Para leer Farabeuf hay que tener una ouija

Paulina Gamboa Tamayo

(Culiacán, 1999). Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Con este ensayo obtuvo
el premio en la categoría Luvinaria.

¿Recuerdas?…

Es un hecho indudable que, precisamente en el momento en que comencé a leer Farabeuf, renuncié a la posibilidad de terminar el libro con una interpretación medianamente razonable. Lo que aquí presento es mi mejor tentativa por esclarecer un poco aquellas ideas que leí o que, cabe la posibilidad, creí haber leído en la novela. Introducción poco ortodoxa para un ensayo autoconsciente, pero no podemos ignorar la insensatez manifiesta en la propuesta narrativa de Salvador Elizondo. Expongo aquí, inspirada en Proust y los signos, de Gilles Deleuze, cuatro signos decisivos en mi lectura de Farabeuf. Estos signos encierran elementos que funcionan como punto de apoyo a los personajes de la narración, quienes están en la búsqueda de una de las respuestas más anheladas por el ser humano, y cuya pregunta revelaré más adelante. Aclaro, sin embargo, que, como a muchos, la respuesta también me ha sido negada y el debate se mantiene abierto.

r…e…m…

Un espejo contiene todo el mundo, y algunas veces, un espejo puede ser el mundo (cien…). Los primeros signos que localicé en la novela de Elizondo tienen una naturaleza representativa o, en su sinonimia más acertada, poseen un carácter reflexivo (noventa y nueve…). Vistos desde la física, bien podrían ser signos de choque o signos de desviación, pero como mujer de letras he optado por nombrarlos como signos reflejantes para ahorrarme la presunción y las investigaciones científicas (noventa y ocho…). Es fácil adivinar que estos signos se refieren a todas las manifestaciones que se relacionan con el espejo del Farabeuf (noventa y siete…). En esta obra, el espejo funciona como la acción imaginante de Gaston Bachelard. Imaginar es, pues, establecer una búsqueda de lo que está oculto a los sentidos o, desde la misma óptica, deformar las imágenes presentes para revelar una imagen ausente (noventa y cinco…). En el caso de Farabeuf, aquello que está oculto a la vista de los personajes —e incluso a la del lector— es la esencia del humano que se observa en el espejo, éste es el enigma del libro (noventa y cuatro…). El reflejo encierra una imagen aberrante de la realidad, que a su vez constituye la imagen del presente, la imagen de la realidad que se está viviendo en el momento de la contemplación. Estos signos exhiben situaciones que no son partes formativas de la realidad en la que se encuentran los personajes, pero que no se alejan de ella, sino que existen a su par como los lados de una moneda, o bien funcionan por sí mismos como una realidad alterna.

 A la manera de los filósofos de la época clásica, los espejos también me intrigan: en ellos está presente la facultad de multiplicar la realidad; en su materialidad reflejante obtenemos la intersubjetividad del texto, aquella propiedad que permite otorgarle al mundo un carácter particular. Pero no hay que dejarnos engañar por la magnitud de este concepto que a primera oída parece contener matices estrepitosos; se trata sencillamente de la búsqueda de la identidad y de la esencia del humano que, como ya he dicho, están ocultas a la vista del observador. La imagen presente es el humano que se vislumbra multiplicado, y la imagen ausente corresponde a las cuestiones que hacen de este humano un ser capaz de preguntarse sobre todas las cosas que le permiten ser él mismo. Dicho de otra manera, quizá más amable, la multiplicidad del espejo expresa la esencia que permite individualizar a los personajes. Esta individualidad tiene como propósito crear una identidad que no logra ser concretada debido a los efectos de la fotografía del supliciado chino. El espejo posibilita la duplicación de los personajes y crea una dualidad de dualidades conformada por una Mujer/Enfermera y un Hombre/Farabeuf, cuyos espacios alternan entre el recuerdo y la realidad.

