expuesta a incontables láminas de biología o sobre el universo. De esta forma, las piezas de la escultora pueden ser asimiladas como una especie de embuste, porque, en realidad, es sólo a través de estas referencias visuales que la artista está confeccionando un novísimo microcosmos y macrocosmos.