El que pega manda / Rogelio Pineda Rojas

Después de semanas de saborearlo en la imaginación, compraría por fin un cremoso y dulce sándwich helado en Abarrotes La Cumbre. El tendero, Don Fernando, acostumbraba llamarle —con voz ronca, casi enfermo de catarro— Rojo, pero su nombre era Roberto o Beto, como mamá le decía de cariño. Don Fernando usaba anteojos pequeños y alargados que se escurrían sobre el puente de la nariz al reír o cuando despachaba rápido a sus clientes, sin pausa ni flojera, siempre que pudieran pagarle. «El que paga manda», y extendía la mano con la bolsa de la compra. «Además, hay que tener ganancias rápido, rápido, señora Olguita, señora Teté, señor Luna», añadía, tronando los dedos. Había incluso mandado a construir una jardinera a un costado de los tres escalones de la entrada, en la cual sembraría una velita de pino, que al florecer recordara el inicio del negocio.

     La tienda había aparecido de la noche a la mañana, surtida hasta el cielo raso de empaques de arroz, frijol o azúcar, y envases de todo tipo que resplandecían sobre entrepaños y repisas de madera: cajas de cereal, columnas de latas de atún, frascos de mayonesa con camisetas rojas y de mostaza con camisetas café; bolsas de chicharrones, muros de pan de caja. A manera de mostrador había dos refrigeradores de helados, colocados en escuadra, que congelaban los sándwiches helados a tal punto que cuando se intentaba morderlos los dientes dolían: Beto debía guardarlos unos minutos en el bolsillo del pantalón de la escuela para que se derritieran ligeramente y comerlos. Era la única tienda de la cuadra que vendía helados. Detrás de aquellos armatostes, don Fernando despachaba también el huevo, el jamón, el queso blanco, los chiles en vinagre que sacaba de un vitrolero a puñados con la mano cubierta por una bolsa de plástico. Al fondo del local una máquina de juego de video lanzaba además su tonadilla que repiqueteaba unos segundos para iniciarse otra vez. En ésta los chicos de la escuela preparatoria más próxima —entre risotadas, empujones, incluso apuestas infantiles: «Haz lagartijas», «Grita en la calle que estás loco», «Cómete un chile»— jugaban de las seis de la tarde a las diez de la noche. La tienda bajaba la cortina de chapa metálica para cerrar a esa hora. Algunos se alborotaban el cabello al perder la partida, escupían al piso o a la pantalla; se levantaban la camiseta, éstas de colores, ceñidas, mostrando una barriga fofa, con vello alrededor del ombligo. Daban a veces empujones a la clientela y el tendero les llamaba la atención, pero en tal forma que parecía más bien un halago. «Mientras sigan echándole monedas no importa, señorita Gabriela, disculpe».
Beto los veía cuando acompañaba a Olga a comprar el litro de leche y las dos piezas de pan de agua para la cena. Compraban hacía tiempo alimentos económicos y en cantidad moderada, porque el trabajo como empleada doméstica de mamá había comenzado a faltar. Ahora la solicitaban sólo tres veces por semana en el complejo de condominios al sur de la colonia, en los que trapeaba pisos con líquidos muy mentolados, tallaba baños, planchaba ropa, almidonaba puños de camisas, e incluso, a pesar de su mal sazón, porque detestaba cocinar, mamá preparaba la comida de la familia en turno: milanesas, sopa de lata, pechugas fritas. Si sobraban alimentos, Olga los llevaba a casa para economizar gastos: la renta del pequeño cuarto donde vivían y el pago de los servicios consumían prácticamente el dinero que ganaba.
     Beto iba con ella a los condominios después de salir de la escuela primaria. Ayudaba a enjuagar la jerga y los trapos de limpia o tendía las camas de los chicos, hijos de casa, que lo invitaban a montar sus bicicletas con campanas metálicas en el manubrio y calcomanías de dinosaurios en el cuadro. Al término, sentados en la banqueta de la cerrada, comían un sándwich helado, y Beto arrancaba hojas de la libreta de matemáticas, la materia que le caía más gorda, y doblaba aviones de papel con la nariz chata, que, debido al fuerte impulso, primero hacían espirales en el viento para aterrizar enseguida suavemente en medio de la calle. Ellos preguntaban sobre el papá de Beto. Los llenaba de curiosidad saber qué se sentía no tener papá. «Una vez el mío se surtió a un tipo que le dijo de cosas a mamá en la calle», decía uno. «Ajá, el mío se peleó a pedradas en el deportivo después de un partido de fut», respondía otro. Beto mordía el sándwich y se rascaba la barbilla. Abría la boca. Esperaba un par de segundos, viendo los diablitos de las bicicletas tumbadas al lado, y bajaba la mirada, desconsolado por no tener una respuesta. Ahora que el trabajo de mamá iba a menos, no había aviones de papel ni sándwiches helados con la misma frecuencia. Olga le había pedido que dejara de ir a los condominios, que después de la escuela fuera a casa a hacer la tarea, a tender su cama, a guardar los juguetes, regados por el piso o debajo del sillón destartalado, en el bote de costumbre. A cambio, cuando fuera posible, Olga le daría dinero para comprar una golosina.
     La tarde estaba nublada, los árboles se movían nerviosos por el viento que soplaba en la calle y autos de colores iban y venían a marcha lenta. Beto anduvo los doscientos metros de distancia entre su casa y La Cumbre. En el puño traía las dos monedas que unos minutos antes Olga le había dado. Dos monedas plateadas, brillantes. «Caray, hoy me duelen los pies, Beto. Ahorita que regreses me das un masaje, hijo». Él respondió «Sí» y preguntó si no quería que trajera el pan y la leche. «No, hoy no alcanza, pero cómprate un helado, para que se te quite el antojo», y lo besó en el cachete. Se puso los tenis con agujeros en la punta, se acomodó bien arriba el pantalón escolar y salió casi corriendo.

