Ladrones [fragmento] / Ioram Melcer

Ladrones
     Mi abuela me dijo que en este país no había ladrones. Íbamos en automóvil, del aeropuerto a Hibat Zion. El sol casi se había puesto, y los naranjos a ambos lados de la carretera amortiguaban el trayecto como lana oscura sobre el cuerpo de un animal impresionante. No fue lo único que mi abuela me dijo en ese viaje, pero esa sentencia quedó resonando en mí junto con el murmullo del motor, e incluso borró el resto de sus palabras.
     En este país no hay ladrones. En la tierra de Israel no hay ladrones. Trato de reconstruir cuáles fueron las palabras exactas. Sé que fueron dichas en español. ¿Cómo llamó al país? ¿«La Tierra de Israel», en español? ¿Dijo sólo «esta tierra», como yo solía hacerlo? Quizás dijo: «Aquí no hay ladrones». Mis ojos estaban pegados al paisaje cambiante a través de la ventanilla del automóvil, y cuando estas palabras fueron pronunciadas estábamos ya cerca del pueblo. No pudo haber dicho «aquí», porque mi memoria habría conservado esas palabras vinculadas a los lugares que se deslizaban ante mis ojos: las aldeas yemenitas, los pueblos colectivos a lo largo del camino. No, yo entendía que mi abuela decía las cosas proclamándolas: que aquí, en la tierra a la que yo había llegado, en la tierra reconocida por todos como mía, en la tierra que sería mía en unas cuantas semanas, en este país cuyas carreteras estaban delineadas con naranjos y cuyos pueblos desfilaban delante de mis ojos, en todo este país no había ladrones: no en hebreo, no en español, no en esas vistas y no más allá de lo que mis ojos podían ver.
     Yo no le creí a mi abuela, pero tampoco pensé que estuviera mintiéndome. Lo que mi abuela decía siempre tenía un estatus inmediato de verdad última. Pero en materia de ladrones no era meramente una cuestión de confianza y verdad. Cuando pronunció la sentencia volvió su amable rostro hacia mí, y sus palabras fluyeron desde la paz que las envolvía. No recuerdo qué más dijo, pero sé que «no hay ladrones» fue parte de una serie de sentencias tranquilizadoras, dirigidas a familiarizarme con el país y a disipar mis miedos. Las palabras me decían que el país estaba dándome la bienvenida con una bendición, que era un buen lugar: ¿qué problemas podrían molestar a un niño que aún no cumplía nueve años en un país que ni siquiera tenía ladrones?
     Sin embargo, durante ese trayecto, sentí que las palabras de mi abuela eran un poco raras. Yo nunca había temido a los ladrones. No habían estado entre los personajes que poblaban mis miedos. Los ladrones me parecían criminales no violentos, y por tanto no perturbaban mi paz. Y yo suponía que mi abuela debería saber qué podía molestarme o asustarme. Aunque, en efecto, un país sin ladrones parecía buena idea y un lugar agradable, yo no entendía por qué era ésa la cualidad que eligió resaltar para mis oídos. Íbamos camino a casa de los abuelos, un puerto seguro, libre de preocupaciones, cuyas puertas siempre estaban abiertas para nosotros y donde no había amenazas. Como el escenario cambiante por las ventanillas, pensé que, quizás, lo que me decía era que el país entero era como la casa en Hibat Zion. La idea me parecía maravillosa, pero también improbable, porque aunque el país podía ser bueno y reconfortante, yo sabía que la casa de mi abuela era especial y única.
     Aprecié las palabras de abuela cuando empecé a descifrar los periódicos, en especial las gruesas letras negras de Maariv, con sus titulares rojos, que mi abuelo compraba cada día y en el que descubrí los crímenes comunes y generalizados. Mi abuela había tenido el poder de calmar el alma de un niño con un dicho que envolvía un conocimiento infinito y evidente. Con este poder borró cualquier crítica que yo pude oponer luego de descubrir cómo había facilitado mi llegada al país con una ilusión sin fundamento.
     Pocas semanas después, unos terroristas japoneses aterrizaron en el aeropuerto internacional de Lod. Salieron del avión, fueron a la terminal por la que nosotros habíamos pasado, sacaron armas de sus bolsos y dispararon en todas direcciones. El Ejército Rojo, la aterradora organización japonesa, estaba en todas las páginas del periódico, e hizo estragos en mi imaginación. Ahí estaba la sala que yo tan bien conocía, ahí estaban las bandas transportadoras de maletas y las barreras metálicas y azules con las letras policía para contener a la gente que esperaba a los pasajeros recién llegados, ahí estaban las bolsas y las maletas como las nuestras, y también las manchas de sangre y la jungla de brazos y piernas, cuerpos disgregados, faldas levantadas, neceseres regados, pasaportes, pertenencias deformadas por los disparos y la sangre, un caos total. Habían matado a los terroristas, salvo a uno, Kozo Okamoto, quien fue aprendido y se había vuelto el héroe del momento. Su cabeza afeitada y su mirada gélida dotaban al Ejército Rojo de una presencia tangible. Y yo me senté en Hibat Zion y miré las imágenes y escuché las noticias en la radio, y pensé acerca de lo que mi abuela me había dicho. No, no había ladrones en el país. ¿Y cómo podía ser? Si incluso el peor de los asesinos locos se las arreglaba para aterrizar y acercarse a las barreras azules, inmediatamente habría alguien que lo abatiría a balazos y atraparía a alguno que quedara libre. Mi abuela tenía razón. Y, en todo caso, ¿por qué preocuparse por los ladrones?
     Pasaron más semanas, que sumaron meses. Terroristas con rostros encubiertos masacraron a nuestros deportistas en Múnich. Hubo aviones secuestrados, las Fuerzas de Defensa de Israel atacaron Beirut, en las carreteras por todo el país había letreros que advertían de bombas ocultas en hogazas de pan, sandías, juguetes y paquetes de correo. La cuenta sin fin comenzó, el cálculo que cada uno de nosotros llevaba del número de muertos y guerras de este país. Así era como el país te tenía en sus brazos. Y mi abuela debía de saber eso: ¿qué podía decirle a un niño de nueve años? Que no había ladrones.
     Ahora sé que, de haber sido mi abuela una santa cristiana como el irlandés San Patricio, el país habría sido conocido por todos como
     el país que no tenía ladrones. Se cuenta que, desde que Patricio llegó a Irlanda, no había habido ahí serpientes venenosas ni ninguna otra alimaña dañina. Los irlandeses dicen que, cuando un barco se acercaba a la isla verde con un reptil mortífero a bordo, éste moría tan pronto la nave tocaba puerto, sin necesidad de barreras policiales ni de guardias vigilantes. La bondad de esa tierra y la santidad de Patricio bastaban. Pero mi abuela sólo era sagrada para sus hijos y sus nietos, y en un país como éste, inmerso en el asesinato y la matanza, los secuestros y las bombas, los charcos de sangre y los espantosos terroristas, se podía —y esto lo sabía mi abuela— dar la bienvenida a un niño de nueve años, suave y amablemente, con la ayuda de una pequeña mentira provisional. Tal mentira era una minúscula equivocación en un país cuyo miedo aullaba día tras día y año tras año, el mismo país donde un niño dormía quietamente y a salvo porque no había ladrones.
    

 

     Traducción de José Israel Carranza,
     a partir de la traducción del hebreo al inglés

      de Nourit M. Padon
 
 
Comparte este texto: