Esperando a Irene

Juan Fernando Merino

(Cali, 1954). Su libro más reciente es La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos (Editorial Panamericana, 2022).

Uno de los protagonistas de esta historia verdadera —hasta donde puede ser verdadera cualquier historia que se traslada al papel— habita un barrio al sur de Brooklyn y es poseedor de cuatro aves exóticas, dos gatos de Bali y un perro ovejero irlandés.

Un segundo protagonista vive en un pequeño apartamento del Alto Manhattan rodeado de periódicos, revistas y papeles de toda índole (más preciso sería decir arrinconado por ellos, pero ya volveremos al tema) y tiene por única compañía a un gato llamado César, a quien no parece importarle en absoluto el desorden inconcebible y se pasea altivo como un príncipe por entre los rimeros de libros y escombros de papel impreso.

Terceramente, aunque debería haber sido mencionada en primer lugar, Lupita Ñeca O’Farrill, cantante de renombre en los años sesenta, viuda del gran compositor de jazz Arturo Chico O’Farrill, pintora ocasional de gran talento, acompañada hasta hace poco por su querido gato persa Igor Stravinsky IV y amiga mía desde hace una decena de años. De hecho una amiga muy cercana, hasta tal punto que este fin de semana me invitó a quedarme en uno de los cuartos de su amplio apartamento en el Upper West Side de Manhattan para conversar, tomar unos vinos y compartir algunas de sus especialidades gastronómicas mientras se acerca, se abate sobre Nueva York y se aleja el huracán Irene.

No es el momento de presentar a Luisito, el bongosero. Ya irrumpirá en el relato a su debido momento, o tal vez indebido, con la carga de sus enormes pérdidas y su casi total desamparo. Y no hace falta
presentar a la señorita Irene, primer huracán en ciento veinte años en amenazar de frente y por todos los costados a una ciudad que sabe mucho de muchas cosas pero muy poco sobre huracanes.

El caso es que la noche previa a la posiblemente arrasadora visita de Irene, esas cuatro personas se verían vinculadas en una trama singular, un pequeño drama, si es que hay dramas pequeños para quienes tienen las defensas bajas y la sensibilidad exacerbada.

¿Por cuál piso comenzar? ¿El noveno de Mijail, el primero de Lupita o el sótano de Giancarlo en Brooklyn? ¿O por el subsuelo de Nueva York, donde se encuentra Luisito, quien después de ser expulsado de su vivienda el día anterior tras varios meses de no pago dormía intermitentemente mientras cubría una y otra y otra vez la ruta del subway Q entre Coney Island y Astoria?

 Que lo decida un dado. Sale el cinco. No vale, pues el cinco soy yo. Lanzo de nuevo. El dos. O sea, el apartamento de Lupita en la esquina de la avenida West End y la calle 88, Chico O’Farrill Corner por decreto municipal 872 de 2005. No es la ocasión de describir el sitio en detalle; baste con decir que es una especie de museo del jazz, con las paredes repletas de carteles de conciertos, artículos de prensa enmarcados y fotos de los músicos más insignes que tocaron con O’Farrill, además de escenario de veladas musicales, de cenas deliciosas o de concurridas tertulias en las cuales se han conocido muchas personas que ahora son pareja y otras tantas que han dejado de serlo.

Como se dijo, no hace mucho tiempo Lupita perdió a su amado Igor Stravinsky, cuarto y último de una dinastía de gatos persas (el maestro O’Farrill sustituía cada fallecido con otro persa lo más parecido posible al anterior), pero por supuesto no ha perdido el cariño inveterado por los felinos y una conexión muy poco usual con ellos, razón por la cual varios de sus conocidos en el edificio le piden que se encargue de su respectivo o respectivos gatos cuando se van de vacaciones, son internados en el hospital o deben viajar intempestivamente.

Este fin de semana del huracán Irene, Lupita está cuidando gatos en los pisos cuatro, siete y nueve, pero sólo viene al caso para esta historia César, el gato del nueve, príncipe de los papeles y propietario del profesor de filosofía Mijail el ucraniano, en este momento atrancado en Baltimore a causa de la emergencia. Mencionaba arriba el desorden que impera en el apartamento de César y Mijail. Un eufemismo. No encuentro manera de describir el hábitat sin desviar la historia de su cauce. Digamos que hay tal cantidad de libros, manuscritos, periódicos, revistas, recibos de pago, fotocopias de artículos sobre filosofía (o sobre lo que sea) y papeles, sobre todo papeles sueltos, que sólo quedan disponibles para caminar estrechos senderos, y a la fecha en que escribo esto una avanzadilla de aquel material impreso ya se ha tomado tres cuartas partes de la cama doble de Mijail.