*

Don Fernando estaba recargado en un refrigerador: veía a los tres chicos que se golpeaban alternativamente con fuertes palmadas en la nuca y que jugaban en la máquina, pegada al cuarto del baño del fondo del local, cuya puerta de cortina se mecía. Uno de los chicos se volvió a ver a Beto, quien entró en la tienda y se paró enfrente del refrigerador, inspeccionando dentro cada helado expuesto a la escarcha. Aquél, de cabeza cuadrada, codeó a otro de cabello muy largo, a los hombros, y con un grano rojo en la nariz. Ambos lo observaron recorrer el cristal y sacar el sándwich helado. «¿Qué pasó, Rojo? ¿Hoy no vino Olguita?», preguntó el tendero. Beto dijo «No» y revisó la lista de precios en el cartelón detrás. Localizó el costo. Jugueteó una, dos veces las monedas en la palma de la mano y las puso sobre el refrigerador. Los dos chicos se acercaron por detrás y el del grano en la nariz le bajó el pantalón. Beto reaccionó subiéndoselo de un salto y volvió a verlo. «¿Qué pasó, marranito? No se asuste. Invita una ficha para jugar. A lo mejor te dejamos una vida», dijo inclinándose, la boca apestaba a cigarro. Beto se quedó callado y sonrió nervioso: «No, muchas gracias»: no traía dinero. «Cómo no, gordito. Cómo que no traes, si hasta te vas a comprar un helado». Y apretó el cachete a Beto hasta hacerlo gritar.
     Asustado, con el corazón palpitándole en el pecho, volvió a ver a don Fernando, quien sonrió burlón. Beto quiso tomar el sándwich y salir de la tienda, pero el tendero le apretó el brazo: «Adónde vas, Roberto, hay que pagarlo». Las monedas ya no estaban sobre el refrigerador. El chico de cabeza cuadrada silbó una tonada de asombro y le dijo que estaba muy chiquito para ser ratero. «Hay que traer dinero, mira, como éste» y le mostró en la palma de la mano las monedas, las que Beto había puesto hacía unos segundos. «Dámelas, dámelas por favor». El chico lo empujó por el hombro una vez que quiso abalanzarse contra él. «Pinche chamaquito, no traes dinero y quieres robarme». Guiñó el ojo al del grano y los dos comenzaron a reírse. «Pero ese dinero es mío, ¿verdad, don Fernando?». El tendero se le quedó viendo al tercer chico que pateaba molesto la máquina, y movió la cabeza para acomodarse los anteojos a continuación. «Si no pagas, no te lo llevas». Beto sintió que la cabeza le punzaba, apretó la boca y empujó al de la cabeza cuadrada, que dio medio paso hacia atrás. «Cálmese, puto, cálmese, un día te van a romper la madre». El granoso le soltó un coscorrón, que cimbró la vista de Beto; satisfecho, fue a la máquina a jugar con el último chico, olvidándose del asunto. El tendero guardó el helado en el refrigerador y se limpió las manos con un trapo. «Es más, ya ni traigo tu lana. O qué, quieres que te enseñe que no traigo nada. Mira, ven», dijo cabeza cuadrada, retirando la cortina y entrando al baño. Beto lo siguió, sobándose la nuca. Cabeza cuadrada se quitó ahí la camiseta: aguada, la panza se desparramó; pecas, registros rancios de acné en las tetillas casi de mujer, brincaron. «Dame mi dinero, dame mi dinero». «Aquí está tu lana, pinche gordito». Se desabotonó el pantalón, se bajó la trusa raída y balanceó en la cara de Beto el pene flácido, largo, tupido de vello grasiento. «Ahora dame un beso, no seas puto». Beto salió tropezando del baño. «Dame dos fichas, Fer», dijo cabeza cuadrada subiéndose el cierre del pantalón y alargando el importe. «El que paga, manda, Tepoz», respondió.

Beto salió de la tienda. En la banqueta vio dos piedras al lado de la jardinera en construcción. Un escalofrío lo recorrió por la punta de los pies, los testículos y la nuca. En un suspiro tomó las piedras, dio media vuelta y las arrojó lo más fuerte que pudo. Una hizo comba y se estampó en la máquina. La otra reventó en la frente del tendero, quien bramó por encima de la musiquilla del juego de video. Los chicos salieron y Beto cerró los ojos: una patada aplastó su nariz, la boca, la frente, los ojos. Penumbra. La sangre ha mantenido desde entonces un sabor agridulce a fragilidad.

 

 

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