Ahora son algunos años desde que no habla con él. No porque hayan peleado o algo parecido, sólo porque no hay nada que los acerque. Han, incluso, pospuesto su encuentro alrededor de ocho veces. Al final, sucedió una tarde de un jueves. Exactamente mi día más ocupado. Pero tuve que ir, porque me lo pidió tan gentilmente, y él es mi padre —el hijo de Menachem.
Cuando me acerqué a la puerta automática vi a Menachem saliendo de su carro, acariciando su bigote encanecido y mirando alrededor. Pensé en ir y decir hola y luego ir juntos al departamento de papá, pero se quedó ahí parado por un largo tiempo, concentrado en la hilera de árboles.
No quise molestarlo.
Desaparecí escaleras arriba de una carrera.
«Lo vi. Estará aquí en un momento».
«¿Dónde estaba?».
«Aquí, abajo».
«¿Buscando dónde estacionar?».
«Ya había encontrado dónde».
«¿Cerca de aquí?».
«Junto al edificio».
«¿Te dijo algo?».
«No me vio».
«¿Entonces, dónde está?». Papá estaba sentado y se levantó. «¿Me ayudarás con él?».
Me reí. Cuando entró se abrazaron. El tipo de abrazo con palmadita en la espalda. A mí me palmeó la mejilla.
«Entonces, ¿aquí es donde vives?», dijo Menachem, estirándose. «Sí», dijo papá.
«Sabes, es extraño. Es la primera vez que he estado en esta calle. Me asombra de verdad que no la conociera antes… de nuevo, ¿cómo se llama?».
«Hatam Sofer», replicó papá, El sello del escriba, una obra famosa de un famoso y viejo rabí. «Oh, ése debe de ser el nombre de algún escritor, ¿eh?», dijo Menachem, y se rió para sí.
«Porque, después de todo, conozco cada asquerosa roca en este país, pero esta calle… nunca había oído de ella en mi vida. En mi opinión, no está tampoco en el mapa, puedo apostarlo».
«Siéntate», dijo papá, y desapareció en la cocina. Me quedé solo con él, un hombre que no conocía. Pensé que podría ser de verdad lindo si de pronto empezáramos a hablar y yo le dijera todo acerca de lo que hago y él me hablara acerca de mi abuela, a quien no conocí, y acerca de su nueva familia. Tal vez incluso que tomara algo de dinero del Hannukkah de su bolsillo, del tipo de dinero para comprar chocolate, y me lo diera después de todos estos años en que no lo he visto.
«Entonces, mi niña, ¿estamos en la universidad?».
«Sí, termino mi último año».
«¿Qué estás estudiando?».
«Historia».
«No tienes que estudiar Historia. Sólo tienes que atravesar algunas buenas guerras, y eso es todo». Mi padre entró con una bandeja de nueces.
«Siéntate ya. Hablemos un poco», dijo Menachem, pero mi padre se había ido de nuevo a la cocina. «Dime, qué tal con el novio, ¿hay alguno?».
«Ah… sí», respondí.
«¿Un tipo bueno?».
«Sí, para mí».
«¿Qué hizo en el ejército?».
«Creo que algo secreto para Inteligencia».
«Bueno, tú sabes, me puedes decir».
«Sí», sonreí, «pero no lo sé».
Papá vino y puso un plato de tangerinas y otro de naranjas.
«Dime, ¿estarás entrando y saliendo así?», preguntó Menachem.
«No, me sentaré aquí ahora», y se sentó junto a mí y de inmediato preguntó: «¿Por qué no comes algo?».
«Fruta, nunca la toco».
«¿Y las nueces?», intentó papá.
«Quiébrame una nuez, entonces».
Papá puso una nuez entre sus dientes. La nuez era más dura de lo que pensó. La dejó y dijo: «¿Sabes a quién me encontré hace algunos días? Al gran Shlomo».
«Olvídate de él», interrumpió Menachem, «Gran Shlomo… es muy pequeño. Gran Shlomo viene a mi negocio y empieza a jugar juegos mentales. Me dice qué es mejor, entiendes, me dice».
Papá trató de nuevo de poner sus dientes alrededor de la nuez. Sin éxito. Menachem continuó y preguntó:
«¿Te dijo algo?». Y sin esperar una respuesta: «Déjalo que intente decir algo, no sabe con quién se mete, ese pedazo de…». La nuez se hizo añicos en la boca de mi padre. Su boca estaba llena de pedazos de cáscara que escupió elegantemente, pero ofreció el interior que había permanecido entero, milagrosamente. Menachem miró la nuez, y dijo de inmediato a papá:
«¿No puedes ver que está completamente podrida? ¿Es la forma en que te eduqué? ¿Como a un granjero?».
Mi papá se levantó. «¿Quieres café?».
«Bueno, si vine de tan lejos merezco algo de té. Pon dos de azúcar en él».
Papá fue otra vez a la cocina. Traté de nuevo de tener una conversación, pero cada tema terminaba en el ejército.
«Dime, ¿cuánto tarda tu padre en hacer una taza de té?».
«Papá», llamé. No contestó.
«Manejar a una compañía entera, lo hace, pero una asquerosa taza de té no puede».
Me levanté y fui a la cocina. No estaba ahí. Fui a todas las habitaciones en el departamento. No podía sólo salir corriendo, pensé. Fui de nuevo a la cocina. El agua estaba en la tetera hirviendo, y al lado una taza estaba lista, con un bolsa de té y dos cubos de azúcar y mi papá dentro. Estaba sentado ahí, encogido dentro de la taza, ocultando su cara en la bolsa de té. «¡Papá!», grité. «¿Qué te pasó?».
«Nada», dijo, sin mostrar su cara. Su voz estaba rota.
«¡Tienes que volver a tu tamaño regular!».
«No puedo», suspiró. «¡Debes hacerlo!», grité dentro de la taza. «Eres mi padre y mira qué grande soy y qué pequeño eres, no es natural».
«No voy a salir de aquí», dijo papá, y unas lágrimas muy pequeñas corrieron por sus mejillas minúsculas, y fueron absorbidas de inmediato por la bolsa de té. Tomé una cucharita y traté de sacarlo. Pero mi padre se aferró al interior de la taza. «Déjame solo», chilló, agotado. Sus lágrimas empezaban a llenar la taza. «¡Te ahogarás!», le dije, pero no respondió, sólo seguía llorando. La taza estaba llena de lágrimas. La tomé y de pronto sentí una mano pesada en mi hombro.
«Así que, ¿dónde está?», preguntó Menachem, y antes de que pudiera pensar una respuesta, dijo:
«Bueno, tengo que irme». Arrancó la taza de mi mano y, de un trago, vació su interior.
«Guac», dijo con asco. «Frío y salado. No es capaz siquiera de hacer una taza de té. Quién pensaría que estuvo en tres guerras»
Traducción de Luis Alberto Arellano,
a partir de la traducción del hebreo
al inglés de Ronnie Hope