El siguiente: mientras Luisito, el bongosero, rueda y rueda acostado como mejor puede en un asiento del subway entre los condados de Brooklyn, Manhattan, Queens y viceversa, Giancarlo Monteleone coloca sacos de arena en los resquicios inferiores de la puerta y en las escaleras que dan al sótano de su casa de dos pisos en la sección de Flatbush en Brooklyn. En el sótano conviven las aves exóticas, los gatos y el perro que se mencionaron, y se almacenan tal cantidad de muebles, adornos, recuerdos de familia, prendas de vestir y objetos comunes o inusitados que dejaron al morir sus progenitores, que Giancarlo jamás ha logrado encontrar los muchos miles de dólares que su padre supuestamente guardaba en un sitio seguro para alguna contingencia adversa.

Giancarlo fue hijo único de una modesta pareja de inmigrantes de la región italiana de Bari que amasó una cantidad considerable de dinero (del padre se sospechaban vínculos, sin confirmar, con la Cosa Nostra) antes de morir juntos en un accidente de automóvil. El muchacho recibió educación en escuelas y universidades de renombre, que complementó con su pasión multifacética por las artes. De los padres heredó una suma importante de dinero, la casa de dos pisos y sótano en Brooklyn, un Cadillac ahora muy vetusto, el gusto por la bebida que en las noches extraviaba al padre y el amor por las mascotas que profesaba la madre.

Giancarlo, quien hace un par de meses cumplió setenta años, desde hace treinta y dos años no trabaja, en el sentido más o menos estricto de la palabra. De cierta manera, si Mijail el ucraniano es prisionero de sus papeles, Giancarlo es prisionero de sus animales. Lleva muchos años sin alejarse de su casa más de cincuenta kilómetros y más de seis horas. Y es que no ha encontrado ningún vecino con el talento y la sapiencia para alimentar, asear y mimar a cuatro cacatúas de Nueva Guinea, un perro ovejero irlandés y dos gatos de Bali. Si alguien me pregunta cuándo y por qué Giancarlo empezó a acumular mascotas exóticas, la verdad es que no lo sé. Los animalitos de Orietta, su madre, eran por el contrario criaturas del común, muchas veces indefensas, que encontraba enfermas o abandonadas en las calles.

Ahora pasemos a las conexiones entre los protagonistas de la historia mientras Irene se queda estacionaria, momentáneamente, en el sur de Nueva Jersey: Giancarlo se ha hecho amigo de Lupe, pues entre sus pasiones figura el jazz latino y es gran admirador de la música de Chico O’Farrill (no falta un domingo al club de jazz Birdland, donde sigue tocando su gran orquesta, ahora dirigida por el hijo, Arturito O’Farrill). Giancarlo no conoce a Mijail el ucraniano ni a su gato César (que no es nada exótico), pero sí a Luisito el bongosero, que entre dormido y despierto sigue rodando en un vagón del subway la mañana del sábado, aunque no por mucho tiempo, pues a mediodía se va a suspender todo el transporte público de Nueva York. Lo conoce porque Luisito, en su buenas épocas, fue percusionista en la orquesta de su admirado Chico O’Farrill y de cierta manera sigue vinculado a ella: desde hace unos años se encarga de clasificar y fotocopiar partituras, almacenarlas en la oficina de la orquesta y colocarlas en los atriles de los músicos antes de cada concierto dominical, una ocupación que pecuniariamente no representa mayor cosa pero que de manera oblicua lo mantiene vinculado a su mejor momento vital, antes de que empezara la dispersión y las pérdidas ocasionadas por la separación abrupta de la madre de su hija, una serie de malas decisiones y la adicción a uno de esos vicios con los que constantemente nos tienta la vida.

Giancarlo y Luis han coincidido un par de veces en reuniones en casa de Lupe y muchas veces en la barra del Birdland.

Y de repente, como la amenazante Irene está por llegar en pocas horas, el sistema del subway se interrumpe un poco antes de lo previsto y todos los trenes se detienen en la siguiente estación que les corresponda.

Y también de repente, poco después de mediodía, la llamada de clemencia. Mientras Lupita y yo miramos en la televisión las noticias de los desastres que el huracán ha causado en otros estados, Luis llama para contarle que la noche anterior lo han expulsado de su vivienda, ¡faltando treinta y sesis horas para Irene!, y que no tiene dónde dormir. Tampoco tiene empleo fijo, ahorros ni seguro de desempleo, pero de todo eso sólo nos enteraríamos después.

