Puse en venta algunos de los bienes terrenales que ella nunca volvería a buscar: la bicicleta estática, el tocadiscos, la lámpara solar fundida, hasta los fajos de revistas de decoración. Cada semana renovaba el anuncio de la gaceta local y aguardaba a que sonase el teléfono. El anuncio aparecía mezclado con otros, hermanados todos por una doméstica desesperación.
Me pasaba la mayor parte del tiempo en casa, ejerciendo de contable aficionado. El despacho ocupaba la mesa del comedor. Si algún conocido o un comerciante cercano tenían dificultades para cuadrar sus balances, sencillamente llamaban a la puerta. Les invitaba a cerveza y charlábamos. Al final surgía el tema de nuestra separación y yo solía atajarlo yendo por más bebida: vodka, coñac, ginebra, vino barato. Lo que hubiese a mano.
Cuando telefonearon preguntando por la bicicleta estática no supe reaccionar. Es más, no había renovado el anuncio las últimas dos semanas y me extrañó la llamada. Ya había desistido de vender el lote. La persona que llamaba, una mujer joven, por la voz, insistió en que no se había equivocado de número. Preguntó por la bicicleta. Exclusivamente por la bicicleta. Me quedé callado.
—No me diga que ya la ha vendido. Llevo siglos buscando una. De ese precio, quiero decir.
Me hizo gracia que alguien tan joven hablara de siglos.
—Sigue en venta —añadí muy despacio, como si me costara hilvanar las frases—. Aunque forma parte de un lote.
—Sólo me interesa la bicicleta.
—Podría hacer una excepción —dije.
—¿Y cuándo puedo ir a verla?
—Mañana mismo. Cuando quiera.
—¿Le viene bien hoy?
—¿Hoy? ¿Esta mañana?
—Ahora mismo —concretó.
Respondí que estaba de acuerdo y colgué.
Apenas me dio tiempo a pasarle un trapo por encima. Estaba prácticamente nueva, aunque resultaba pesada. Un chisme a buen precio. Mi mujer había pedaleado en ella muy pocas veces, para ponerse en forma. Ahora vivía con un dentista y solía comentarme en sus llamadas telefónicas que acudía a un gimnasio de verdad; aquella bicicleta y las fajas adelgazantes formaban parte de su pasado. Como yo.
Llamaron a la puerta y fui a abrir. La chica no tendría veinte años, quizás menos. Rubia, menuda, sin gracia.
—Vengo por lo de la bicicleta —dijo con voz aguda.
—Es aquí.
—¿Dónde está?
—Arriba —contesté.
—¿En el dormitorio?
—Ahí la dejó mi mujer —dije innecesariamente, y la chica cabeceó como si se hiciese cargo de la situación, y entró.
La conduje hasta la escalera, subí delante y según avanzábamos empecé a disculparme por el desorden de la casa. Por el desorden y el desaliño.
—Estamos de mudanza —mentí—. Por eso vendemos los muebles. Bueno, casi todo.
—Me interesa la bicicleta.
Recorrimos el pasillo y sus corrientes de aire. El polvo fluctuaba en las fajas de luz de las ventanas. Al entrar al dormitorio, que tras una reforma de mi mujer era grande y tenía un baño dentro, ella se cruzó de brazos.
—Menudo cuarto.
—No está mal —admití.
—¿Así que se mudan?
—Un día de éstos.
—¿Y venden la casa?
—Estamos en ello.
—No me lo explico.
—Un cambio de aires. La bicicleta está allí —la había dejado cubierta con una sábana, como si fuese una antigüedad.
—¿Puedo verla?
—Claro.
La destapó con ademán de mago que desvela un truco. La claridad arrancó un brillo engañoso a los cromados. El cuero negro del asiento relucía sedoso. Era una bicicleta magnífica, con un contador digital y un sistema que controlaba las pulsaciones del que pedaleaba. Recordé el día en que la compramos, a mi mujer encima probándola, el gesto falsamente complacido del vendedor.
—Funciona perfectamente —presumí—. Tiene muy poco uso.
La chica se subió a la bicicleta. Pedaleó lentamente, con esfuerzo.
—Hay que girar ese mando para suavizar la marcha —dije.
—¿Así?
—Creo que sí.
Ahora pedaleaba con más soltura, casi con velocidad. Empezó a sonreír, como si se deslizase por la sombreada avenida donde estaba la casa y el viento la despeinara. No era una belleza, pero me pareció hermosa.
—Debo ir a más de cien —dijo perdiendo el resuello.
—Bueno, no creo que tanto.
—Dios mío, qué velocidad. Es increíble. Me encanta. Me encanta.
Parecía satisfecha, radiante, y yo me alejé unos pasos por si de repente la bicicleta recuperaba sus ruedas y comenzaba a moverse por mi mundo. Ella se puso de pie sobre los pedales, las pantorrillas restallando, la expresión concentrada. Como si corriese una prueba. Llevaba un pantalón corto y sus flacos muslos asomaban en tensión, arriba y abajo, igual que bielas. Si quería la bicicleta para hacer ejercicio, ése era el camino.
