Pantano de las Nieblas / Juan Fernando Merino

No es que a Benítez le gustara su oficio; al contrario. Pero alguien tenía que hacerlo. De otra manera, ¿cómo decidir el sexo de los pollos? Porque, como bien saben los entendidos, su destino es muy diferente: las hembras al nacer son colocadas en una cinta transportadora para su engordamiento, posterior consumo y, en caso de ameritarlo, reproducción y más huevos, mientras que los polluelos que parecen pertenecer al género masculino con pocas e indispensables excepciones son arrojados a una esquina para su pronta y humanitaria ejecución.

¿Suena sencillo? En realidad no lo es. La ciencia de determinar con certeza el sexo de los pollos neonatos no admite advenedizos. Se va legando de generación en generación, de abuelo a nieto (o nieta, aunque son pocas) o en su defecto se aprende tras largos años de observación, práctica y errores.
Por eso los expertos reciben salarios considerables y por regla general en efectivo.
Por eso el sexador de pollos Rubén Benítez Garrido, natural de la población castellana de Medina del Campo, viajaba en un tren expreso camino a Vladivostok, en el extremo sureste de la antigua Unión Soviética.

*

Pocos días antes Benítez era un hombre libre y feliz. Relativamente. Se dirigía a un congreso avícola en la antigua Checoslovaquia, hizo escala en un aeropuerto de la antigua Yugoslavia, y al salir del sanitario buscó una conexión a internet.
Allí lo esperaba aquel mensaje que cambiaría su destino.

Asunto: Se busca
Se busca profesional experto en colonias avícolas con amplia experiencia como sexador de pollos para un proyecto intensivo de una semana, semana y media en la pintoresca ciudad rusa de Vladivostok. Pagamos traslado desde cualquier punto de Europa continental, Medio Oriente o África del Norte. Alojamiento acorde con el gremio, honorarios superiores y gastos de representación. Media alimentación. Indispensable agenda flexible, buena disposición y dominio relativo del ruso. Conocimientos del ajedrez, el castellano y las damas chinas, un plus.

Yo soy el hombre, se dijo Benítez, quien en su juventud había tomado un curso de ruso a distancia impartido por la Universidad Tecnológica de Palencia.

*

La mañana después de la clausura del xvii Congreso Avícola de Bratislava, Benítez subió a un tren expreso que no era tan expreso ni tan veloz, pero que al cabo de nueve horas lo depositó sano y salvo en la ciudad rumana de Sibiu, donde debía abordar el avión hacia su destino final.
Fue en el aeropuerto de Sibiu, mientras se lavaba las manos en un sanitario desaseado, que Benítez tuvo las primeras dudas sobre su misión en Vladivostok.
¿Por qué yo?, se preguntó mirándose al espejo. ¿Por qué llegó ese anuncio a mi buzón de correo? ¿Y por qué me aceptaron de inmediato si era una convocatoria abierta?
Pero le quedaba muy poco tiempo para las vacilaciones. El vuelo Sibiu-Vladivostok con escala de hora y media en San Petersburgo salía en un cuarto de hora y Benítez aún no había comprado su café en leche y su ración matinal de pan de centeno.
¿Por qué yo, Señor mío?, se interrogó una vez más mientras examinaba los expendios de comida del aeropuerto de Sibiu. ¿Debería cancelar el viaje y regresar a la paz de la granja de Medina del Campo?
Evidentemente no llegó a tal conclusión, pues veinte minutos después se encontraba en la silla 15-B de un avión Fokker F 27 de Aerolíneas Rumanas Stolidea que se aprestaba a despegar.

*

No pasa nada, todo está en orden, todo tiene su secuencia, y no hay por qué alarmarse, se repetía Rubén Benítez Garrido como en una letanía, haciendo lo posible por serenarse mientras el Fokker cobraba altura. No es de extrañarse, pensaba, que las convenciones avícolas (o de cualquier índole) distribuyan sus listados de correo electrónico —por un precio, desde luego— a las agencias gubernamentales, los partidos políticos o las entidades privadas. Benítez lo entendía; no era ése su reparo. Era otro el meollo de su inquietud. Él no se había inscrito en el congreso avícola como sexador de pollos sino como supervisor de insumos de un complejo avícola ¿Entonces cómo lo habían averiguado los rusos?
Pero ya el avión de Stolidea había tomado una altura considerable y estaba a punto de remontar los Montes Cárpatos camino a Leningrado. O sea, San Petersburgo.

