Parlamas, de Roberto Rico / Carlos Gutiérrez Alfonzo

En Parlamas han sido reunidos tres libros del poeta Rico: Reloj de malvarena (1991), La escenográfica virtud del sepia

(2000) y Nutrimento de Lázaro (2000).
Cuando tuve en mis manos Reloj de malvarena, un poco después de su aparición en El Ala del Tigre, en 1991, no dejó de desconcertarme el primer poema de ese libro. Había algo en él que no se ajustaba a mis apreciaciones que sobre la poesía estaba yo definiendo en ese entonces. Ligado yo a Jorge Guillén («Soy, más, estoy. Respiro»), se me alargaba ese «lienzo suriano» que hubiera resuelto con una sola palabra. Pero no dejé el libro a un lado. Seguí en él, y me sentí atrapado por su «garigoleada» forma de ir por sus territorios, con su «domingo al hombro».
Sí, me gustó esa movilidad, que reafirmo ahora al leer los tres libros reunidos en Parlamas. Es una movilidad que va de los espacios geográficos reconocibles hacia los de la música y las artes gráficas. ¿Pero qué construye el poeta con esos espacios, en esos espacios? Reconozco una mirada oblicua, cuyo tono se fue acentuando hacia la ironía (1). Ahora lo digo con cierta rapidez, pero ahí hay una veta que Rico ha explorado con enorme riqueza. Quizá es un rasgo que se diluye por el peso que las palabras tienen en la configuración de su obra. El poeta se siente atraído por las palabras (él mismo en un poema ha reconocido qué tan caras le son las esdrújulas), por las aliteraciones, por la modificación de la estructura gramatical, por los giros coloquiales. Quizá toda esta carga verbal se impone sobre el yo poético, en virtud de que el poeta tiene la intención de demorarse en la configuración de aquello que lo atrapó, y que ahora ha dejado su lugar a quien está «ansioso de comentar en pergamino el mundo».
Regusto verbal que hace crecer al poeta. Por ello, a Roberto Rico se le ha clasificado dentro del neobarroco. Quiero dejar de lado todo afán clasificatorio, sobre todo porque el poeta no se queda en la simple ensoñación discursiva. Y prefiero observar al poeta que no abjura ni de palabras ni de escenarios. Para él no hay palabras exclusivamente poéticas ni espacios exclusivamente poéticos. Zambulle las palabras en su espigada memoria y las extrae nuevas: todo le está permitido. Se ha permitido todo. Se «oximorona» en «novembrino muro». Elijo una palabra que queda bien para aventurar definirlo: delectación. ¿Me estoy traicionando al elegir una palabra?
Ello le proporciona la tintura de su trama: el deleite con el que boga a la hora de configurar sus universos poéticos. ¿Y cuál yo poético habita estos universos? Uno que tiende, lo traté de decir líneas arriba, mediante una mirada oblicua, hacia la ironía; alguien que desea ser «el visitante asiduo / de un país inventado / por la caída de la nieve». No se trata de alguien que habite ahí o que sea el visitante de ese país. No. Es alguien que «busca ser el visitante asiduo» de ese territorio inventado por algo que no le es caro a su ser natural. Así, no es un yo poético afirmativo, contundente. Es alguien que interroga, que se interroga: «La travesía registrada aquí desconoce los puntos / que el destino se allega como propios». 
¿Qué sabe, entonces, este yo poético? Echar de menos «un Olimpo de borrosa lente». Ello sabe y lo sabe bien, sin angustia, sin aspavientos, con el tono decantado para decir: «Hoy es domingo, y no parece». Permítanme citar un poema de Reloj de malvarena en el que veo condensado lo que he señalado antes. El poema se titula «Inscripción»:

Pueden ser
un reloj de malvarena,
la verandah de Conrad,
las sirenas de Torri,
el último retrato de Miroslava Stern,
la madera cromada en rosicler y magenta de un Pegaso,
dos sonatas de Scriabin,
la trompeta en sordina
de un bolero;
bogavantes presagios
para redactar a columna doble
pasajes hagiográficos, edictos
donde se consignara
fiel, detalladamente, el azaroso
naufragio del idólatra
que descubrió en la gavia de tus senos
tres tonos de península morena.

Objetos que conducen a un espacio. El tiempo, la música, los tonos. Qué desconcertante desplazamiento que se ancla en un sitio en virtud de la idolatría. Pero esa idolatría no es propiedad del yo poético, no está referida directamente al yo poético. ¿Y por qué no me aventuro a decir que ese idólatra es el poeta? ¿Quién más podría ser ese idólatra?
Es difícil encontrar en nuestras latitudes una voz que tenga estos registros que he tratado de describir ahora; de ahí la presencia que la poesía de Roberto ha tenido en el ámbito de las letras mexicanas y continentales. No ha sido gratuita su inclusión en Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos (1950-1965) (2).
Es un decir en el que la música también es una nota central. Habría que detenerse en la manera en que el poeta Rico recurre a la música para mostrar las conexiones que establece con su intimidad y con el mundo. No indagaré sobre ello ahora. Como tampoco haré una incursión en busca de quienes pueblan estos universos de Roberto. Más bien, quiero invitarlos a que descubran el reloj de malvarena, la escenográfica virtud del sepia y el nutrimento de Lázaro, con los cuales han sido formadas estas parlamas.

Parlamas, de Roberto Rico. Secretaría de
Educación del Estado de Chiapas, San Cristóbal de las Casas, 2011.

(1) En «Ligero flete a pulso», Luis Arturo Guichard sitúa también a Roberto Rico en esta línea: goo.gl/3j6c1
(2) Antología preparada por Eduardo Milán (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007).

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