Entonces, como si algo no la convenciera, fue aminorando el ritmo.
—¿Algo va mal? —pregunté acercándome.
—No. Funciona perfectamente —ya no pedaleaba.
Se apeó, miró el contador digital. Apenas tenía aliento.
—Todavía puedo rebajar más el precio —dije.
El rostro de mi compradora se veía descompuesto por el esfuerzo. Se sentó en el borde de la cama y acto seguido se dejó caer de espaldas, hasta quedar tendida boca arriba. Puso los brazos en cruz sobre la colcha gualdrapeada.
—No estoy convencida —dijo.
—¿Por?
—No sé. Es una sensación. No acaban de gustarme las cosas usadas. No las eliges tú. Alguien ya las ha escogido antes.
—A veces no queda otro remedio.
—Es triste. Muy triste. Además traen fantasmas. Yo creo en los fantasmas, sabe.
—No hay fantasmas en esta casa.
—Pues acaba de pasarme. Estaba pedaleando y de repente era como si no fuese yo la que pedaleara.
—Ya. ¿Y quién pedaleaba?
—Otra persona. Su mujer, por ejemplo.
—Ella no está —cedí.
—Eso supuse. ¿Por eso vende la bicicleta? ¿Para vengarse? ¿Le engañó? ¿Fue una chica mala?
—Es un trasto. Un trasto viejo —añadí.
—Joder, estoy reventada —exclamó con una vulgaridad hiriente, y todo el encanto de la escena se desplomó como un telón polvoriento.
Cubrí la bicicleta con la sábana. El aire atrapado debajo me trajo a la cabeza los fantasmas de la chica. La miré de soslayo. Estaba convencido de que no iba a comprarla. Renovaría el anuncio y tal vez tuviese suerte en otra ocasión. Si no, acabaría llevando aquel bulto al garaje, donde quedaría arrumbado con las maletas de viaje, las bolsas de basura llenas de ropa y el dominó de cajas de zapatos. Mi mujer no quería nada. Ni siquiera dinero. Quería olvidarme, sólo eso. Aunque llamara de vez en cuando para recordarme lo miserable que había sido con ella.
Reparé en que la chica me observaba de forma extraña, dispuesta a pasar un mal trago. Lo vi venir. Como si leyera su mente.
—No tengo dinero —confesó—, pero me dejo follar a cambio de la bicicleta.
Pronto se dejaría follar por cualquier tontería, pensé. Por nada. Le sonreí al tiempo que sacudía la cabeza de lado a lado.
—No me importa la bicicleta. Puedes llevártela si quieres.
—Si me la llevo gratis pensarán que soy una puta.
—¿Y eso te importa?
—Me importa un bledo lo que piensen —dijo más animada—. ¿De verdad me la regalas?
—Sí.
Se colgó de mi cuello, me estampó un beso de niña y se fue.
A media mañana llamaron a la puerta un par de amigos de su edad, uno muy flaco, con un bigote ilusorio, y otro pelirrojo y pecoso. Entre los dos bajaron la bicicleta, mientras yo dirigía la maniobra. Se insultaron el uno al otro durante el forcejeo y tomaron una cerveza con la bicicleta plantada ya en el jardín. Al final la subieron a la destartalada furgoneta del hermano mayor del rubio, que era electricista.
Iban a irse y les dije que esperasen. Añadí algunas cosas más a la bicicleta: una lámpara de pie, una mesilla con tapete verde, un taburete de bar y una pequeña alacena con puertas de cristal. Cachivaches del anuncio y otros que en principio había decidido conservar. Hicimos varios viajes. Fue una mudanza improvisada.
Al final parecían chatarreros.
—Si no quiere el sofá, también podemos llevárnoslo —propuso el flaco.
—Todavía me hace falta —respondí. En él dormía bastantes de mis noches, pero esto no se lo dije.
—En ese caso…
Estreché sus manos.
—Buen viaje —deseé, como si emprendieran un largo éxodo, y se marcharon.
La camioneta partió vigilada con sigilo por mis vecinos, aquellos que hacían todo lo posible por evitarme y negarme el saludo. Los visillos volvieron a su lugar y me quedé un rato fuera, viendo aquel río de asfalto sombreado por los generosos árboles. La primavera en su esplendor, el sol en su cenit, el aire perfumado de todos los jardines mezclándose con el de las cocinas.
Sonó dentro el teléfono.
Descolgué. No podía ser. Era alguien preguntando por la bicicleta. Me pareció reconocer la voz de mi mujer, disimulada por un pañuelo, pero no estaba seguro. El corazón me dio un vuelco, pero me sobrepuse y murmuré:
—Lo siento. La vendí hace tiempo. Hace ya mucho tiempo…