Declaración de principios, de Miguel Ángel Hernández Rubio / Minerva Ochoa

Dice Sándor Márai que en la vida de todos los seres humanos siempre hay un testigo, y a mí me ha tocado en suerte ser testigo de una larga etapa de las andanzas de este grupo que, más que de escritores, es de amigos, los que hoy comparten con nosotros el resultado de una de sus últimas correrías, un libro, desde luego, que a su vez marca el inicio de su siguiente incursión: Ediciones Coyote.
     Sin embargo, desde la posición de testigo en que me he encontrado, al principio de manera circunstancial e inconsciente, después por decisión y, si me apuran tantito —para decirlo en tapatío—, ya casi profesionalmente, puedo decirles que Declaración de principios es mucho más que un libro, es una prueba palpable de voluntad y afecto, pero sobre todo de complicidad, pues quiénes sino los cómplices añejos son capaces de entenderse en breve, casi con la pura mirada, a la distancia e incluso desde la esa nada en la que ahora El Mike verá con cierta displicencia cómo él puso el poemario; su hija, la foto; Jorge Esquinca, la gestión editorial; Luis Alberto, la conversación-introducción; El Chato (alias Javier Ramírez, pa’más señas), la imagen de la portada y el cuidado de la edición; Luis Fernando, el diseño, y Carlos Real, la producción, para materializar este ejemplar que refleja la experiencia literaria y editorial de todos aquellos que se involucraron en su creación.
     En el proceso del libro confirmé, siempre desde mi ubicación como observadora más o menos distante, que los amigos de Miguel Ángel, al igual que él hacía, se caracterizan por su comportamiento felino; esto significa que el mote de Don Gato y su Pandilla, con que lo bautizaron a él y a los talleristas que formó en la etapa en la que estuvo a cargo del Taller Literario Elías Nandino, no estaba muy errado, pues esta otra pandilla, la que conforman los mencionados Jorge, Luis Alberto, Javier, Luis Fernando y Carlos, acometió la tarea con ímpetu, agilidad, capacidad para moverse silenciosa y sigilosamente, preferencia y facilidad para las actividades nocturnas, una huraña indolencia y una absoluta resistencia a ser encerrados. Como actúan casi siempre.
     Eso puede explicar la rapidez con la que consiguieron sacar adelante el proyecto de manera tan exitosa que equilibra un gratísimo contenido al que puede sacársele mucho provecho, y una edición sobria y armoniosa, aunque debo decir que no del todo impecable, para mantenerla en territorios humanos.
     Aquí abro un pequeño paréntesis para decir que, dada la conducta felina que presentan los protagonistas de esta correría y que cité hace un momento, puede parecer paradójico que funden Ediciones Coyote, pero eso no es más que una muestra de la fascinación que les produce el riesgo.
     En Declaración de principios encontramos, en poemas breves de versos certeros, los temas que El Mike aborda, siempre a buen ritmo: la mujer, el alcohol, el mar, la noche y la ciudad con sus respectivos habitantes cada una y sus escenas sórdidas. Todos tratados con la sensibilidad del poeta trabajado, el que ejerce su vocación de manera intencionada, constante e implacable, sin concesiones ni para sí mismo ni para sus textos. Pero también se entrevé la vena docente que desarrolló en sus más de veinte años como profesor, de literatura, por supuesto, y se percibe su personalidad irreverente y rasposa pero siempre entrañable.
     El libro se introduce con una conversación en la que Miguel Ángel habla de su encuentro con la vereda, que a veces resultó brecha tortuosa, que guió su vida: la creación literaria; de sus retos y experiencias, y le cuenta a Luis Alberto su filosofía de trabajo: hay que escribir sobrio y cribar los textos una y otra vez, cada vez con un tamiz más fino.
En la adenda, y cobijados bajo el título ideado por El Mike, once amigos, entre los que se cuenta su hermano, Felipe de Jesús, hacen su propia declaración de principios respecto al amor fraterno, la transgresión, el aprendizaje de la labor literaria, el desamparo, la pérdida, la esperanza y la amistad. Cada cual a su modo se refiere a sus encuentros, desencuentros, enseñanzas y aventuras con El Mike, así como a sus excesos y hasta a sus apariciones.
     Conocí a Miguel Ángel en los ochenta, en la Avenida Juárez, afuera del Ex Convento, desde luego, y me tocó atestiguar algunas de las batallas que libró como tallerista, escritor, enamorado y editor. El embrollo que viví más de cerca fue el de Toque, legendaria y excepcional editorial que exaltó sus exigencias editoriales y literarias, llevándolo a las escalas que lo dispusieron para lograr creaciones llegadoras, como las que encontramos en Declaración de principios.
     A partir de entonces, El Mike no se bajó de sus estándares, algunos dirían que de su macho, con respecto a sus textos y los de sus alumnos. Pendejear a los autores cuyas producciones no lo llenaban era una de sus actividades predilectas.
     Finalmente, considero que Miguel Ángel fue un hombre de verdad, afirmación que respaldo recurriendo de nuevo a Sándor Márai, quien dice: «En todos los hombres de verdad hay un espacio reservado, como si quisieran ocultar parte de su ser y de su alma». En El Mike, ese espacio llenaba su mitad más grande.
Muchas gracias, y larga vida a los coyotes.

Declaración de principios, de Miguel Ángel
Hernández Rubio. Ediciones Coyote, Guadalajara, 2012.

 

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