No sólo los caballeros

Mario Heredia

(Orizaba, 1961). Con su novela Hijo de tigre (Grijalbo, 2022) ganó el Premio de Novela Histórica Grijalbo-Claustro de Sor Juana.

No quiero hacer dinero,

sólo quiero ser maravillosa.

Marilyn Monroe

a Gabriela Botti

Estábamos solos el silencio y yo. Un silencio hermético, que nada más existe en las habitaciones de los hoteles elegantes, donde yo he trabajado. Donde hasta el clic de la puerta es discreto. ¿Sí has estado en alguna habitación así? Además ésta era la suite presidencial, no cualquier habitación de hotel. Cómo te explicaré, era como este departamento, así de grande pero perfecta, elegante, inmaculada. Bueno, pues estaba acomodando en la bandeja las copas, la botella, unos platos y… ahí estaban. Dejé la bandeja en la mesa y me agaché. Con el dedo índice recorrí el fino tejido trasparente, lo levanté, como si fuera una enorme ala de mariposa. Luego recogí la zapatilla plateada, de Cenicienta. Era tan ligera, tan pequeña. Crucé la puerta y me acerqué a la cama, todo aquello era un océano en plena tormenta. Un caos. El olor a alcohol, a cigarro y a lo que luego supe era Chanel no. 5 envolvía el lugar. Sobre el buró había un libro: A View from the Bridge, de Arthur Miller. Sabes quién es Arthur Miller, ¿verdad? Yo sabía quién era Arthur Miller desde entonces, uno de los tantos hombres que la habían hecho sufrir. Lo abrí, leí la dedicatoria: Now is forever, Arthur. Estaba escrito en inglés, pero ya me defendía en ese idioma. Por eso entendí que el amor persistía, y eso no me gustó. Lo dejé en el mismo lugar y caminé hacia el clóset. Abrí la puerta, al mover los ganchos éstos rasguñaron la madera llenando de escándalo el cuarto. Sentí un vacío en el estómago. ¿Y si alguien llegaba? No, era imposible a esa hora. Las muchachas estaban aún en el piso de abajo, aunque se les debían de estar quemando las habas por entrar a esa habitación. Pero seguí buscando. Y ahí estaba, la tela brillaba como la plata y era tan fresca, tan líquida. Sin pensarlo dos veces lo descolgué. Luego me quité los zapatos con cuidado, el pantalón, la camisa, y me metí en el vestido. Respiré y jalé el cierre.  

Esto pasó en el 62, en febrero. Siete años antes, cuando tenía apenas quince, había ido al cine como todos los domingos con Delia mi hermana y su novio. Entonces se apagaron las luces y vino aquel descubrimiento, iluminación o lo que haya sido. Recuerdo la frase del final de la película: Si tuviera usted una hija, ¿desearía que se casara con un hombre pobre? Al contrario, desearía para ella lo mejor del mundo y que fuera muy feliz. ¿Qué hay de malo en que también yo quiera todo eso? Sí, ¿qué había de malo en que yo quisiera todo eso? Yo vivía todavía con mi familia, pero a raíz de esa película fue que empecé a pensar en salirme de mi casa, ¿qué hacía ahí?, ¿en ese barrio tan gris, tan sucio, tan pobre? Además, de joto no me bajaban, tanto los vecinos como mis padres: Un hombre debe tener las tres efes. Feo, fuerte y formal, decíanY yo no resulté ni feo, ni fuerte ni formal. Digamos que no concordaba con esa colonia. Pero volviendo a aquella tarde en el cine, cómo te diré. Mira, fue la primera vez que la vi en todo su esplendor, en aquella pantalla enorme que me tragaba enterito. Esa cabellera rubia, esos labios que derramaban miel, los ojos azules, el lunar que contrastaba con la piel casi blanca. Y luego su voz, como de niña mala, el vestido rosa, los diamantes, los hombres hermosos y elegantes. Todo aquello era como el cielo. Guau. ¿Te ha pasado algo así en el cine? Es que en verdad que esa tarde una película me cambió la vida. Yo fui ella entonces, por dos horas viví dentro de esa pantalla, y muchos años viví dentro de ese vestido.

El vestido me cerró, como si lo hubieran hecho para mí. Me miré en el espejo, pero sólo del cuello para abajo. No quería echar a perder el momento. Caminé por esa suite de puntas, como si trajera tacones, caminé por ese piso donde tantas estrellas habían caminado. Porque había visto a muchas. Yo tenía ya tres años trabajando ahí, primero de garrotero, y luego de mesero en el salón Belvedere. Yo era el niño consentido, al único que escogían para llevar las botellas de champán, los martinis secos, los tequilas a las grandes personalidades. Además hablaba inglés, sabía preparar cocteles complicados y era, como se decía antes de los caballeros, «una dama». Y no te rías. Yo había conocido a Dolores del Río, a Ava Gardner, a Elizabeth Taylor, al Indio Fernández, a Libertad Lamarque. Pero a ella no. Y ese día, sorteando sus medias y sus zapatillas, un brasier, un salto de cama, me atreví a caminar por la habitación como toda una estrella.

