Nacimiento

Luis Adrián Curiel

(Guadalajara, 1993). Estudiante de la Maestría en Estudios de Literatura Mexicana, en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Su cuento fue ganador en la categoría Luvinaria.

…el amor que deseabas yo lo tenía para dártelo;

el amor que yo deseaba, tus ojos me lo ofrecían

con su ambigüedad y abandono.

Se sentían los cuerpos y se buscaban;

la sangre y la piel comprendían.

Pero turbados los dos nos escondíamos.

Kostantino Kavafis

Néstor ha estado fumando. El olor a tabaco llega hasta mí cuando él pasa muy cerca de mi escritorio. Parece molesto o estresado, pero cómo culparlo en una situación como la suya. Entra al sanitario, donde tardará diez minutos, como de costumbre. Mientras maquinalmente realizo mi trabajo pienso en él, en lo que me dijo la otra noche acerca de su mujer encinta, en el niño o la niña que muy pronto lo convertirá en padre. También pienso en lo que Néstor hace dentro del sanitario, distraído de sus problemas y enfocado en su placer momentáneo. Me pregunto si acaso, si pudiera…

Me digo a mí mismo que no, que debo continuar con las correcciones y los pendientes atrasados. En tres días con sus noches no hemos salido del complejo de oficinas y, aunque mañana tendremos un rato libre para ir a nuestras casas, puedo verme en las noches siguientes corrigiendo los mismos errores de nuestro patrón, buscando mil y una maneras de maquillar los pequeños pero numerosos robos que hace el muy cabrón en un solo mes. La única razón por la que continúo en este turno es por Néstor, sólo por él.

El mismo pensamiento de antes me invade. Entonces dejo en el escritorio los folios que reviso y me levanto súbitamente. Camino hasta el pasillo y con mucho sigilo recargo mi cabeza contra la puerta del sanitario. El sonido del ventilador de la oficina es el único murmullo que percibo, y entonces, cuando pienso que es suficiente, escucho un ligero, apenas perceptible gemido entrecortado. Una gota de sudor corre desde mi cuello por toda mi espalda. Permanezco segundos allí, gélido como una estatua, pero esos segundos parecen todo y nada. Soy uno con la puerta. Soy un hierro al rojo vivo que se moldea a voluntad. Si girase la perilla y abriese esa puerta, mi voluntad sería de él.

Escucho un silbar acompañado de pasos que vienen del exterior. Me retiro de la puerta y del pasillo, y quedo a mitad de la oficina cuando entra Alfonso, el vigilante. Trae unos paquetes de lo que debe de ser comida. Me pregunta si todo está bien. Emito un seco sí y le pregunto qué trae en las bolsas que carga. Una sonrisa incrédula nace en la pequeña boca del muchacho. Apenas debe de tener la mayoría de edad, pienso al observar su menguada figura y el incipiente bigote que se esfuerza en crecer. Hamburguesas y dogos, de los que te gustan, responde socarronamente. El antiguo velador apenas si reparaba en Néstor y en mí, eso cuando no permanecía roncando en el sueño de los justos. Me pregunta por mi compañero, pero no hace falta responder pues el sonido de agua que corre en el escusado da cuenta de Néstor. Nada más salir del sanitario, mi compañero toma su cena y se sienta muy cerca del ventilador. Comemos en silencio, salvo por el joven vigilante que cuenta con lujo de detalle el aspecto de la muchacha que se encontró en el puesto de comida. La morrita estaba superbuena, me cae. Vieran los ojos que me echaba. Néstor lo manda a callar diciéndole que sólo piensa en pendejadas, provocando que Alfonso le miente la madre y se vaya a otra parte del edificio. Los dos terminamos de comer y regresamos al trabajo justo cuando llega la medianoche.

El calor es insoportable. Sudo a mares y no puedo enfocarme en el trabajo. Además de los destrozos de fin de mes, el patrón está apoyando la campaña electoral de su cuñado para obtener un escaño en el Congreso local, de manera que ahora nos tiene elaborando notas y artículos para vender su buena imagen en el boletín del grupo empresarial. Todo es un fiasco, suelta al aire Néstor. Le digo que sí y aprovecho para mirarlo a la cara, sin pena ni de reojo. Su rostro se muestra angustiado y cansado, con ojeras profundas y la frente sudada. Los rizos de su cabello enmarcan una belleza apagada, pero bella aún. Me atrevo a preguntar por Martha, para disimular mi mirada incisiva, pero él tan sólo responde que el niño está por nacer. Sé de sobra que su relación con Martha está en muy malos términos, por no decir acabada. Desconozco los detalles, pero sé que la angustia del nacimiento de su hijo, aunado a la ruptura sentimental, lo tiene en un constante vaivén entre la culpa y el miedo. ¿Qué le espera a ese niño?, ¿a esa niña?, imagino que se pregunta. Dolor, miedo, abandono, son las respuestas.

En busca de provocar algo, y con pretexto del calor sofocante del interior, me deshago de camisa y corbata, quedando en camiseta sin mangas. Me acerco al escritorio de Néstor para refrescarme con el ventilador. Noto que mi compañero me observa de reojo. Sé que así es y no lo he imaginado. Le pregunto si no quiere hacer lo mismo. Total, la noche es larga y mucho el trabajo que resta. Veo la duda en la mirada de Néstor; ¿será el deseo? Se levanta nervioso y menciona que irá a tomar aire fresco. Una pequeña victoria me anima a continuar mi quehacer.

Néstor fuma. Lo sé. La ventanilla está abierta y el humo del cigarrillo entra al pasillo, donde permanezco de pie. Inhalo el humo exhalado por Néstor, el humo que ha entrado por su garganta hasta sus pulmones, y de regreso al exterior, hasta a mí. Imagino que el aire que respiro es parte del mismo Néstor, de sus problemas y pasiones, de sus deseos ocultos y del miedo que lo atormenta. Quisiera poder ayudarlo, pero ahora sólo me quedo quieto, siendo uno con su aire y su esencia.

De regreso al interior, Néstor me encuentra en el pasillo. Viene en camiseta y se detiene frente a mí. Parece querer decirme alguna cosa. El tabaco lo ha relajado, es evidente, pero me pregunto si lo suficiente para obrar lo que tanto he esperado. Cuando se acerca aun más puedo sentir el calor que irradia su piel. Levanto la mirada y veo algo distinto en sus ojos. Un sentimiento nuevo que germina y que comienza a nacer, es lo que imagino. Me pregunta si quiero acompañarlo a fumar. Con una sonrisa le respondo. Salimos y el viento del exterior refresca mi piel. Nos sentamos sobre la barda del balcón. Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.[1] Fumo atropelladamente por lo que sucede, por lo que está por suceder. Está pronto a amanecer. Pienso en las posibilidades y los obstáculos, y me pregunto qué piensa él. Con un miedo profundo llevo mi mano a su pierna, y cuando él me mira me pregunto qué será lo siguiente que hará. No tiene tiempo de reaccionar pues una llamada llega a su celular. El ruido causa un sobresalto y nos separamos con hosquedad. Él responde y su semblante cambia de inmediato. Asiente y hace una infinidad de preguntas. Pero ellos están bien, ¿verdad? Se despide prometiendo estar allí de inmediato. Entonces se aleja muy alterado y tan sólo alcanza a decir que su hijo acaba de nacer. Su mirada muestra alegría y tristeza a la vez. Se marcha y me deja solo. También en mí nace algo nuevo.


[1] Fragmento del cuento «El manuscrito de Sabas», de Juan Fernando Merino (Luvina núm. 98, Primavera 2020, pp. 38-46).

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