Lupita ya no tiene habitaciones libres en su apartamento, copado por amigos y familiares que vinieron a refugiarse allí por temor a la tormenta o para compartir otra estupenda velada de charla y música con el pretexto de la emergencia. Pero en cuestión de segundos encuentra una solución que parece razonable: Giancarlo vive solo en una casa grande de dos pisos y medio y probablemente necesita ayuda para los preparativos de defensa antes del huracán.

¡Ni hablar!, responde Giancarlo. A Luis el bongosero lo aprecia pero él ahora tiene una gripe fuerte, los animales se alteran muchísimo con la presencia de desconocidos y las cacatúas pueden ser muy agresivas con los seres humanos que invaden su espacio, sobre todo al amanecer.

Segunda opción: la cuarta parte de la cama de Mijail el ucraniano, siempre y cuando a Luisito no se le ocurra tocar ni uno solo de los papeles que ocupan, que invaden y paulatinamente siguen avanzando desde las otras tres cuartas partes de la cama. El bongosero acepta agradecido y aparece hora y media después, tras una larga caminata por una ciudad sin transporte público y con poquísimos viandantes. Está exhausto y tras una brevísima charla se va a acostar en la cama de Mijail, separado de sus sábanas por un sarape y una almohada de Lupe para que el propietario no huela que alguien ocupó la cama en su ausencia. Si es que no lo delata el gato César. Que por cierto, en cuanto abrimos la puerta se oculta en medio de zapatos, maletas, libros, ropa y otra decena de objetos entre el colchón y el cielo. Quería escribir el suelo, pero no importa; bien sabemos que los gatos tienen otros parámetros.

Todo es relativo en esta breve y espinada vida, pues lo que a casi cualquier otro neoyorquino le habría parecido un lugar calamitoso (repito, hay tantos papeles y publicaciones de todo tipo y en diversos grados de amarillamiento que a duras penas se puede caminar por el apartamento sin tropezarse), después de pasar varias horas tratando de dormir en un vagón en movimiento del subway de Nueva York, a Luis le parece una recámara de palacio lusitano. Allí se queda con una provisión de frutas, una toalla limpia y un perfume de Lupe para combatir los malos olores del papel viejo, la acumulación de polvo y el hedor que emana de la cantidad de telarañas abandonadas, si es que las telarañas huelen.

Luisito iba a dormir como un santo en medio de aquel purgatorio de papeles no clasificados y a estas alturas posiblemente inclasificables. Diez horas tratando de dormir en un vagón del subway deben equivaler a media hora de sueño real, a medio minuto de ensueño… Iba a dormir, habría dormido muchas horas, hasta el día siguiente, pero a las seis de la tarde llegó la llamada de otro desesperado, si bien un desesperado con dinero, con herencia y con mascotas: Giancarlo Monleone.

 Con las lluvias intensas que preceden a Irene, su sótano ha comenzado a inundarse y necesita ayuda urgente para bombear el agua y salvar sus valiosas pertenencias: las incontables e igualmente inclasificables herencias de sus padres y sus abuelos. Él ya no tiene edad, ni ánimos ni salud para esos esfuerzos y ya que Luis está en casa de Lupe y se encuentra en una situación difícil, le ofrece 50 dólares la hora más el costo del taxi para que viaje del centro de Manhattan al sur de Brooklyn y le ayude a salvaguardar el sótano y subir a ras de tierra, antes de que llegue el huracán, ciertos objetos que de ninguna manera puede perder.

Por supuesto, Luis acepta la propuesta.

A esta hora, mientras Irene avanza lenta e inexorablemente hacia Nueva York, Luis el bongosero estará avanzando en un taxi rauda aunque somnolientamente hacia Brooklyn. Entretanto yo brindo con mi anfitriona y espero lo mejor para todos: que la ciudad se inunde un poco, no mucho, pero un poco, pues de otra manera nadie volvería a creer en alarmas graves por emergencias climáticas, que Mijail el ucraniano no se entere de que un músico sin domicilio ha ocupado la cama de sus pesadillas, que Lupita O’Farrill pinte en uno de sus lienzos alguna imagen que nos recuerde lo que ha sido este inusual día esperando a Irene, que las cacatúas de Giancarlo no sean hostiles con Luisito en la noche o al amanecer, y que un nuevo día llegue para todos.

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