Trí­ptico italiano* / Franc Ducros

  1. Saba

El corazón, la tierra, la rosa

Poesia, cosa cordiale

cosa del corazón, y de la manera más humilde de ser y de decirse de todas, la palabra más común que surge, desde el fondo, de la fuente universal: del corazón de las palabras, como el agua de la tierra, como las rosas, como los hombres. De la tierra, del corazón que es tierra.
Es un texto titulado Quello che resta da fare ai poeti. Y bajo el título:

                   Ai poeti resta da fare la poesia onesta.

                   (A los poetas, lo que les queda hacer es poesía honesta)

Las dos propuestas se entrecruzan, y se juntan, y se fecundan mutuamente. Porque lo que es honesto, no son las razones, sutiles, tortuosas, incluso tenebrosas de la razón, o de la representación ventajosa y ostentosa de sí. Lo que es honesto es aquello más lejano que nos requiere, aquello más profundo que nosotros. Anterior a nosotros. Y que nos liga a la tierra. Al corazón que es tierra. Y de donde, como de la tierra ascienden las rosas, surge la palabra. También hace falta, ahí donde de la tierra surge el agua, donde de la tierra se eleva una planta, que la tierra se abra, eclosione y se desgarre y que, debido a este desgarramiento, el agua se abra paso y la planta ascienda en el aire.
Así es el corazón apropiado para la exigencia de verdad de la palabra. Como la tierra que abre el agua o el trabajo del hombre, está abierto desde que nace, y es ese «lago» del que hablaba Dante a la orilla del poema. Y Saba:

O mio cuore del nascere in due scisso:
                   Quante pene durai per uno farne!
                   Quante rose a nascondere un abisso!

                   (¡Oh mi corazón desde el nacimiento roto en dos,
                   cuántas penas soporté para hacerlo uno!
                   ¡Cuántas rosas para ocultar un abismo!)

De estar así abierto, impone a aquel que demanda la verdad de palabra el trabajo de resistencia del que hablaba también Dante, en el que descubría el carácter imperioso inscrito incluso en su nombre: dolor, sufrimiento, agotamiento por una labor sin descanso. Pero al mismo tiempo, trabajo de transmutación, que de las penas haga rosas, de la tierra y del corazón desgarrados haga elevarse las flores y la palabra, convirtiendo la beatitud en melancolía:

                   Sono partito da malinconia
                   E giunto a beatitudine per via

                   (Salí de la melancolía
                   y llegué a la beatitud de camino)

Tal es el camino de resistencia que no habrá dejado de abrir Umberto Saba. Tal es su poesía honesta, que jamás ha obedecido otra exigencia que la de la obra por hacer,

                  onesta e lieta

—o a través de la exigencia de honestidad que sube de la resistencia, resuena lo que es el resultado transmutado de la resistencia: la palabra feliz.
Porque las rosas nacidas de la tierra como las palabras crecidas del corazón llevan en su carne terrestre y humana el rojo de la sangre que de la tierra las extrajo.

                                    Molti sono i colori ai quali l’arte
                                    varia il tuo incanto o la natura. In me
                                    come il mare è turchino, esisti solo,
                                    per il pensiero a cui ti sposo, rossa.

                                    (Numerosos colores por los que el arte
                                    o la naturaleza varían tu encanto. En mí
                                    como el mar es azul, sólo existes,
                                    por el pensamiento al que te caso, roja)

 

2. Leopardi
Aquí: «una infelicidad tan fértil»

Las obras que fundan, diciéndolo, lo que de nosotros, más allá de nosotros, permanece —la escucha que, en los repliegues de la historia, según el hilo roto y reanudado del tiempo, los hombres históricos pueden esperar, cambia: les llega una palabra, la misma entendida de otra manera, cuyo sentido último siempre secreto los sitúa a ellos mismos en su ser en el mundo transitorio.
Leopardi.
Ayer por los espíritus más agudos entendido como poeta de la decadencia. Ungaretti:

Y es así (remontándose «a las causas históricas, a las causas de la experiencia, ayudado en eso también por di Breme quien no había omitido […] tratar del arte de las naciones adolescentes y del arte de las civilizaciones maduras»…) — es así que Lepoardi adquiere con nitidez la consciencia de la decadencia — el sentimiento de la decadencia.