La fotografía es otro de los signos que contiene la obra, hablo aquí de los signos de incertidumbre, cuyo nombre explicaré más adelante. Antes de ello, es importante establecer una imagen precisa de lo que la fotografía captura en su momento. En ella tenemos a un hombre moribundo que está siendo torturado por medio de un método conocido bajo el nombre de Leng T’Ché o, en español, la «muerte por mil cortes». La fotografía significa la aprehensión de un instante de muerte, el retrato inmóvil de un hombre que morirá por la eternidad en esa hoja de papel de fibra, de resina o de cualquier material utilizado para revelar el calvario en el negativo. La fotografía es la realidad de la materia inerte de la que habla Jorge Wagensberg, aquella que ya resiste a la incertidumbre de su entorno pero que no lo modifica. En ella no es posible crear una identidad que nos permita distinguir la esencia de la persona retratada; no se trata de un hombre o de una mujer, sino de un conjunto de hombres y de mujeres que nacen y mueren, que son y no son a partir de la imagen. Para la dualidad de dualidades, el supliciado son ellos y ninguno. Yo misma me encuentro en la fotografía, por ello he catalogado estos signos como signos de incertidumbre.

El alma distendida y que medita y que sueña una inmensidad parece esperar a las imágenes de la inmensidad. El espíritu ve y revé objetos. El alma encuentra en el objeto el nido de su inmensidad

(Bachelard, 2016: 228)

La fotografía se inserta en la realidad de los contempladores como una propulsora de la realidad del sueño que se proyecta en el espejo. En su forma de ensueño, la imagen se transforma en un principio de creación; esto porque la Mujer y el Hombre, vistos en los reflejos del espejo, encuentran un estímulo sexual exacerbado en el retrato del supliciado andrógino. Su dolor, un dolor que pertenece a todos los seres y a ninguno de ellos, es comparado con una forma de intensidad en apariencia distinta: el orgasmo. Así, ambos se entregan al acto sexual en repetidas ocasiones o —no queda claro— en repetidos recuerdos. Pero esto no concluye aquí, pues, en cierto punto de la novela, la figura del andrógino toma la forma de un Cristo crucificado y pasa a ser el energeîs que Roberto Calasso describe con tanto fervor en sus publicaciones. En diversos puntos, la imagen se convierte en un ídolo pagano.

«¿De quién era ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?» (Elizondo, 2017: 58; el subrayado es mío). Aterrizamos entonces en el tema del ocultismo y de los tratos con el diablo. Farabeuf comienza con un signo brujo. ¿Cuál es este signo del mal, preguntamos? Los juegos de adivinación, concretamente la famosa ouija o su gemelo oriental, el I Ching (en español Libro de las mutaciones). A estos signos los he denominado como signos mnémicos, y con ellos indico la memoria. En la novela, la memoria tiene un papel protagónico de primera calidad, ella es el medio a través del cual es posible insertar elementos del pasado en el presente de la narración. Esta idea de las imágenes aberrantes también pertenece a la poética de Bachelard y se complementa bastante con el concepto de imaginación que hemos revisado. Al seguir esta secuencia me he dado cuenta de que, tal como planteaba Mijaíl Bajtín, la imaginación sólo es posible en el acontecer de la memoria.

Casi cincuenta páginas después nos volvemos a encontrar ante la misma pregunta, esta vez con una modificación verbal: «¿De quién es ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?» (Elizondo, 2017: 107; el subrayado es mío).

La fotografía pertenece a todos los tiempos, desde aquéllos representados en los reflejos del espejo hasta aquellos que ocurren durante el tiempo de la narración. La ouija es el medio para responder a la pregunta sobre el cuerpo; atiende, pues, al terreno de la memoria y de la perseverancia: si encontramos la identidad del retratado, entonces podremos definir nuestra propia identidad y podremos modificar la incertidumbre. Seremos, consecuentemente, materia viva. Por estas razones considero que la ouija o el I Ching son el conducto básico que permite introducir las imágenes ausentes (un paseo por la playa, el testimonio de una tortura, la excitación sexual, etcétera) a la memoria de la Mujer/Enfermera y del Hombre/Farabeuf, a pesar de que la Mujer es quien ha recurrido a la tabla y no el Hombre. La obtención de la respuesta sobre la identidad del cuerpo corresponde al método para lograr la individualización de los personajes.