*

Los sexadores de pollos están desapareciendo de la faz de Europa. Esta exigente ciencia, o arte comparativo, como lo denominaba el iniciador de Benítez en estas lides, su abuelo don Álvaro Pereira y Garrido, se encuentra en vías de extinción. Y eso a pesar de los buenos sueldos, de las prestaciones y de que es un oficio tan indispensable. Las razones se han ido acumulando con la llegada del nuevo siglo: la principal es que los depositarios en el continente de este conocimiento se han ido convirtiendo en una estirpe, una cerrada cofradía que se niega a compartir los arcanos de su oficio con personas que no pertenezcan a la familia directa. Ni siquiera admiten primos segundos o parientes políticos. Por otro lado, no se puede negar que es una profesión que a final de cuentas cansa: diez polluelos sexados por minuto, mínimo ocho, es la cuota que exigen las granjas de aves ponedoras. Y por si fuera poco, muchos descendientes de las familias de sexadores de larga data se muestran reacios a convertirse en una especie de dios avícola, determinando los que morirán de inmediato y los que han de morir después. Cada vez con mayor frecuencia los hijos y nietos de sexadores eligen oficios alternativos; algunos incluso prefieren ir a la universidad o buscar nueva vida en América.
«No me quejo de mi destino, no me quejo de mi solvencia económica», había escrito Benítez varios años atrás en el margen de su diploma de asistencia al Congreso de Productos Avícolas y Derivados en Villafranca del Bierzo, León, sentado solo en una taberna local, «pero sí debo confesar que hay madrugadas en las que hubiese preferido ser abogado litigante. O médico de turno. Incluso traductor literario».
Eran sólo inquietudes evanescentes, pero lo eran. Porque los sexadores de pollos llevan una vida cómoda y con pocos sobresaltos materiales una vez que regresan a su lugar de residencia noche tras noche. No tanto los que continúan pernoctando en las propias granjas avícolas legadas de generación en generación. No es fácil dormir a pierna suelta en un sitio en el que las gallinas cacarean intermitentemente y los polluelos jóvenes canturrean en medio de la noche con razón o sin ella.
¿Y qué iban a hacer las granjas avícolas el día que se desvanecieran por completo los expertos en sexación? Probablemente lo mismo que se hace en los sitios en que ya se extinguieron o nunca existieron: esperar. Aguardar unos días hasta que los pollos/as desarrollen sus plumas, huesos, cuello u otros órganos distintivos para así determinar cuáles deben ser sacrificados a la mayor brevedad y cuáles no. Pero en ese intervalo hay que alimentarlos. Y ocupan un espacio creciente. Todo lo cual constituye una inversión de tiempo, dinero y alimentos concentrados. Mientras mayor cantidad de pollos, más oneroso, por supuesto. Por eso esperaban a Rubén Benítez en Vladivostok con todos los gastos pagos. Muy probablemente, pensaba él, para impartir un cursillo intensivo a un grupo de aspirantes a sexadores.

