(Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es la novela Las cenizas y las cosas (Random House, 2017).
Definiciones
Desde la segunda mitad del siglo xx, militantes, académicos y personas trans de todas denominaciones comenzaron a argumentar que la identidad de género y no la genitalidad debería determinar la clasificación sexual. Tradicionalmente, la palabra sexo se utiliza para referirse a un atributo biológico que determina las diferencias de identidad, funciones fisiológicas y actitudes que equivalen a las características masculinas y femeninas. En la teoría feminista, la palabra género se convirtió en el término más apropiado para describir las relaciones y los roles de hombres y mujeres, como señala el activista, militante trans, profesor de cuny y autor del reciente libro Sex Is as Sex Does: Governing Transgender Identity, Paisley Currah. De esa manera, la palabra sexo pasó a referirse a las diferencias corporales y la palabra género a las normas sociales que hacen que esas diferencias tengan relevancia, escribe Currah, quien considera que «el sexo no es una cosa ni una propiedad ni un rasgo, sino el resultado de decisiones respaldadas por la autoridad legal».[1] El término transgénero se usa para «referirse a gente que no se ajusta a las expectativas prevalecientes sobre el género y a aquellas que se presentan y viven en géneros que no les fueron asignados al nacer o de maneras que pueden no ser fácilmente inteligibles en términos de concepciones de género más tradicionales».[2] Así, la palabra transgénero se usa para referirse tanto a personas transexuales (quienes han usado tratamientos hormonales o quirúrgicos para alterar sus cuerpos y conformarlos con el género con que se identifican), como travestistas, drag queens y kings y personas intersexo, entre otros y otras que no conforman las normas convencionales de la apariencia. A partir de 2010, el término trans ha venido a sustituir a transgénero, tanto en el habla común como en la academia, y se usa como una categoría más flexible, aunque también presenta problemas, ya que, a pesar de ser más incluyente, no resulta serlo para todas las personas que se consideran no binarias.
Feminismos
Las perspectivas feministas de la transexualidad de la década de los setenta eran en su mayoría notablemente hostiles. En su The Transexual Empire: The Making of the She-Male, de 1979, Janice Raymond dice sin el menor pudor: «Todos los transexuales violan los cuerpos de las mujeres al reducir la verdadera forma femenina a un artefacto, apropiándose de ese cuerpo para sí mismos… Aunque la violación usualmente se comete por la fuerza, también puede ser llevada a cabo por el engaño». Para Raymond, entre otras feministas, la condición femenina dependía de tener dos cromosomas x y de una «historia de experiencias individual». Para estas feministas, la opresión sistemática vivida por las personas trans es una manifestación de un sistema misógino del cual los hombres trans son parte y las mujeres trans son cómplices, es decir, que no reconocen que existe una opresión antitrans específica que es independiente de la opresión sexista. Raymond se preguntaba: ¿por qué es aceptable que una persona sea transexual pero no lo es que alguien sea transracial? Lo que ignora ese razonamiento es que las personas trans son discriminadas precisamente por personificar la transición. Además de que ser trans no es patrimonio de una raza ni cultura ni nacionalidad. Raymond y quienes piensan como ella no parecen entender que en la inmensa mayoría de los casos las personas trans son víctimas de opresión, abuso y desprecio, en muchos casos desde que son muy jóvenes y en todos los niveles sociales. Sin embargo, la diversidad de experiencias y vivencias de las personas trans no le interesaba a Raymond en lo absoluto. En cambio, imaginaba un «imperio transexual» en la forma de instituciones médicas patriarcales (urólogos, ginecólogos, cirujanos, endocrinólogos, psicólogos y psiquiatras, entre otras especialidades), que «perpetuaban la opresión sexual a través de intervenciones quirúrgicas». Resulta sorprendente que ignorara que la transexualidad es rechazada con vehemencia por un patriarcado ferozmente transfóbico.