Si la fotografía es la incertidumbre, la posible respuesta de la tabla mágica sería el conato, pues los personajes apuestan en ella para defender su identidad. Gilles Deleuze afirma que aprender es recordar, o en otras palabras, que todo acto de aprendizaje conlleva una interpretación de signos. Puesto que la ouija contiene los signos mnémicos que irán introduciendo las imágenes ausentes, ella misma es el aprendizaje. Corresponde a la dualidad de dualidades el interpretar las imágenes o signos que recuerden a través de este medio, y en su interpretación, lograr descifrar el misterio de sus identidades. En Farabeuf, la ouija tiene más formas de las que llegué a considerar en un primer momento; ella es la memoria, la perseverancia, el aprendizaje, pero sus signos se mantienen en lo mnémico. La forma física de la tabla se localiza en la realidad inmediata de los personajes, mientras que sus evocaciones pertenecen al mundo del ensueño y, por lo tanto, mantienen una enorme relación con los signos reflejantes. La memoria existe entonces entre el espíritu y la materia de las dualidades protagónicas.

El alma es solidaria del cuerpo como de su instrumento, pero no como de su causa. Sin el cuerpo, el espíritu no puede actuar y trabajar, pero sin el cuerpo puede ser.

(Jacques Chevalier, citado por Barlow, 1980: 57)

¿Será que la memoria es una especie de alma? Yo soy, yo soy, yo soy. ¿Pero cómo soy? ¿Por qué enunciarme tres veces no me concreta? Cualquiera podría decir que es o gritarlo, pero esto no lo determinaría como materia culta. Yo soy, yo soy, yo soy, y otros pueden ser a un mismo tiempo. ¿Pero, pueden estar? La respuesta es que sí, pero no en el mismo espacio que yo ocupo. Donde quiera que esté, yo soy el dueño de mi espacio, nadie puede estar donde yo estoy.

El último signo que he localizado en la novela es uno que reúne todas las realidades en un mismo lugar (¿será que son?). A estos signos los he identificado como signos aglomerantes y se focalizan en el 六 o liú chino. En su lengua de origen, este carácter significa «seis», pero en el libro es mucho más que eso. En Farabeuf, este signo contiene principalmente dos cosas: la forma en la que se dispone al supliciado para iniciar su tortura, y la forma de una estrella de mar. Realidad y recuerdo. Materia y espíritu. No es, sin embargo, una respuesta absoluta o el punto donde se concentra la individualización de los personajes.

El liú aparece como la representación simbólica de la búsqueda de la afirmación del ser. Por un lado, reproduce los elementos materiales que pertenecen a la realidad, como la fotografía del eterno moribundo y las fuerzas que ésta encierra al unísono como la potencia vital, el energeîs, la figura de un dios pagano, la incertidumbre y la aprehensión del instante; todas ellas altamente significativas para el Hombre/Farabeuf y la Mujer/Enfermera en su búsqueda por la definición de su ser. Por otro lado, el carácter manifiesta simbólicamente los elementos que se encuentran en el terreno del recuerdo o del espíritu, tales como los sentimientos de deseo y lujuria, y las memorias reales o falsas que se ven a través del espejo, como el paseo por la playa, un niño construyendo un castillo de arena y el inminente rechazo de la Mujer hacia una estrella de mar. Sin embargo, a pesar de que el liú reúne varios de los elementos que se localizan en las otras categorías semióticas, no logra transferir las dualidades protagónicas de un estado de materia viva a uno de materia culta. Esta incapacidad de traslación se debe a una conducta bastante sencilla: el 六 jamás aparece mencionado de forma consciente.