Un día antes había salido en Cine Mundial la famosa foto donde la actriz se mostraba sin ropa interior. Una indecencia. Ese tal Antonio Caballero se había hecho famoso por tomar esa foto, aunque él contaba después que no había sido su intención, que fue un milagro. Ese día yo estuve en la puerta recibiendo a los reporteros, que tuvieron que esperar dos horas para que llegara la estrella. Y de pronto ahí estaba, como si hubiera descendido del cielo, con su sonrisa angelical y su manita puesta en la barbilla, así, mira. Caminaba sin prisa, como si pisara sobre terrenos peligrosos. Luego se sentó y cruzó la pierna, y creo que ahí fue cuando tomó este malvado la fotografía. En fin, que yo en lo que más me fijé esa mañana y luego en esa imagen, fue en el vestido que portaba, era tan sencillo y elegante, tan de una estrella.

Como te dije antes, me salí de mi casa en parte por esa película, y en parte porque conocí entonces a un actor español del que me enamoré. Me doblaba la edad y me doblaba en la cama, como un acordeón, era un gran amante. A los pocos meses me fui a vivir con él, y me empezó a educar, así como Rex Harrison a Audrey Hepburn en My Fair Lady. Sólo que él era completamente de clóset, nadie, salvo Ofelia Guilmáin, su gran amiga, sabía que era puto. Así que cuando tenía reuniones en su departamento yo me quedaba encerrado, escuchando tras la puerta de la recámara todo lo que hablaban de teatro, de poesía, de novelistas y pintores y, claro, de cine. Ahí, y con él, conocí a Lauren Bacall y a Fellini, a Da Vinci y a Buñuel, a Andrea Palma y a Visconti, a Thomas Mann y a Passolini, a Rothko y a Bergman. Parte de mi aprendizaje consistía en llevarme a museos y al teatro, también al cine de arte, a ver todas esas maravillas. Íbamos como padre e hijo, y si Rafael, que así se llamaba, se encontraba a alguien conocido, me abandonaba y yo sabía que tenía que irme solo a la casa. ¿Por qué tanta vergüenza nada más porque le gustaban los hombres? Era un puto hijo de puta, y comencé a vengarme. Conocí a varios de sus amigos y me acosté con cada uno de ellos, me volví el amante de todos sin que él se enterara. Y además empecé a ir, por mi cuenta, al cine, pero a otros cines, a los comerciales como el Cine Roble, el Diana, al Metropolitan, el Latino, a ver todos los estrenos de Hollywood. Y precisamente en Misfits, donde mi rubia encantadora interpreta a un personaje escrito por su ex Arthur Miller, en uno de sus mejores papeles, digan lo que digan, fue que me enamoré. Le puse el cuerno a Rafael en el baño del cine, con un muchachito de mi edad. Sí, me enamoré como idiota de Rubén, que era el niño más lindo de la ciudad, y abandoné a mi mentor y me fui a rodar mundo.

Vivíamos en un cuarto de azotea, arriba de un café de chinos, atrás de la Alameda. Un amigo era el boletero del Palacio Chino y nos dejaba entrar gratis. Ahí vimos muchos estrenos, como Rocco y sus hermanos, La noche de la iguana. Vivíamos como dos vidas, una dentro del cine y otra fuera, donde, al poco tiempo, nos dimos cuenta de que teníamos que comer, que pagar la renta. El hambre y la juventud nos llevaron a cosas que no estaban muy bien, pero no hubo de otra. En más de una ocasión tuvimos que vender el cuerpo, y hasta vestirnos de mujeres para conseguir algún buen cliente. Ojo, yo no soy vestida, ¿eh? Siempre me ha gustado vestirme de hombre, aunque a veces uno flaquea. Por cierto, dicen que me veía muy bien haciendo el papel femenino. Varias veces cogimos en los baños del cine, escuchando a lo lejos la voz de Ingrid Bergman o de La Tigresa, otras sólo era un toqueteo, un beso, pero siempre con recompensa. En una de esas ocasiones me llevaron al hotel Continental, y al otro día, un señor que me vio saliendo del hotel ya vestido de hombre, se me acercó, me preguntó qué hacía, y a los pocos minutos me propuso entrar a trabajar de garrotero. Resultó que era el gerente del Belvedere. Este buen hombre me enseñó muchas cosas sobre el negocio de la hostelería, y claro, también del amor entre iguales, para decirlo de un modo apropiado. Ya estoy hablando de más, pero es que, como decía una comadre: Los hombres tan guapos y una tan fragiloza. Pero vuelvo a aquella mañana. 

