Un residuo sonoro / Erick Vázquez

La demolición tiene su propia lógica, su propia música. Esta acústica, esta lógica de los mazos, el staccato del martillo hidráulico, es simétrica e inversa a la lógica de la construcción. Una vez construido un edificio, una casa, se hacen invisibles el proceso, la intención de los planos, la estructura de los cimientos; sólo resta lo sensible del espacio, el dictado de una dinámica de estancia y desplazamiento, las impresiones de angustia o espacio abierto. Pero a los ojos del ingeniero o el arquitecto experimentado, a los ojos del maestro constructor, se revelan las vigas sepultadas en la losa, la estructura de un peso distribuido de acuerdo con ciertas reglas, difícilmente negociables, mecánicas; a la mirada instruida se dan a conocer lo estructural y lo disperso, la melodía de los acordes. La memoria tiene la lógica de la armonía. La teoría del análisis musical delata el método de lo que está construido para perdurar. ¿Podemos deducir los acordes con sólo tener el conocimiento de la melodía? Esto quiere decir: ¿podemos conocer cómo se sintieron, cómo fueron los habitantes de una casa, con sólo caminar por sus habitaciones?

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Hay casas que dejan de habitarse y su sentido se pierde con las generaciones de silencio; tal vez se pierda apenas unos instantes después de que se vacía de los muebles y los ornamentos. Hay algo ominoso en la demolición de una casa, una sensación de que un misterio está a punto de perderse, sin resolver, entre los escombros. Una casa deshabitada conserva exactamente el mismo código antropológico de las ruinas de civilizaciones desaparecidas: una rutina reproducida un sinfín de veces que al desvanecerse nos ha dejado la sugerencia de lo fugitivo y, como rastro, una caja de resonancia.

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En arquitectura, todo lo que está más allá de la ingeniería es filosofía. Se sepa o no, intencionalmente o no, toda construcción fuera de sus consideraciones físicas de cálculo de las lozas y resistencia de los materiales es una manera de concebir el cuerpo en el espacio, una distribución del tiempo: cuántos pasos habría que dar del baño a la cama, qué distancia debería haber de la cama a la ventana, al resto del mundo. Es como poseer el conocimiento técnico de las capacidades acústicas de los instrumentos musicales. Conocer el grupo de los alientos —ya en sí una invención de lujo indecoroso, hacer música, ilustrar los movimientos del alma con la metáfora por excelencia de la esencia vital— y las maderas, conocer el grupo de las cuerdas y los metales, significa acceder a la gramática de una armonía, a la estructura de un orden histórico mediante el diseño de un cuerpo discreto, la vibración de los materiales y la forma en que se abrazan al cuerpo humano. La historia de los instrumentos musicales es la clave corporal de la condición humana y su atadura en la existencia a un sonido que desaparece.

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La arquitectura propia de una época delata un sentido del placer, del ocio, los valores morales acerca de la sexualidad y el trabajo, la vida compartida y la clase social; comer en la cocina y una habitación alejada o cercana a la sala, y visitar un edificio viejo, es acaso como leer a un autor cuya lengua ya no se habla o nos suena extraña: el living room, el lounge, drawing room, domus et atrium, el porsche y la menestra, como leer una lengua que ha sufrido incontables transformaciones; podemos conocer, sentir la certeza de saber «cómo se sintieron los antiguos», y así caer en la ilusión de creer que las emociones no han cambiado a través de la Historia, o mejor, reconocer que esos nombres, esas palabras (tristeza, intimidad, alegría), significan cosas que han cambiado muchísimo, pero no tanto que no sepamos reconocerlas, y queda entonces una parte inconfesada, una parte inaudible, más allá del imaginario.

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Pareciera que de la existencia nada queda más allá de las palabras y los gestos, más perdurables que el granito y la forma armada del concreto en el saber de la ingeniería y las artes habitacionales. Una frase es milenaria y más sólida susurrada en la noche antes de dormir, un gesto al despedirse, pareciera que no somos más que un residuo sonoro.

 

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