Los hombres no somos bestias. Los hombres no somos animales. Los hombres, algunas veces, no somos ni siquiera hombres. Adivina, adivinador… ¿Entonces qué somos? De ahí que una de las cuestiones más importantes que nos podemos llegar a plantear se relaciona con nuestra naturaleza como seres humanos, e incluso, únicamente como seres. Esta pregunta es justo lo que Farabeuf se propone indagar, a pesar de que la novela no es un intento por otorgar una respuesta; se trata de sembrar la idea en el terreno fértil que es la mente del lector activo. La novela en sí está repleta de incertidumbre, pero contiene muchísima perseverancia. Para que los personajes lleguen a concretarse como materia culta, materia que resiste a través de la anticipación, materia que cede a la inteligencia, o cualquier otra manera de nombrar a todo aquello que conoce, es necesario que en alguno de sus puntos emerja la conciencia, por ello no es posible que los signos aglomerantes en el liú funcionen como concluyentes —sería todo un regalo para el hombre que el reunir sus componentes en un mismo espacio revelara sus motivos de existencia—. Los signos aglomerantes son conflictivos desde el instante en que se muestran representados por un mismo carácter, éstos contienen una gran cantidad de atributos reflejantes, mnémicos y de incertidumbre, pero se destruyen sin dejar espacio para la misericordia a partir de que se los agrupa en un mismo terreno.

Así, sin saber cómo ni cuándo, nos encontramos ante el final del libro. Llegados a este punto, la mención de los signos ha sucedido en repetidas ocasiones y cualquier tipo de entendimiento que hayamos creído obtener hasta el momento se deconstruye a través de las palabras de Elizondo. ¿En qué momento se insertó un tercer personaje en la realidad de la narración? ¿Cuándo dejó de hablar el Hombre/Farabeuf, cuándo la Mujer/Enfermera? ¿Quién de ellos existe dentro de la historia? Al lector le entran ganas de llorar al ver que las cosas marchan por un rumbo diferente en cuestión de páginas. Ante esto, es necesario —si se desea mantener la estabilidad emocional, siempre tan difícil de dominar— detenerse un momento y exclamar «¡Qué importa!», para después seguir como si nada de ello hubiera ocurrido; porque como establece Bajtín con una sabiduría que me socorre, la forma de una vida representada en una novela es la forma de la novela. ¿Y cuál es la forma de vida que se representa en Farabeuf? Una lucha contra la incertidumbre.

¿Recuerdas?… Es un hecho indudable que precisamente en el momento que terminé de redactar me sentí envuelta por una fatiga interminable (noventa y cinco…). Ni qué decir sobre las ideas que se posaron en mi cabeza, ni sobre la nueva búsqueda de premisas que me ayudarán a constatar que mi existencia es, efectivamente, mía (noventa y seis…). Ni qué decir sobre cuál podría ser la posible identidad del dueño de mi existencia (noventa y siete…). Importa mucho más saber si soy real en el plano en el que me posiciono, porque, tal como he leído, ¿qué tal si soy la fantasía de otro que me sueña o el personaje de algún guion fétido inacabado? (noventa y ocho…). ¿Qué tal si soy las alucinaciones de un trastornado de centro? ¡Hay tantos seres por ahí! ¡Hay tantas posibilidades de que yo no exista! (noventa y nueve…). ¿Qué tal si existo a través del deseo de otro que no soy yo? ¿O qué tal que no existo en absoluto? (cien…). Yo soy, yo soy, yo soy …e…m…b…e…r?

Bibliografía

Gaston Bachelard,  La llama de una vela, Monte Ávila Editores, Caracas, 1975.

La intuición del instante, 2ª. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 2016.

Mijaíl Bajtín, Estética de la creación verbal, Siglo Veintiuno Editores, México, 2005.

Michel Barlow, El pensamiento de Bergson, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.

Henri Bergson, Duración y simultaneidad (a propósito de la teoría de Einstein), Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2004.

Roberto Calasso, La literatura y los dioses, Anagrama, Barcelona, 2002.

Gilles Deleuze, Proust y los signos, Anagrama, Barcelona, 2021.

Salvador Elizondo, Farabeuf, Fondo de Cultura Económica, México, 2017.

Jorge Wagensberg, La rebelión de las formas o Cómo perseverar cuando la incertidumbre aprieta, Tusquets, Barcelona, 2004.

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