Antes de quitarme el vestido me asomé por el ventanal, ahí se miraba toda la Ciudad de México, bueno, no toda, pero lo bonito de la ciudad. Y me sentí ella, la estrella de Hollywood, así, siempre mirando las ciudades desde los edificios más altos: Nueva York, Buenos Aires, París, Berlín. Siempre entre flashazos, escuchando los clics de las cámaras, las preguntas impertinentes, las invitaciones: cámara, acción y… estaban abriendo la puerta. No podía ser. Corrí al baño y me escondí atrás de la puerta.

Fuck —la escuché gritar y luego el sonido de sus zapatillas sobre el piso. No tardaría en entrar al baño, era lo lógico.

—Qué es esto —escuché. Claro, en inglés. Debía de haber visto mi ropa.

No era prudente quedarme ahí, en cualquier momento entraría al baño y sería peor, se pondría histérica como en la película Psicosis, aunque, claro, ahí a la pobre rubia le clavaban un cuchillo. Así que salí.

—Buenos días, señorita —dije, claro, todo en inglés.

Ella dio un gritito y volteó a mirarme. La vi abrir una boca enorme, como si hubiera visto al diablo, luego levantó las cejas:

—Tú tienes puesto mi… —Y soltó la carcajada.

—Perdón, señorita, yo le puedo explicar —decía yo, acercándome a mi ropa y recogiéndola del suelo. Cubriéndome aquí como si estuviera desnudo. Y sin poder dejar de ver a aquella mujer que crecía y crecía hasta tocar con su cabeza el techo. Era una diosa, era magnífica, era todo lo que yo hubiera querido ser, aunque fuera un instante. 

Entonces ella se dejó caer en el sillón y subió las piernas, dejando ver que a veces sí usaba calzones.

—La admiro más que a nadie, perdóneme, ayer que la vi en el periódico con este vestido me dije «Yo tengo que tocarlo, que verlo de cerca», y… Mire, yo trabajo en el hotel, nunca había hecho algo así, pero usted es usted y…

—Eres un fetichista o eres gay —la primera palabra la entendí, la segunda no completamente, todavía no se usaba en México, pero la intuí. Además, fetichista yo no era.

—Soy gay —dije. 

—¿Ah, sí? Quítate el vestido —me ordenó.

Yo traté de caminar hacia el baño, pero ella me detuvo.

—Aquí —quiero decirte que toda esta plática era en inglés y yo como si fuera en español.

Me quité el vestido con sumo cuidado y me puse el pantalón…

—Tienes un cuerpo hermoso —me interrumpió—, pero se ve mejor con pantalón que con vestido.

Ya no pude contestar, me terminé de vestir y, con un hilo de voz, le pedí que no me reportara, que me perdonara tal atrevimiento.

—Sírveme un whisky.

Corrí a la cantinita y lo serví, como sabía hacerlo. Puse tres hielos…

—Sin hielo —gritó.

Le acerqué el vaso, rozamos los dedos, su piel era como la del vestido, era metálica, era líquida. 

—¿Quieres mi vestido?

—Yo…

—Te regalo mi vestido. ¿Lo quieres?

—Sí, claro.

—Pues llévatelo. Y llama a la camarista para que haga mi cuarto.

Enredé el vestido y lo metí en una de las bolsas de tintorería que saqué del clóset.

—Gracias, de verdad esto ha sido lo más maravilloso que… 

—Bueno, ya vete —dijo con un tono de hartazgo.

Cinco meses después ella murió. Se mató, se tomó un montón de pastillas y se quedó ahí, soñando. Me la imagino dando brincos de una a otra de sus películas, echando la cabeza para atrás, con esa sonrisa que lo era todo. Me dieron la noticia al llegar al hotel, me quedé en un tacón. Mi diosa, treinta y seis años, los dioses también se morían, eso yo no lo sabía y me costó trabajo asimilarlo. Se hizo un reportaje de cuando había estado hospedada en el hotel, entrevistaron al gerente y a muchas personas que la habían tratado. Por un momento pensé en contar lo del vestido, pero no, eso había sido algo muy íntimo, algo entre ella y yo. El dolor debe ser de uno, el dolor no se publica. Estuve varios días agripado, por lo mismo, y no te voy a negar que lo pensé, por qué no terminar igual. ¿Qué tenía que perder? Rubén ya no estaba, nadie estaba, sólo yo. Pero no, eso sólo lo logran las personas valientes, los famosos y… imagínate, ¿quién me hubiera encontrado?, ¿un vecino? No, inflado, apestoso, qué horror.  

El 16 de febrero de 1986 demolieron el hotel Continental Hilton, y con eso el trabajo de muchos de nosotros. Desde el día del temblor yo había tenido que buscar chamba en otros sitios. No te cuento en todo lo que he trabajado porque no me creerías, pero a quién le va a importar eso. Ya ves, después de todo no me fue tan mal, he conocido el amor, tengo mi pensión y… ¿Quieres verlo? 

Mira, está como nuevo. Claro, ya no me queda. Te lo vendo a buen precio. También te puedo dar un servicio, barato, lo que quieras.

Comparte este texto: