ZONA INTERMEDIA / La conciencia delirante del cuerpo / Silvia Eugenia Castillero

Desde tiempos remotos, el ser humano ha sido atraído por los delirios de la naturaleza: cuerpos excéntricos, deformidades monstruosas, enfermedades desconocidas, entre otros tantos excesos de la forma humana. Las extravagancias anatómicas y orgánicas son disparadores de trances místicos, según Carlo Ginzburg (Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre, Muchnik Editores, 1989). Y no sólo eso, lo bizarro —dice— tiene una potencia subversiva de carácter sociocultural. Esto tiene relación con la alteridad en el doble sentido en que la concibe Mijail Bajtin: como experiencia emancipadora o como insoportable amenaza. En el Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot define el cuerpo como «sede de un apetito insaciable, de enfermedad y de muerte» (Siruela, 1997). El cuerpo, entonces, debe su buen funcionamiento a la conciencia de sí mismo, pues ésta emite la información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. Las funciones orgánicas dependen de una información concreta cuyo punto de partida es la conciencia.
     Los antiguos creían en el poder de la imaginación de la madre sobre el feto. Para Plinio, la diferenciación de rasgos fisonómicos entre las personas se debía a la imaginación materna. Jan Bondeson relata, en su libro Gabinete de curiosidades médicas (Siglo xxi, 1998), el caso espectacular de Mary Toft, una mujer de la aldea de Goldaming, condado de Surrey, en Inglaterra, quien en 1726 logró convencer al rey Jorge I, al príncipe de Gales y a una multitud de personas, tanto ilustradas como ignorantes, y ser cómplice del anatomista de la corte St. André, de que había dado a luz a diecisiete conejos. Bondeson explica que, tras haber recibido una fuerte impresión al ver un conejo silvestre, «Su deseo, mientras estaba embarazada, de comer una carne de conejo deliciosa era, supuestamente, lo que había desencadenado una serie de cambios siniestros en sus órganos de reproducción». Pero la mujer sólo paría partes de conejo, ya un torso despellejado, ya una pata, a veces un par de pulmones, otro día una cabeza. Este acontecimiento cobró tanta popularidad y éxito que Mary Toft fue llevada a Londres, donde se le ubicó en un elegante establecimiento para ofrecer el espectáculo de parir conejos ante aristócratas y gente de la corte. Aunque más tarde fue desenmascarada y encarcelada, junto con los médicos que tramaron el fraude, la historia deja en claro la ignorancia sobre el cuerpo humano y la ciencia de la reproducción en pleno Siglo de las Luces, cuando filósofos tan notables como Leibniz, Pascal y Descartes habían hecho avanzar las matemáticas, y los enciclopedistas Diderot, Montesquieu y Rousseau revolucionaban las ideas sobre jurisprudencia y educación, así como Newton hacía otro tanto con el espacio, y cuando la revolución industrial estaba a punto de estallar. 
     Sin embargo, la oscuridad en que se encontraba el conocimiento de la reproducción humana daba pie a volver creíbles esos delirios de la naturaleza. Por otra parte, lo que acontece dentro del vientre materno durante la gestación es tan admirable que no se aleja tanto de estas fabulaciones. Francisco González Crussí nos relata el desarrollo del embrión humano, que empieza siendo unicelular, como un protozoario; pero de protozoario se transforma en anélido; de anélido en tunicado, de tunicado en pez; de pez en batracio; de batracio en reptil; y de reptil en mamífero: «Apenas fertilizado el ovocito materno, el cuerpo embrionario consiste en sólo una célula. Con justicia podríamos pensar que a estas alturas no es más que una amiba o un infusorio. En pocos días, mediante división ininterrumpida, se convierte en una masa o racimo de células, todavía sin forma humana. Muy poca gente sabe, decía el ilustre embriólogo Ernst Haeckel, que el hombre, en el curso de su desarrollo, pasa por una serie de transformaciones tan pasmosas como las famosas metamorfosis de la mariposa […] A los dieciocho días, la masa celular ya formó en su interior un disco, cuyo contorno recuerda una suela de zapato, con un surco central en su superficie, que es como el eje del cuerpo embrionario. De ahora en adelante, el cuerpo embrionario tendrá un polo anterior y uno posterior. De la configuración esférica, que los antiguos reputaban ser la más perfecta de las formas posibles, pasa el cuerpo embrionario al mundo imperfecto de las humanas polarizaciones […] A las cuatro semanas, el cuerpo del embrión se curva ligeramente hacia el lado ventral; y su corazón, que al principio no es más que un simple tubo, ha empezado a latir. Al fin aparece, primero una hendidura, luego dos, después tres, y hasta cuatro, en la región del cuello. Basta examinarlas para convencerse de que corresponden a las agallas que usan los peces para respirar. Pero fisuras y hendiduras de esta naturaleza no sirven para nada en el ser humano. Por lo tanto, esas estructuras desaparecen en el segundo mes. Para la cuarta semana de la gestación, el interior del corazón del embrión ha continuado dividiéndose merced a tabiques y particiones, y así se hace de tres cavidades, pareciéndose entonces al corazón de los reptiles […] Antes de que se forme el riñón definitivo, la Naturaleza parece como si ejecutara bosquejos preliminares. El riñón, órgano par, se forma primero en la región superior del cuerpo del embrión. Este riñón es minúsculo, y estructuralmente asemeja al riñón de la larva de la lamprea. Pero este órgano se desvanece, se reabsorbe y desaparece completamente. Entonces surge un nuevo par de riñones en los costados del embrión. Este segundo riñón se asemeja al riñón de los batracios. Pero este órgano sufre el mismo destino del que lo precedió: es completamente destruido. Seguidamente, aparece un nuevo riñón en la parte baja del tronco del embrión. Este tercer par es el riñón definitivo del ser humano». (Venir al mundo: seis ensayos sobre las vicisitudes anteriores a la vida mundanal, Verdehalago, 2006, pp. 30-33).
     El escándalo de Mary Toft fue tan grande que, además de no hablarse de otro tema entre los londinenses, dio pie a numerosos poemas, panfletos, folletos, pasquines, hojas sueltas y baladas. Jonathan Swift publicó un panfleto titulado El anatomista disecado, bajo el seudónimo de Lemuel Gulliver. Y Alexander Pope escribió la balada El descubrimiento o El caballo que se volvió hurón, una canción obscena que gustó y se cantó mucho en las cervecerías de Londres.
     Tal vez la última pieza literaria que hace referencia al hecho de parir conejos sea el cuento «Carta a una señorita en París», de Julio Cortázar, donde el autor hace referencia justamente al fenómeno mágico de transmutar el orden establecido en aras de tocar el misterio, mediante el protagonista que vomita conejitos: «Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. Enseguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso)… Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir». La casa prestada se llena de conejitos y así rompe el orden y la armonía que funcionaba como un organismo vivo, alterado por otro organismo: «Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón. Los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos —un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses…». Pero el orden lo altera un conejito más, «…diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, que serán trece». Y después el desorden, la alteración, la muerte: «No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales» (Bestiario, Editorial Sudamericana, 1951).

 

 

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