Hoy, quizá, en la tiniebla inducida de un tiempo en el que la luz se ha desviado, poeta del nacimiento anunciado de otra relación con el mundo. De otra vida: poeta de nuestra irreductible presencia en una condición vuelta «la árida» — «desbordante» (André du Bouchet).
Él no habrá cantado solamente lo que perece. El lamento afligido ante todo lo que muere —joven muchacha o retama, mitos fundacionales y viento entre las ramas, ciudades capitales o luna encantada— ha podido suscitar las más ásperas lamentaciones que elegía alguna haya hecho escuchar:

Or dov’è’l suon… ?

«Ubi sunt?» —ese gesto, en los Canti, no es jamás languidez y abandono, no es jamás de molicie. Más que los lamentos romanos o los melancólicos alejandrinos, es el rudo y severo proferir de los coros de Esquilo y de Sófocles que aquí resuena de nuevo, a través de los milenios. Elegía trágica. Que no llora la fuga del tiempo, o los desengaños existenciales. Mas constata, y comprende, y acepta, la Ley Universal de Naturaleza que finalmente ha dejado de esconderse y, revelada toda, enorme, nos colma.
Porque si el corazón se desgarra en el desgarramiento de las cosas que mueren y en el pensamiento del universo que se extingue, la mirada aguda atraviesa toda desgarradura hasta percibir —y entender, en el fondo más profundo que lleva y suscita, más acá de toda cosa, su necesaria desaparición, la ley de necesidad por la cual todo lo que es y será está condenado, como lo que fue, a perecer. Antes incluso de haber nacido. Y no será más que una vez. No regresará.

Infelicità

Que no es solamente del hombre, aunque, contrariamente a las bestias, a las plantas y las piedras, él pueda hablarla: cantarla, pensarla. Pero «en madriguera o cuna», el destino es el mismo. Y si luna o sol, estaciones o accidentes geológicos, vuelven a intervalos regulares o por bruscos acontecimiento catastróficos, tratando a los hombres como a una manzana las hormigas, son modos de aparecer de lo que morirá también y que —el tiempo, más largo que el nuestro, donde eso vive— se hace para nosotros ilusión de permanencia, cuando se debería ver en ello el agente irrecusable de la crueldad que, en nosotros como en todos —y hasta eso incluso— es infligido: mundo, helado o ardiente, tierra y fuego que aplastan y consumen, de eso, pasado el momento del inevitable grito que arranca todo dolor en el instante en el que él se prueba, no sabría ser cuestión de vanamente lamentarse, ni estúpidamente de maldecir la fatal ocasión. Elegía y revuelta: como ningún otro moderno, Leopardi habrá demostrado que esos dos postulados de la era romántica pudieron no ser más que la doble cara, indefinidamente reversible, de un mismo enceguecimiento frente a la ley que, sin embargo, no deja de manifestarse: Ananké, ley de Physis emergiendo al fin, por primera vez, al desnudo. Despojada de los velos míticos antiguos como de las construcciones doctrinales con los cuales la habían envuelto los siglos medievales, e incluso renacentistas. Pero —en su tiempo, y en adelante— irrisoriamente enmascarada por las nuevas proliferaciones ideológicas. Ilusiones.
El vigor del pensamiento poético de Leopardi habrá atravesado la era de las ideologías sin ser si no comprendido, por lo menos escuchado. Habiendo dejado de esconderse, Physis ha desplegado su Ley: Ananké. Que es importante mirar a la cara. Sin velos ni máscaras. No serán ya, como los mitos antiguos, consustanciales a la relación del hombre con las cosas y con su fondo común, pero guardados en secreto por el hombre solo para, por miedo a la Ley, prohibirse comprender lo que le ha sido destinado. De cara a lo real a partir de ahora tan presente, tan revelado, agobiante por carecer de límites, y sin posible mediación, no queda más remedio que aceptar.
Lo que no hicieron jamás, sino —«magnánimos»— rarísimos seres singulares, al menos las sociedades humanas; lo que no hace nadie en el tiempo donde eso, sin embargo, se convirtió en la única posibilidad limitada a la especie, tal es la exigencia que profiere para terminar Leopardi: aceptar la nada. De la cual somos.
Aquí.
«Aquí», «espinazo árido», el desierto — «exterminador»: lava, tierra y fuego.
Pero «Aquí», obstinada, la flor. La humildad.
Para Leopardi también,

           Ahora eso
           florece en el pobre lugar
(Hölderlin)

 

La rudeza de la denuncia frente al rechazo de escuchar, y tal cual, de las primeras Canzoni a Palinodia y a La Ginestra no habrá dejado de incrementar su poder, no es este encarnizamiento de odio de «quien se venga» que creyó poder discernir ahí, infaliblemente tocado en su punto de fragilidad, la generación que primeramente recibió la palabra de Leopardi. Ella es —¿última ilusión?— por un acto de confianza desesperada, apuesta hecha a la «razón»: el envite último de quien no desaira más que porque él funda en ella y en los hombres futuros la necesaria esperanza, a fondo perdido, de que será finalmente oída la letra desnuda de su palabra. Que será oído el necesario consentimiento a la muerte, al ser-para-la-muerte, a la nada que lleva toda vida, y que, fundados en este consentimiento, pudiésemos finalmente disfrutar de lo que la palabra, de la nada que surge, no deja de mostrar en acto, con una suculencia raramente alcanzada: el esplendor conmovedor del mundo mortal al que somos arrojados. Del cual somos.
Llegar a vivir este esplendor: hasta en el ser y el momento más suaves, la belleza que aterroriza. Amor Fati, alegría trágica que pretendió Nietzsche.

La palabra preferida de Leopardi es: infelicità […] y nadie volvió menos tristes, menos desdichados a sus lectores, este in que redobla, desborda, avviva, felicità contagiosa y se oye a la felicità elevarse, ella envuelve las colinas, ella escala los volcanes, un hombre tan abrumado llega a escribir, una infelicidad tan fértil, felicità se eleva.
                                                             (Bernard Collin)

Hermano mayor de Rimbaud, Leopardi, toda temporada en el infierno pasada, habrá, «horrible trabajador», accedido para terminar en el lugar de donde se lanzará Rimbaud. De donde su palabra, para finalmente comenzar, lanzada lejos adelante, afirma la exigencia de vivir allá donde no se ofrece otro apoyo más que la nada.
Arraigarse ahí, a cada paso.
Tal la apuesta, tal la suerte. Última. Única.
Para que se pruebe, el tiempo de vivir, la maravilla de ser ahí.

 

 

3. Petrarca
Razones de una poesía: morfología del «Canzoniere»

Venido el último: vuelto el primero: Petrarca.
Él habrá dado muerte, al devolverla, a la tradición poética de tres siglos de la que él era descendiente. Por este acto fundando la de los siglos por venir.
La crisis de donde se genera un cambio tal tiene que ver con la prueba, y partiendo, con la esencia de Amor. Ya no es más «joi» ni apertura al conocimiento, ni factor de salvación. Sino amenaza temible, pecado quizá mortal, de no ser más que

la fera voglia che per mio mal crebbe

(el cruel deseo que por mi mal creció)

La tiranía agustiniana que habrá sufrido en su carne y en su espíritu, lo habrá hecho remontar, a través de Dante —quien, hiperbolizando el «joi» terrestre de los «doctores antiguos», había hecho de Amor el factor universal de la salvación— hacia aquéllos, como Cavalcanti que, según la palabra de Dante, no decían sin fin más que su «estado». Pero la desgarradura que suscitaba en Cavalcanti el encuentro de la Dama abría el ser del cantor a la posibilidad de acceder, delante de sí, al conocimiento universal. Petrarca es el primero en probar que Amor, en su esencia, es «mal»: lejos de elevarlo por encima de sí mismo, lo disminuye; no lo ilumina, sino que lo obnubila y lo arrastra a la perdición. Tal es cuando menos la enseñanza de la cual lo convenció la lectura penitente de las Confesiones.

*

Cuya doctrina impone, para la salvación eterna del cantor, que el canto se separe de la carne del mundo. O cese.
Ahora bien, la palabra se adhiere al suelo, la carne le es consustancial, el canto es acto terrestre, nace del

[…] foco
di questa viva petra ov’io m’appoggio.
([…] fuego
de esta piedra viva en donde me apoyo)

Entonces, la enseñanza agustiniana profiere que la carne extravía. Luego, el canto. Que se encanta de cantar [J. du Bellay] hasta el «mal» sufrido en la contradicción que desgarra:

perché cantando il duol si disacerba.

(porque cantando el dolor deja de ser amargo)

En el lugar desgarrado que es el cantor, a cada poema el canto transgrede la exigencia doctrinal que quiere arrancarlo a él mismo. Diciendo el tormento de poder seguir el paso del duro deber, él olvida este tormento y este deber en el tiempo mismo donde los dice, no obedeciendo, el tiempo de mostrarse, más que a su propia exigencia —de celebrar la carne del mundo, de la cual es, cantor vuelto canto, petr-arca: de la piedra probando la dureza, pero sobre ella reinando y apoyándose, la palabra que dice el dolor de una experiencia tal, a la vez dice su propio triunfo— este «fuego» que es triunfo de la experiencia terrestre y carnal.
En el punto de aticulación de «dos postulados opuestos». De oponerse sin tregua a la ley doctrinal, el canto se descubre regido por otra ley, en principio desapercibida pero que no va más a dejar de consolidarse y precisarse: la palabra podrá siempr surgir, piedra y fuego, de los más rudos enfrentamientos; la voz más singular se encarnará en lengua, con la condición de no renunciar a nada de lo que le es propio. Frente a la autoridad impuesta, el canto que se inventa le viene a formular la revelación que se hace a sí mismo: él es

suono
di que’sospiri […]

La sustancia del canto es «sonido» transmutado de «suspiros». La palabra singular prueba que sabe cambiar el dolor en armonía de lengua. La «piedra» en «fuego». Entre la materia del canto y la sustancia del canto, el conflicto sin salida se resuelve en transmutación:

Tu m’as donné ta boue et j’en ai fait de l’or

 (Tú me diste tu barro y yo hice de él oro),

dirá una de las voces más altas de su lejana descendencia [Baudelaire].  Más será tenebrosa la relación con la materia bruta de los días de la experiencia, y más la sustancia viva de la palabra se hará luminosa. Transmutada del «barro» de los «suspiros», el «sonido» da a entender «el oro» de la «luz»:

E m’è rimasa nel pensier la luce

(y me queda en el corazón la luz)

Componiendo para reunirlos en libro los cantos dispersos surgidos de los momentos de una vida, Petrarca habrá hecho de esos «fragmentos» el breviario que enseña cómo, de aceptar oponerse a la doctrina que la obliga más duramente, la exigencia propia al canto termina por superar, en «hipérbole» como dirá Mallarmé, la contradicción y por conferir al que, a su cuerpo defendiendo y contra toda razón, se confió a ella, una salvación paralela. O competidora. Salvación laica, propia de la poesía, frente a la salvación que promete la institución eclesiástica.
En su fundamento desgarrado
                                                                         (de uno y otro lado de la desgarradura, desde el vacío, abismo de muerte advenida, se abre en dos, a través de este vacío desplegando la palabra que no deja de asir de nuevo lo que no es más para relanzarlo hacia lo que será)

, el libro, presentado en forma de breviario para-agustiniano y dando a leer un poema al día, se hace poema para un año: libro cíclico de nuestra estancia terrestre.
Abriendo el círculo, un canto extra, último, arranca el libro del suelo y lo desvanece en la luz*.

Traducción de Víctor Ortiz Partida

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