No dice la palabra,
no dice como lo hace quien dice:
«No tengo dinero, no hay para una limosna»,
la callada palabra no dice hoy: «Me debes»,
y que no diga es una bendición.
La palabra no dice, no canta en el centro del plató,
la palabra está sola, limpia su cara y se atusa el bigote,
está ahí, gordita, esperando para entrar en el baño.
La palabra salterio, la fantasiosa, la inteligente y estentórea,
no nos ha concedido una cita, no se muestra para nosotros.
Adormilados, acariciamos sin ganas la palabra cotidiana
y ésta sí nos cobija, cómo nos quiere sin que lo notemos.
La palabra cocina un potaje de amor
y es mamá regresando de comprar pastelitos para su amado perro negro,
nuestra ropa dejada a merced de la espuma en un platón con agua,
el tenedor que se enredó en las sábanas,
la mancha asimilada a un rostro en la ventana.
Ésta, la palabra que no exorna un yelmo
y es aceite turbio en el mesón de la cocina
y telaraña en el descansillo de una escalera
y trepidación de un insecto en medio de la noche,
esa llave que nada abre y conservamos por si acaso
es, ahora, la palabra.
(Pequeña camarada que aprende con nosotros a contar el tiempo,
a dividirlo y multiplicarlo y sumarlo y restarlo de lo que nos queda).