La percepción académica de la transexualidad cambió con el Manifiesto (post) transexual, de Sandy Stone: The Empire Strikes Back, en donde la teórica plantea que la comunidad trans es una minoría oprimida, situada fuera de las oposiciones binarias del discurso de género. Stone consideraba que las historias y subculturas transexuales eran importantes y debían ser narradas por ellas y ellos mismos. A principios de los noventa, las políticas transgénero fueron articuladas en el trabajo de Leslie Feinberg y Kate Bornstein, quienes de acuerdo con Talia Bettcher coincidían en que: «Las tres características principales de lo que podría llamarse el paradigma transgénero eran paralelas a las ideas de Stone: 1) el reconocimiento de que la opresión basada en el género era distinta, no reducible a la opresión sexista y estaba generalmente dirigida a las personas trans; 2) el posicionamiento de las personas trans como problemáticamente situadas respecto a las categorías binarias hombre y mujer; y 3) el respaldo a una política de visibilidad».[3] Estas visiones buscaban insertarse dentro del marco de las políticas LGB. Un sector feminista no cambió su postura frente a estas políticas y Raymond siguió argumentando que «La mayoría de las personas autodenominadas trans, que eran hombres, seguían de alguna manera haciendo un performance de una feminidad estereotipada y sexista».
Teoría de género y transexclusión
En 1990, Judith Butler publicó el libro ahora clásico Gender Trouble, en donde esencialmente trataba de responder a la idea de que las representaciones queer de género (drag o butch) no eran un simple espejo distorsionado de las normas patriarcales convencionales, sino que los géneros eran reinterpretados con ironía, sentido de parodia y crítica en este contexto transgresor. Para Butler, el sexo biológico es «culturalmente instituido», y si bien su trabajo tiene numerosos críticos entre los académicos trans, no hay duda de que sus aportaciones han sido fundamentales para el estudio de la teoría de género. Sin embargo, el mundo en que Butler escribió Gender Trouble es muy distinto al de hoy, cuando algunas feministas se consideran radicales porque se oponen a los derechos de las personas trans. A éstas se les llama de manera peyorativa feministas radicales transexcluyentes (trans-exclusionary radical feminist, o terfs), un término que es considerado un insulto, ya que se usa internacionalmente como sinónimo de transfobia. Es debatible qué porcentaje de las feministas actualmente se oponen a los derechos trans, pero Butler considera que no son la mayoría, sino un grupo minoritario muy vociferante que pretende hablar por la corriente dominante. En un tiempo de cismas entre antiguas aliadas, estas militantes comparten la visión de que las personas trans son estafadoras patológicas y pervertidas que deben ser excluidas de la causa feminista. El esencialismo biológico que predican las feministas antiderechos trans es retrógrado y un eco del mantra que domina las mentes de la extrema derecha, de los evangelistas y otros grupos conservadores que en Estados Unidos ahora han recuperado el poder de censurar libros, alterar los programas de educación sexual y volver a imponer la censura en temas que les parecen incómodos. En una entrevista con The New Statesman, Butler declaró al respecto de la relación entre el feminismo y la transfobia:
Dejemos claro que el debate aquí no es entre feministas y activistas trans. Hay feministas trans-afirmativas, y muchas personas trans también son feministas comprometidas. Entonces, un problema claro es el encuadre que hace parecer que el debate es entre feministas y personas trans. No lo es. Una razón para luchar contra este marco es que el activismo trans está vinculado al activismo queer y al legado feminista que sigue muy vivo en la actualidad. El feminismo siempre ha estado comprometido con la propuesta de que los significados sociales de lo que es ser hombre o mujer no se han terminado de establecer. Contamos historias sobre lo que significaba ser mujer en un momento y lugar determinados y rastreamos la transformación de esas categorías a lo largo del tiempo.
Dependemos del género como categoría histórica y eso significa que aún no conocemos todas las formas en que puede llegar a significar, estamos abiertos a nuevas interpretaciones de sus significados sociales. Sería un desastre para el feminismo volver a una comprensión estrictamente biológica del género o a reducir la conducta social a una parte del cuerpo o imponer a las mujeres trans sus propias ansiedades o fantasías de intimidación… Su sentido de género perdurable y muy real debe ser reconocido social y públicamente como una cuestión relativamente simple para conceder otra dignidad humana. La posición feminista radical transexcluyente ataca la dignidad de las personas trans.[4]
Amenazas imaginarias
Cambios sociales, como la legalización del matrimonio homosexual, los derechos gay y otros movimientos a favor de la igualdad de género y la libertad sexual han venido a visibilizar a las minorías sexuales divergentes. Sin embargo, estos cambios han desatado reacciones entre conservadores y grupos derechistas en todo el mundo, quienes se sienten amenazados por el mero reconocimiento de estos grupos e individuos. La condición transgénero dejó de ser considerada en Estados Unidos como un desorden de identidad de género en 2013 y fue denominada como disforia de género, pero esto no alivió las inquietudes de aquellos que veían en las mujeres trans (que hicieron la transición de hombre a mujer) a alguien que escondía su verdadera identidad al hacerse pasar por algo que no era. La amenaza imaginaria era que las mujeres trans acechaban a las mujeres y las niñas en los baños públicos. Esto dio lugar en 2016 a una auténtica epidemia de pánico moral que, aparte de propagarse a través de las fronteras, se volvió una causa de la reacción conservadora y dio lugar a leyes locales, estatales y federales destinadas a estigmatizar, marginar, humillar y exponer a las personas trans que se habían beneficiado de los progresos logrados en los últimos años. Este debate ocupó un lugar importante en el discurso popular cuando la creadora de Harry Potter, J. K. Rowling, se manifestó en contra de «Permitir que cualquier hombre que se creyera o se sintiera mujer pudiera invadir los baños y vestidores femeninos poniendo a las mujeres en peligro». Esta creencia presupone que el pretexto de la identificación con el género femenino por parte de personas con pene tiene como motivación darles acceso a los recintos prohibidos para cumplir fantasías eróticas o bien para violar mujeres. La ironía es que las mujeres trans son sistemáticamente marginadas, rechazadas y acosadas en los baños y vestidores masculinos a menos que oculten toda indicación de su identificación de género.
Tan sólo en 2020, legisladores de diferentes estados de la Unión Americana presentaron más de veinte proyectos de ley para tratar de impedir que las personas trans participen en deportes competitivos, desde el kínder hasta la universidad. El principal argumento es que al permitir participar en competencias a atletas trans, las mujeres cis (las personas cuya identidad de género coincide con el género asignado al nacer) resultan desfavorecidas por una competencia desleal e injusta. La controversia al respecto de la participación de atletas transgénero, particularmente de hombre a mujer en competencias de alto nivel, está muy lejos de resolverse. Incluso iconos de la cultura queer, como la tenista Martina Navratilova, quien es lesbiana, y la medallista olímpica Caitlin Jenner, que es trans, han declarado que las atletas trans tienen ventaja sobre las mujeres biológicas. En general, los atletas hombres, tras la pubertad, cuentan con grandes cantidades de testosterona (los niveles masculinos son cerca de quince veces los de las mujeres), por lo que «en promedio tienen más capacidad cardiovascular, mayor masa muscular, mayor fuerza mecánica de los tendones y huesos más densos. Tienden a ser más fuertes y altos, y sus brazos son más largos. En muchos deportes que involucran carreras contra reloj, los hombres son alrededor de un diez a doce por ciento más rápidos que las mujeres», escribe Louisa Thomas.[5] Esta ventaja no ha cambiado en décadas, a pesar de que hombres y mujeres entrenan de manera similar y siguen regímenes equivalentes. Hay una cierta convicción de que la diferencia de rendimiento entre hombres y mujeres en ciertos deportes radica en la testosterona; de ahí que el Comité Olímpico Internacional haya optado por imponer la regla de que las mujeres trans que quieran participar como mujeres pueden hacerlo después de un año de tratamiento de supresión de testosterona. Pero, si bien es clara la ventaja que aporta tomar testosterona exógena, no lo es tanto en lo que respecta al efecto de la testosterona endógena que produce el cuerpo naturalmente. Chris Mosier, un marchista trans de 41 años que hizo la transición de mujer a hombre en 2015, domina en su deporte por encima de sus competidores masculinos sin contar con el beneficio de la testosterona. La imposición de normas de regulación de la testosterona fue determinante en el caso de la corredora sudafricana cis Caster Semenya, cuyo cuerpo produce niveles muy altos de testosterona, por lo que su participación en carreras era cuestionada continuamente y a menudo se le obligaba a «demostrar» que era mujer. No se puede ignorar que hay un tufo patriarcal, misógino y colonialista cuando una institución esencialmente blanca define, vigila e impone los límites de la feminidad de acuerdo con sus prejuicios.
Un escándalo reciente en el mundo de los deportes de alto nivel fue el de la nadadora trans Lia Thomas, del equipo de la Universidad Penn. Después de cumplir con el tratamiento para reducir testosterona por dos años, comenzó a competir en la división femenil. En las competencias masculinas, Lia estaba clasificada en el lugar treinta y dos en mil seiscientas cincuenta yardas de nado libre, pero al competir con mujeres quedó en octavo lugar y ganó una carrera con un asombroso margen de treinta y ocho segundos; en quinientas yardas estaba en el lugar sesenta y cinco de la clasificación masculina, pero ganó el primer lugar en las competencias femeninas. Esto parecería confirmar las expectativas, pero, al mismo tiempo, lo que enfatiza es que Thomas es una nadadora extraordinaria y que no es posible generalizar a partir de su caso.
La publicidad que han recibido algunas mujeres trans que participan en deportes competitivos, ya sea natación, pista, box, levantamiento de pesas o artes marciales mixtas, ha dado lugar a escándalos y auténticos linchamientos en redes sociales. Éstos harían pensar que hay una verdadera invasión de deportistas trans que están apoderándose de todos los premios y medallas en las competencias femeniles. La realidad es que las atletas trans son una minoría en todos los deportes, y entre ellas son muy pocas las que están a nivel de élite. En cambio, es importante recordar que esto sucede en un tiempo en que en varios estados de la primera potencia mundial y en una variedad de países se han aprobado leyes draconianas en contra de las personas trans. Consideremos tan sólo que en Texas se están imponiendo mecanismos para perseguir, acusándolos de abuso infantil, a los padres de niños trans que han sometido a sus hijos a terapia de reemplazo hormonal.
El verdadero peligro que representa permitir leyes transfóbicas reside en que abren la puerta a cuestionamientos y exámenes invasivos a las mujeres que parezcan demasiado masculinas o sobresalientes. En gran medida, como apunta la American Civil Liberties Union (ACLU), la persecución de las personas transes otra forma en que políticos de derecha pretenden «proteger a la mujer», cuando en realidad desean controlar sus cuerpos. Además de ser un mecanismo para impedir que personas trans tengan acceso a servicios educativos y de salud, sirve para expulsar todo tipo de disidencia de género de los espacios públicos. Lejos de que las personas trans quieran apropiarse de más privilegios al «usurpar» espacios que no les corresponden, estas reglas tan sólo agudizan las condiciones que provocan que alrededor de sesenta por ciento de las personas trans padezcan de depresión y más de veinticinco por ciento considere el suicidio. La libertad de género no es lo mismo que el derecho o la posibilidad de escoger un género de manera frívola, como si se tratara de elegir una prenda, sino que es «la exigencia política de poder vivir libremente y sin temor a ser víctima de discriminación y violencia en contra de los géneros que somos», ha dicho Judith Butler.[6]
[1] Paisley Currah, «What Sex Does», The New York Review of Books, 27 de mayo de 2022, https://www.nybooks.com/daily/2022/05/27/what-sex-does
[2] Talia Bettcher, «Feminist Perspectives on Trans Issues», The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Edward N. Zalta (ed.), otoño de 2020, https://plato.stanford.edu/archives/fall2020/entries/feminism-trans
[3] Idem.
[4] Alona Ferber, «Judith Butler on the Culture Wars, JK Rowling and living in “anti-intellectual times”», The New Statesman, 22 de septiembre de 2020, https://www.newstatesman.com/uncategorized/2020/09/judith-butler-culture-wars-jk-rowling-and-living-anti-intellectual-times.
[5] Louisa Thomas, «The Trans Swimmer Who Won Too Much», The New Yorker, 17 de marzo de 2022, https://www.newyorker.com/sports/sporting-scene/how-one-swimmer-became-the-focus-of-a-debate-about-trans-athletes
[6] Alona Ferber, op cit.