*

El aeropuerto metropolitano de Vladivostok se encuentra muy apartado de la ciudad, le había explicado su vecino de silla en el vuelo de Stolidea, un ucraniano muy cordial pero excesivamente obeso para tener de vecino en un Fokker F 27. Como Benítez nada sabía de la ciudad ni de sus características, no le extrañó, ni le extrañó la muy minuciosa inspección aduanera; tampoco le sorprendió que en lugar de alguno de los granjeros avícolas, a la salida de la inmigración y aduana lo estuviera esperando una mujer septuagenaria (al menos), que empuñaba en lo alto un cartel en letras azul grana que decía: «Mr. R. Benítez. Bird Expert». Lo que sí le extrañó fue que su guía no sólo ignoraba el inglés —lingua franca de los viajeros avícolas—, sino que ni siquiera entendía ruso.
En cuanto echaron a rodar, la mujer le explicó por señas que ella había nacido en una región montañosa (y ¿cristalina?, ¿diáfana?, ¿congelada?), que hacía atrás los hombros… atrás… ¡un tiempo atrás! (cinco dedos, un puño, otros tres dedos) había sido invadida por los rusos. Y que a los rusos no les deseaba lo mejor (dedo índice de la mano que no estaba sobre el volante oscilando de un lado a otro de la garganta).
—Velin ruso pero ok —creyó entender Benítez.
Boris Velin era el funcionario de la granja avícola que había sido su intermediario y que al parecer iba a ser su anfitrión. Pero el dictamen de la conductora no dejó muy tranquilo a Rubén Benítez, quien ya venía nervioso y alterable con los sobresaltos de su periplo, más aún desde que a la salida del Palacio de Congresos de Bratislava se encontró rodeado por una multitud de estudiantes que rechazaban iracundos la celebración del Congreso Avícola y vituperaban a sus asistentes. «Los mayores abusadores de aves en el mundo», decía uno de los letreros en inglés. Tampoco ayudaba a tranquilizarlo que la mujer no parecía conocer la ruta hacia la granja y estuvo un buen rato dándole vueltas y más vueltas a dos plazas cercanas en lo que parecía ser la zona céntrica de Vladivostok. Cada seis o siete minutos volvía a aparecer el mismo supermercado con los mismos melones a la entrada y el mismo anuncio de neón. Mercado Superior del Pueblo, tradujo Benítez para sus adentros.
—Map? ¿Mapa? Karten? —preguntó el viajero a su guía o taxista o lo que fuera.
No existía, o en ese instante no estaba en su posesión (el dedo meñique formando un cero con el pulgar).
«¿Por qué carajos no me compré un gps para el Blackberry cuando estaban en rebaja?», se reprochó Benítez desde lo más profundo de su frustración.
Obstrus karielen? —preguntó sorprendida la mujer de las montañas clavándole a Benítez una mirada adusta desde el espejo retrovisor.
Otra vez estoy pensando en voz alta, se reprochó Benítez mientras le sonreía a la vieja para excusarse. Debería tener cuidado estando tan lejos de casa. ¡Y en manos de una conductora impredecible!
Nieht, nacht, no —explicó Benítez, con las palmas de la mano hacia abajo que subían y bajaban lentamente, el gesto universal de pedir calma. ¿Universal?
—¿Usted baila tango? —preguntó de improviso la conductora en un español impecable.
—¡Pero cómo! ¡Entonces hablamos el mismo idioma! —exclamó Benítez eufórico, alzando la voz por primera vez desde que salió de Medina del Campo—. ¡Por qué no me lo dijo antes! ¿    Dónde lo aprendió?
—¿Usted baila tango?
—En realidad prefiero bailar otros ritmos contemporáneos, pero admiro mucho a los buenos bailarines de tango.
—¿Usted baila tango?
—Nunca lo he hecho, pero si se presentara la oportunidad, estaría dispuesto a aprender.
—¿Usted baila tango?
Se quedaron mudos el resto del trayecto.

*

Cuando por fin llegaron a la granja y se encontraron en presencia de Boris Velin, la conductora no le dirigió la palabra al anfitrión ni viceversa. Él le entregó un sobre de manila; ella hizo una pronunciada venia sin mirar a ninguno de los dos hombres, subió al vehículo y se alejó hacia el poniente.
—Buenas tardes y reciba usted un cordial saludo —dijo el recién llegado muy lentamente, esmerándose para que su ruso sonara lo más correcto posible—. Yo soy Rubén Benítez Garrido.
—Buenas noches y bienvenido a nuestro hogar —respondió el anfitrión en un español muy correcto.
—Yo soy el sexador de pollos —agregó Benítez en el mismo idioma.
—Los pollos se esfumaron…
*

Lo de los pollos debía de ser una broma, pero desde luego puso una nota agria en el inicio de la relación laboral. Que por cierto no resultó ser tan inminente como el sexador había anticipado: los tres primeros días no se habló de pollos ni de huevos ni de ningún tema relacionado con el universo avícola. Tampoco se hizo mención de los supuestos alumnos o aprendices del oficio. Hablaron mucho —siempre en español— sobre la historia europea, los viajes internacionales y los grandes equipos de fútbol y una mañana Velin le enseñó álbumes fotográficos de sus antepasados —casi todos procedentes de Crimea excepto por una abuela asturiana. Dos veces diarias, al filo del mediodía y al caer de la tarde, iba a buscarlo a su cuarto para invitarlo a jugar ajedrez. Estaban siempre solos, excepto para los almuerzos y comidas, cuando los atendían dos sirvientes ancianos y silenciosos.
Por alguna razón, Benítez no consideró prudente hacer preguntas. Los honorarios prometidos le fueron entregados el día de la llegada en su totalidad y en dólares. Y la segunda mañana lo esperaba en su mesilla de noche un tiquete de regreso a Valladolid con escalas en Budapest y Barcelona. Además, su estadía incluía servicio de té con blitzes dos veces al día, habitación con vista al pantano —si bien éste despedía un olor penetrante y desagradable— y desayuno en la cama, que Benítez debía elegir desde la noche anterior.
                 
*

—Jaque a la reina—anunció Boris Velin con un deje de impaciencia mientras tomaba un trago de su copa de ginebra (detestaba el vodka). Era la primera noche que jugaban tres partidas seguidas.
—El mismo error de la partida anterior —dijo Benítez frunciendo las cejas y rascándose la barba incipiente.
—Le di una buena oportunidad —dijo Velin, dirigiéndole una mirada agria—. Incluso descuidé a propósito aquel flanco y el alfil del rey para tratar de prolongar la partida. Todavía le queda una última escapatoria.
Esta vez Benítez lo pensó mucho antes de hacer su próxima jugada. El ruso se quedó mirando hacia el pantano con una expresión ausente, fatigada.
—¿Puedo preguntarle algo personal? —dijo Velin una vez que el sexador puso a salvo su reina.
—Sí, claro; lo que sea.
—¿Cuántos pollos recién nacidos han perdido la vida por culpa suya?
—¡Cómo! ¿Que qué?
—Disculpe, señor Benítez; ha sido una impertinencia de mi parte. Concentrémonos en el ajedrez.
—Pierda cuidado, señor Velin.
—Jaque mate —dijo el ruso con frustración patente tan sólo tres jugadas después.
No tenía otra cosa qué hacer que retirarse a su habitación. Benítez alzó su vaso con lo que quedaba de ginebra y haciendo un leve gesto de despedida salió del recinto. Aquella noche no durmió nada bien. Se despertó varias veces y desde las cuatro de la madrugada se mantuvo en un mortificante duermevela durante el cual imágenes de su pasado iban y venían.
—No más, no más —clamaba el protagonista de su pesadilla, esforzándose por salir.

*

Aquella mañana, de acuerdo con las instrucciones recibidas la tarde anterior, Benítez debía acudir a primera hora a la denominada Oficina Central de Operaciones. En cuanto se despejó del todo, o al menos creyó haber salido de su letargo, se colocó los guantes de látex para escrutar polluelos y se dirigió hacia su destino, una construcción desvencijada a orillas del pantano.
El edificio, rectangular, poco armónico, y en partes recubierto de moho, exhibía en lo alto un letrero grande de color azul grana.
«Las aves del reino», tradujo Benítez velozmente para sus adentros, pero al releerlo rectificó: «El reino de las aves».
En la puerta principal lo esperaba una mujer con rasgos muy similares a los de su conductora del primer día, pero veinte años más joven (o quince o treinta, difícil decirlo) y el cabello mucho más corto. Tampoco hablaba ruso pero sonreía mucho y al hacerlo dejaba a la vista sus dientes frontales con una marcada separación. Por el momento no había a la vista polluelos, gallinas ni bandas transportadoras para futuras aves ponedoras.
Chicken? —preguntó ella.
Benítez se quitó uno de los guantes para estrechar la mano extendida de su nueva alumna, o instructora o supervisora.
I am the chicken sexer —dijo Benítez.
No. I am the sexer —dijo la desconocida con vigor inesperado.
Ok.
No!
La mujer sonrió con una expresión benévola, se acercó a una mesita solitaria donde bullía una marmita y le entregó una taza de un líquido humeante que parecía ser té verde. Afuera sonaban las campanas de una iglesia lejana y cantaban las aves del amanecer.

*

Cuando Benítez abrió los ojos parecía ser muy cerca del mediodía y lo invadía un sopor casi invencible. Por una ventana sin cristal y sin cortina se colaba una brisa fría y los rayos de un sol opaco. Una venda cubría su ojo derecho y estaba atado de manos, brazos y piernas a una silla basta de madera. Por el ojo libre constató que se encontraba en un recinto enorme, de paredes muy altas, sin ningún mueble, salvo su silla y la mesa solitaria, donde ya no estaba la marmita.
«¿Pero qué me ha pasado, Señor, qué me ha pasado?», gritó en dirección de las vigas del alto techo. «¿Dónde estoy?»
Toy, toy, toy, toy, repitieron como en un eco los muros sordos de Vladivostok.
En ese momento divisó un halcón en lo alto de la bóveda; más abajo se veían unas loras o pericos silvestres que revoloteaban entre los travesaños; en la viga central se encontraban posados un gallo de color negro rojizo y un cuervo grisáceo que lo ojeaban con creciente interés.

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